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ANÁLISIS

Denis Villeneuve no escapa a la maldición de 'Dune’, una novela inadaptable al cine

Timothée Chalamet y Rebecca Ferguson protagonizan la 'Dune' de Denis Villeneuve

Alberto Corona

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Lo cierto es que Dune no lo tenía fácil. Después de que su estreno se pospusiera durante todo un año a causa de la pandemia, el contexto industrial en el que llega la nueva película de Denis Villeneuve sigue siendo enormemente complejo. Por mucho que la taquilla de Shang-Chi y la leyenda de los diez anillos haya ido mejor de lo esperado —sin necesidad de que China levantara su veto—, Dune se estrena en Estados Unidos dentro del polémico modelo híbrido de Warner, según el cual llegaría simultáneamente a salas y a HBO Max. Una decisión que el propio Villeneuve, según se enteró el pasado diciembre, definió como algo que “mataría a Dune”. Es decir, no solo reducir la recaudación debido al streaming y la piratería derivada, sino también, a su entender, aniquilar sus posibilidades de dar pie a una franquicia.

Que el estudio vea conveniente prolongar Dune es más importante de lo que parece, no solo por la serie para HBO Max que está en desarrollo (The Sisterhood) sino porque Dune es una película incompleta. De hecho, su verdadero título, aunque haya que colocarse frente a la gran pantalla para confirmarlo, es Dune: Parte I. Cuando Villeneuve le ofreció a Warner dirigir la película puso como condición inapelable que le permitieran dividir la novela original de Frank Herbert en dos mitades. Solo así podría replicar la complejidad del material con todo lujo de detalles, y esto ha conducido a que la estrategia principal de promoción —vehiculada por el enigmático “Comienza” del póster— sea insistir en la necesidad de que exista la segunda parte, que aún no está rodada ni ha recibido luz verde.

Teniendo como precedente el hundimiento en taquilla que protagonizó hace cuatro años Blade Runner 2049 —otra ambiciosa ciencia ficción auspiciada por Warner con la que Villeneuve se encomendó ciegamente al interés del público hacia una obra cumbre del género—, sorprende el reiterado atrevimiento del estudio y la confianza en que esta Dune no se sumará a la ristra de proyectos fallidos que han querido traducir a imágenes la imprescindible obra de Herbert.

Todo por la especia

De las enormes dificultades que presenta Dune para ser adaptada, quizá la mayor de ellas sea la excepcionalidad de su momento histórico. Publicada en 1965, la novela enlazaba, una década después, con los postulados fantástico-épicos de El señor de los anillos, y los sometía a una revisión crítica a partir de la lectura de Joseph Campbell y el tan socorrido viaje del héroe. Este afán contestatario se encontraba en personajes poliédricos de ambiciones enfrentadas y equívocas brújulas morales. Ese planteamiento dialogaba con la contracultura que entonces sacudía Estados Unidos —estableciendo a través del movimiento hippie un profundo cuestionamiento de la autoridad y la política exterior del país, enfrascado en la guerra de Vietnam—, y con una ingente preocupación por sus dejes imperialistas. Sumido en esta exploración del espíritu de su época, Herbert tampoco se olvidó de las inquietudes ecologistas, ni de la espiritualidad cultivada por religiones alternativas, ni del interés por las drogas psicodélicas como puerta a experiencias trascendentales. La especia Melange, sustancia que mueve por entero la trama de Dune, supone en ese sentido una inspirada fusión de LSD y codiciados combustibles fósiles.

