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Restaurar la princesa prometida

Diana y su novio políticamente correcto.

Raúl Minchinela

Diana de Gales es la mártir audiovisual de nuestro tiempo: la mujer que murió huyendo de las cámaras, abocada al accidente por los paparazzi, que es como decir por nosotros. Tanto quisimos saber de su vida que terminamos con ella. Esa paradoja mantiene a Diana entre valores antitéticos. Como el gato del físico teórico, sigue simultáneamente viva y muerta, presente y ausente, conservada por quienes la quitaron.

Todo en ella estuvo así facetado: su formación en Educación Infantil se canalizó en una imagen de madre amantísima; su sumisión en el matrimonio, en esposa despechada; su trabajo en organizaciones humanitarias, en emisaria del bien; sus celebraciones, en guapa internacional; su bulimia, en un ser frágil; su resistencia a ser acallada, en mujer fuerte.

Diana simultaneaba todos esos perfiles: un martes se enchalecaba para denunciar las minas antipersonales desde Angola, y el jueves siguiente estaba de gala en un yate de sesenta metros adquirido exclusivamente para su disfrute. En plena “década del yo”, Diana aireaba los goces de la triunfadora egoísta y, simultáneamente, ejercía de concienciada global. En palabras del profesor David Cannadine, “un día era la Madre Teresa y al siguiente era Marilyn Monroe”.

Ahora la recupera una película que en el original se titula simplemente Diana, haciendo de la metonimia, identidad. A Diana Frances Spencer no le faltan historias para contar. Su matrimonio con el príncipe Carlos se publicitó como “cuento de hadas” y su divorcio, que rimaba con el que vivió con sus padres, supuso la decepción de todo un país. Su evolución de novia dócil y silenciosa a mujer que airea abiertamente los demonios de una pareja real se convirtió en modelo pero también aviso.

Además de estar a la vista, también fue pionera y valerosa en la decisión de mostrar. Ella facilitó información al libro Diana, su verdadera historia, que provocó su separación en 1992, y concedió una entrevista televisada en 1995 que enfureció a la reina hasta forzar el divorcio fulminante.

Pese a que nació en alta cuna y no bajó de esas esferas, Tony Blair la pudo bautizar con justicia “la princesa del pueblo”; primero porque cada detalle de su vida era seguido con fruición y, segundo, porque ella misma confesaba partes comprometidas de la trastienda del poder a unos ciudadanos que no trató como vulgo.

Diana trata los dos años posteriores a su divorcio pero, en lugar de abordar todas o cualquiera de esas aristas, se centra en una desconocida relación con el cirujano pakistaní Hasnat Khan de la que renegaron los protagonistas y de la que sólo hay indicios circunstanciales.

Entre el nutrido número de amoríos confesos de la princesa, la elección es ciertamente llamativa. La crítica ha atacado la película centrándose en consideraciones técnicas. The Guardian aborrece de los “extraños diálogos de cartón piedra, como los lectores de revista se imaginan que la gente famosa habla en privado”, mientras que The Independent señala que la interpretación de Naomi Watts “no se parece en nada al personaje”, convocando la mímesis que lució Meryl Streep en La dama de hierro, dedicada a Margaret Thatcher.

En cierta medida, las dos películas se contraponen: en Diana todo son cambios de humor, mientras La dama se mantiene inmutable como un Terminator. En ambas se produce la incomodidad de la revisión.

La promoción de la de Thatcher anunciaba que “su voluntad sorteando expectativas y prejuicios para convertirse en líder del mundo occidental da pie a esta película que usted encontrará inspiradora por encima de sus opiniones políticas”. La invitación a enterrar hachas de guerra fue traducida por CNN como “la generación de espectadores que no tienen memoria directa de los eventos que cubre la película reciben la interpretación de Streep como propaganda histórica para un Partido Conservador que se enfrenta ahora a los mismos temas que entonces”.

Para qué sirve realmente un biopic

biopicLas biopics (abreviatura para “biografía épica”) son ciertamente ejercicios de relectura. Las vidas en cine de los científicos son poca ecuación y mucho romance; las de los líderes políticos son mucha dignidad y poco humor. Las de los cantantes son mucha canción y pocas groupies.

Como decía David Torrance, autor de We in Scotland: Thatcherism in a Cold Climate, “un análisis detallado de la política económica de Thatcher difícilmente habría tenido ocupadas a las taquilleras”. Las biopics cargan las tintas en lo que desean bien el público, bien el productor: los dos brazos del dinero.

Con Diana, los obturadores se han puesto en un amor furtivo para cambiar de objetivo el amor visible. Lady Di sorprendió a todo el mundo emparejándose con Dodi Fayed, hijo del potentado dueño de los grandes almacenes Harrods. El hombre elegido por la mujer que podía tenerlo todo era un “hijo de” que tomaba su dinero del comercio y que tenía el tono de piel de las colonias. En una sociedad estratificada como la inglesa, esta es una herida que todavía supura.

La cinta propone relegar a Fayed a una relación secundaria, que, “en realidad”, era para dar celos a un médico que, paladín de la salud y resignado salvador de niños, era, este sí, su verdadero amor. El biopic se convierte así en el negativo de la épica: el amour fou con Fayed, que podría ocupar una canción de Brassens, se convierte así en “necesitado de justificación”. Una relación rebajada a derivado de otra, de cualquier otra.

Diana es la mártir audiovisual de nuestro tiempo y hay quien repasa el santoral para dejarlo libre de mácula. Es labor de mártir, hasta en las representaciones, seguir padeciendo.

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