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‘Ant-Man y la Avispa: Quantumania’ inaugura una nueva fase de Marvel con ligeras razones para el optimismo

Paul Rudd y Evangeline Lilly son Ant-Man y la Avispa

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Meses antes del estreno de Ant-Man y la Avispa: Quantumania, su guionista Jeff Loveness lanzó una comparación para que el público supiera qué esperar de ella. Dijo que sería el Dune de Marvel pero no se refería a la novela o a las dos películas con las que David Lynch y Denis Villeneuve —este ya planeando la secuela— adaptaron a Frank Herbert. Se refería a un Dune que nunca existió. El que iba a haber dirigido Alejandro Jodorowsky con un equipo de ensueño (Dalí, Moebius, H.R. Giger, Mick Jagger) y se convirtió en la película más famosa nunca realizada. “Es el Dune de Jodorowsky dentro de Marvel”, dijo.

Loveness, que como otros escritores del Universo Cinematográfico de Marvel viene de trabajar en Rick y Morty —es el caso también de Jessica Gao al frente de She-Hulk o Michael Waldron con Loki y Doctor Strange en el multiverso de la locura— cometía la osadía de comparar Quantumania con una película que solo existía en la imaginación de la gente, mitificada como una obra demasiado libre y mágica como para haberse materializado. Con ello, evidentemente, quería aludir al riesgo y el exceso empleados para diseñar ese fantasioso Reino Cuántico que empezamos a vislumbrar en la previa Ant-Man y la Avispa.

Sin embargo, hacerlo en el marco de una maquinaria tan estandarizada como Marvel —y con una Fase 4 tan decepcionante a sus espaldas— sonaba a exageración. A promesa irrealizable. Probablemente Loveness lo sabía.

De reinos cuánticos y multiversos

Más allá de su carácter decisivo al iniciar otra fase tras Black Panther: Wakanda Forever, Ant-Man y la Avispa: Quantumania se enmarca en un curioso escenario para Disney como gran corporación. Es el primer gran blockbuster que llega a las carteleras después de que Avatar: El sentido del agua lleve arrasando desde mediados de diciembre, habiendo logrado convertirse en una de las películas más taquilleras de la historia —dentro de un top copado por James Cameron— junto a unas cuantas nominaciones al Oscar.

Quantumania apartaría a Avatar 2 de ese podio manteniendo el liderazgo de Disney —que posee tanto Marvel como 20th Century Studios—, pero eso no es lo único que comparte con la epopeya de los Na’vi. Quantumania se distingue de las anteriores películas en solitario de Ant-Man en que su trama se desarrolla casi por entero en un mundo ajeno al nuestro, posibilitado por una sobredosis de CGI y una inventiva variable a la hora de imaginar criaturas ficticias. Avatar tenía Pandora y Quantumania tiene el Reino Cuántico: esa realidad infinitesimal donde Janet van Dyne (Michelle Pfeiffer) estuvo atrapada durante años.

Abordando el resultado visual de dicho Reino ya se atisba el nivel de exageración de Loveness, pues es imposible que Quantumania recabe alguna dignidad para sí al compararla con el mundo alternativo/digital puesto en pie por James Cameron. Curiosamente tiene más que ver con otro reciente film de Disney, Mundo extraño, que planteaba un escenario similar: sus habitantes jugaban a lo abstracto y a lo vagamente reconocible como organismos salvajes, que han evolucionado a otro ritmo de lo que conocemos.

Mundo extraño, que se estrelló en taquilla, jugaba a lo pulp: a que concibiéramos su trama desde una frívola complicidad, asociándola con lo más parecido a una serie b que pudiera alumbrar Disney. Es, de hecho, una buena forma de mirar Quantumania, y perdonar así la pobreza de sus formas comparándola con Cameron o con lo más puntero en el campo de los efectos digitales. Marvel lleva en problemas con los artistas CGI mucho tiempo: esto explotó en Thor: Love and Thunder, y marca una propuesta visual saturada e inexpresiva.