La escala del proyecto encarriló la trayectoria de Lynch de la forma más dolorosa: con un fracaso de crítica y público que le enseñó que ese tipo de cine no era para él

La novela de Herbert no pretendía ser una ficción escapista sino que partía de la reflexión y de una denodada ambición intelectual. Ambientada en un futuro a 10.000 años de distancia, contribuyó a asentar la valorización de la ciencia ficción, consolidada en su vertiente audiovisual pocos años más tarde por 2001: Una odisea en el espacio (y, a su modo, por la serie original de Star Trek). Llegados los 70, con la asimilación contracultural y la sucesión de crisis económicas, fenómenos como Dune y la película de Stanley Kubrick fueron abocados a un culto más subterráneo, sustituidos por una floreciente cultura pop que erigió como frívolo buque insignia a La guerra de las galaxias de George Lucas: una obra que a nivel discursivo no podía ser más distinta de Dune sin que eso le impidiera inspirarse en su universo literario.

Como consecuencia de La guerra de las galaxias y el blockbuster moderno que instauraba, se dio la gran paradoja: el interés de Hollywood por adaptar Dune y repetir el éxito de Lucas, aun cuando este no habría sido posible sin Herbert. Es cierto que las primeras tentativas de llevar la novela al cine se habían dado a mediados de los 70, con Alejandro Jodorowsky empeñado en desarrollar una rocambolesca adaptación que habría contado en su reparto con Salvador Dalí, Orson Welles o Mick Jagger.

No fue hasta el éxito de Star Wars que quedó demostrada la afición del público por la space opera, y el productor Dino De Laurentiis recurrió a David Lynch para encabezar una superproducción. Lynch, muy en boga a principios de los 80 gracias al éxito comercial de El hombre elefante, demostró enseguida no ser la persona adecuada para un proyecto de esta naturaleza. Aunque su sensibilidad pudiera encajar con los aspectos más siniestros de la novela, la escala del proyecto, debido a las injerencias del estudio, encarrilaron la trayectoria de Lynch de la forma más dolorosa: con un fracaso de crítica y público que le enseñó que ese tipo de cine no era para él.

Dune sería posteriormente adaptada como una discreta serie televisiva sin que dejaran de fluir las secuelas literarias a manos de Herbert y otros autores, pero lo ocurrido con Lynch mantendría un carácter determinante. Que fuera publicitada entonces como un “anti Star Wars” —es decir, como una respuesta antagónica o arrogante a un fenómeno ferozmente popular—, sin que eso deparara en otra cosa que el fracaso, ilustraba perfectamente la maldición que había caído sobre el material de partida: su carácter extemporáneo. Su incapacidad, atropellada por los cambios socioculturales y la fama de las mismas obras que había llegado a influir, de transmitir algo relevante sobre su presente. Hoy en día, Dune puede presumir de lo actuales que siguen siendo sus tesis, pero estas están tan apegadas a unos imaginarios agotados que difícilmente pueden funcionar a través de una adaptación. Muestra de ello es, sí, la película de Denis Villeneuve.

La encrucijada del fan

En cierto momento de Jodorowsky’s Dune —memorable documental que recorre la fallida odisea de Alejandro Jodorowsky para desarrollar su propia película de Dune—, el artista chileno se mostraba convencido de que lo más recomendable para que una adaptación de Herbert funcionara era tomarse todas las licencias del mundo, reduciendo la novela a un ambiguo punto de partida. “Quiero violar a Dune, pero con cariño”, sintetizaba. Cuando a Lynch le tocó acercarse al material, también se tomó libertades, tanto para mantener su impronta autoral como para hacer más digerible el final original, a la postre el elemento más criticado por los lectores. En lugar del desenlace sombrío, el director se decantó por uno festivo, de tintes mesiánicos, que echaba a perder todo lo que podía haber distinguido a Dune de Star Wars al tiempo que exhibía una afable preocupación por los gustos del público.

La insistencia con la que sus protagonistas insisten en la proximidad de unos acontecimientos vitales que el metraje nos escamoteará bordea el ridículo

Adaptar Dune mediante la traición o la ligereza puede venir motivado bien por la intención de ajustar la obra a un determinado modelo productivo, bien por la necesidad de expresión personal de quien adapta. Lo más llamativo de la versión de Denis Villeneuve, lo que la convierte en un blockbuster tan increíblemente excéntrico, es que parece no decantarse por ninguna de estas opciones.