Por suerte la saga Ant-Man siempre ha jugado la baza de la complicidad, basando su humor en lo patético del protagonista, Scott Lang (Paul Rudd) y lo excéntrico de sus poderes. Lang —junto a una familia que forma su hija Cassie (Kathryn Newton), Michael Douglas como su mentor y Hope van Dyne (Evangeline Lilly) como la Avispa titular— puede encogerse y agrandarse a placer, y además comunicarse con las hormigas. Quantumania juega la baza, como ya la jugó esa Vengadores: Endgame donde Scott lideraba el contraataque a Thanos, de que sus protagonistas son muy pequeños y la amenaza muy grande.

Quantumania, sin embargo, pierde parte del humor que caracterizaba los Ant-Man anteriores ante la solemnidad que exige el villano. Este es Kang el Conquistador, que interpretado por Jonathan Majors tras una breve aparición en Loki resulta ser el gran villano —a la estela de Thanos— de la actual Saga del Multiverso. Kang exige épica, exige sacar a Ant-Man del campo de juego acotado y tontorrón que le caracterizaba. Con lo que, inevitablemente, aboca Quantumania a una suerte de esquizofrenia en su tamaño.

Camino a ‘The Kang Dynasty’

Peyton Reed llegó a Marvel tras la huida de Edgar Wright, reemplazando con su profesionalidad los fogonazos autorales que habríamos esperado del director de Zombies Party. El firmante de Abajo el amor se las ha apañado bien cuando modulaba la vis cómica de Rudd y la combinaba con ingeniosas escenas de acción que sacaban partido de los tamaños variables. En Quantumania, sin embargo, los combates a bordo de trenes en miniatura son sustituidos por batallas multitudinarias entre seres fantásticos.

Pese al carisma de Kathryn Newton y la acertada incorporación de un villano secundario como M.O.D.O.K. —tan ridículo sobre el papel que antes de Quantumania protagonizó una serie paródica de stop motion en Hulu—, la tercera entrega de Ant-Man exhibe un ritmo cómico muy irregular, que sufre de una realización concebida por entero según pantallas verdes. Ni siquiera los personajes, que antes se beneficiaban de la ligereza y cierto costumbrismo, mantienen su integridad en este abigarrado conjunto.

Michelle Pfeiffer como Janet, y sobre todo Evangeline Lilly como su hija Hope —bastante llamativo teniendo en cuenta que el título sigue siendo Ant-Man y la Avispa—, quedan totalmente desdibujadas, atropelladas por la inercia que parece levantar por completo el proyecto y se infiltra en su aparato formal. Nos encontraríamos, así, ante un inicio en falso, similar a los discretos resultados de Viuda Negra abriendo la Fase 4, si no fuera porque Quantumania saca partido de un par de elementos muy efectivos.

Por un lado Scott Lang sigue siendo encantador. Su aura de perdedor, que tras Endgame se ha venido arriba al punto de hacerse semifamoso y escribir un libro, refuerza la humanidad en tanto a la relación con su hija, erigida como el motor emocional de Quantumania. Cuando el guion se centra en ella, y deja de lado adiciones anecdóticas como el personaje de Bill Murray —apareciendo en Quantumania mientras se multiplican sus acusaciones por comportamiento tóxico en los rodajes—, es cuando Quantumania mejor funciona, y nos recuerda que la clave del Universo de Marvel siempre han sido sus personajes.

Por otro, Jonathan Majors es muy convincente como Kang el Conquistador, emulando el porte trágico de Thanos pero fundiéndolo con cierto ademán de hastío y una arrogancia tranquila que la familia Ant-Man pondrá contra las cuerdas. Su personaje, además, muestra visos de crecer en próximas películas —una de las dos películas de Vengadores confirmadas para la Fase 6 se titula The Kang Dynasty— desde un enfoque jugoso e incluso original. Lo que, por otra parte, no deja de redundar en el gran problema que tiene ahora mismo Marvel.

Esto es, que sus películas ya no son películas, sino lanzaderas hacia otras películas (o series) conscientes igualmente de su carácter transitivo. Una huida hacia adelante que en la Fase 4 mostró su peor cara —con errores tan drásticos como Wakanda Forever o laboratorios de ingeniería fan tan desalmados como Spider-Man: No Way Home— y que está por ver si la Fase 5 reafirma o empieza a matizar. Quantumania, cutre y provisional pero también disfrutable y emotiva, está en la encrucijada de ambos caminos.

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