Desde el primer ámbito, Dune presenta unas decisiones valientes pero finalmente incongruentes: exceptuando la eliminación de las voces a modo de pensamientos de los personajes —omnipresentes en el libro y conservadas por Lynch—, se da un aparente desinterés por adecuar el desarrollo narrativo a la agilidad de exposición que solemos asociar al cine de gran presupuesto, así como por disimular que Dune es únicamente la primera parte de una historia. Quizá sea esto lo que llegue a contrariar más al espectador: en el mejor de los casos podríamos considerar a Dune un prólogo, pero en el peor un mero teaser de Dune: Parte II. La insistencia con la que sus protagonistas insisten en la proximidad de unos acontecimientos vitales que el metraje nos escamoteará bordea el ridículo, aunque al mismo tiempo no deje de evidenciar que Dune, en todo su ensimismamiento y su madurez impostada, tampoco logra escapar de ciertas inercias del mainstream actual.

La dependencia de un nuevo filme que continúe la historia alinea al título de Villeneuve con la serialización y un ingrato aire a episodio piloto, mientras que las soluciones para adaptar una prosa tan abigarrada como la de Herbert terminan mutando en abiertas concesiones al público. El humor terriblemente disfuncional del personaje de Jason Momoa, la sustitución de los pensamientos por agotadoras líneas de guion que expliquen pacientemente cada elemento de la trama, o la inclusión de unas escenas de acción pésimamente realizadas: todo ello alienta la impresión de que Dune depende más del disfrute de la platea de lo que parece, y su combinación con la persistente solemnidad del filme apuntalan una gravísima confusión interna, que podría explicarse a partir de la segunda forma de traicionar a la novela: en función de los deseos del adaptador.

Estos deseos, por desgracia, no van más allá de rendir una pleitesía inmovilista a Frank Herbert. Se puede hablar de Dune como “blockbuster de autor” en torno a sus obvias particularidades y a su pretensión de satisfacer ante todo al cineasta de turno —en este caso, a un Villeneuve apasionado por la novela—, pero no deja de ser irónico cuando la directriz creativa fundamental ha sido guardar lealtad a la obra escrita sin importar lo morosa que pueda volverse la narración o las arritmias en las que incurra —particularmente dolorosas en la última hora de película—, y cuando ni siquiera la estética atina a refrendar esta excepcionalidad. No lo hace la genérica banda sonora de Hans Zimmer ni las vagas visiones proféticas de Paul Atreides (Timothée Chalamet), carentes de cualquier carga lisérgica. Ni siquiera lo logran los puntuales hallazgos visuales —limitados a algún diseño de nave o a las físicas de la arena de Arrakis—, sacrificados por una puesta en escena acomplejada por la enormidad que ha de reflejar constantemente, la gravedad confundida con la sosería y el gusto por planos grandilocuentes pero finalmente inexpresivos.

Cada uno de los problemas enumerados nos remite tanto a una encrucijada insalvable —la del cineasta devorado por el fan reaccionario— como a la ya mencionada incapacidad de Dune para resonar en nuestro día a día. Por supuesto que su discurso en torno al poder, el ansia despótica de la así llamada civilización, la dependencia energética, la fe o la destrucción del medio ambiente es tan actual hoy como lo era en 1965 (incluso más), pero la película no logra demostrarlo por sí misma, limitada a los devenires de unos personajes distantes y a un espectáculo que prefiere impresionar antes que calar. Uno tan autoconvencido de su importancia, tan mortecino y caduco, como finalmente ignorante del hecho de que la naturaleza fundacional de Dune ya ha sido exprimida y rentabilizada de sobra, y que urge aportar algo más allá del regodeo en lo que se ha sido. Dune de Denis Villeneuve es, en ese sentido, una reliquia, no carente en absoluto de interés pero sí de lo que nunca le faltó a la novela original: algo que decir.

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