Un gran 'thriller' psicológico y una sucesión de imitaciones que nos empachó: 30 años de 'El silencio de los corderos'
El silencio de los corderos llegó a los cines estadounidenses el 14 de febrero de 1991. Como en otras ocasiones, uno de los villanos de la función fue, para muchos espectadores, más memorable que la protagonista de la película. Se trataba del doctor Hannibal Lecter, melómano y gourmet de gustos eclécticos, psiquiatra de verbo tan incisivo como sus dentelladas caníbales, asesino en serie que colaboraba con el FBI cuando le apetecía.
En realidad, ya habíamos visto a Hannibal Lecter en la gran pantalla. En el estiloso y apreciable thriller ochentero Hunter, firmado por el Michael Mann de Corrupción en Miami, Brian Cox interpretaba a un rebautizado Hannibal Lecktor que ejercía de personaje secundario de diálogo punzante, pero sin un especial carisma. El protagonismo se desplazaba muy claramente hacia William Graham, un agente psicólogicamente desgastado por un ataque anterior del mismo Lecktor y por la naturaleza especialmente perturbadora de los crímenes que suele investigar.
El silencio de los corderos seguía un esquema parecido: el protagonista es un agente de la ley (la Clarice Sterling encarnada por Jodie Foster) que mantiene o establece una cierta relación con Lecter. A diferencia de lo ensayado en Hunter, los responsables de la película decidieron azuzar la fascinación por ese malvado inteligente, tan refinado como capaz de cometer actos brutales. El Hannibal encarnado por Anthony Hopkins quizá no aparecía muchísimos minutos en pantalla, pero eran suficientes. Era el elemento que terminaba de dotar de carisma a un thriller sobrio que no solo ofrecía las inevitables dosis de intriga y emoción, sino que también se acercaba a los sótanos más sórdidos del american gothic.
La atracción por los asesinos en serie estaba incrustrada en el audiovisual estadounidense, en sus misterios, sus thrillers y sus terrores. Dos de las películas más icónicas de la historia del terror americano, Psicosis y La matanza de Texas, se habían inspirado en la macabra figura real del homicida Ed Gein, que confeccionaba objetos decorativos con restos de cadáveres. La aportación del realizador Jonathan Demme y su equipo fue relacionar de manera bastante estrecha los dos cauces habituales de este tipo de historias, el thriller de investigación y el cine de terror, intentando rehuir las estrecheces dramáticas del cine de género más estereotipado. El resultado era un thriller, podía causar terror, pero también era una obra de diálogos afilados y relaciones entre personajes.
Simpatía por el diablo
La apuesta detrás de El silencio de los corderos no era novedosa: se podían encontrar unos cuantos precedentes mainstream que también se alejaban de un planteamiento cómodo y palomitero, o del talante juguetón de las películas de misterio, sin derivar en las exploraciones de los abismos psicológicos que suelen reservarse al cine de terror. En años precedentes, la misma Hunter o la eastwoodiana En la cuerda floja habían proporcionado experiencias desasosegantes de una cierta inmersión en la psicopatía y las siniestras relaciones entre pulsión sexual y pulsión homicida. Con todo, el éxito de la propuesta escenificó que un thriller perturbador no necesariamente sería rechazado por las audiencias masivas, sino que podía gozar de un gran éxito en taquilla. E incluso se podía llevar unos cuantos premios Oscar por el camino.
En los años posteriores, se vería una verdadera explosión de filmes hollywoodienses que trataban de asesinos en serie y competían por un público amplio: Jennifer 8, Jaque al asesino, Kalifornia… Además, las etiquetas del thriller psicológico y el thriller erótico se solaparían en títulos como El color de la noche o la deliciosamente perversa Instinto básico (que introduciría ecos del film noir en su coctelera), dos ejemplos de ese Hollywood de los primeros años noventa donde el mundo de la psicología y la psiquiatría daba bastante miedo.
Si el auge del thriller erótico de la época languideció rápidamente tras los fracasos de Jade o Showgirls, nuevas ficciones de asesinatos seriados como Seven volverían a estimular otras oleadas de thrillers psicológicos. La moda también inspiraría sus correspondientes sátiras, como Los asesinatos de mamá o la agitadísima Asesinos natos, donde Oliver Stone examinaba la cultura de la violencia estadounidense y su fascinación artística y mediática por los serial killers.
El silencio de los corderos también contribuyó a fijar en el imaginario popular la figura de los analistas psiquiátricos y criminológicos encargados de estudiar a los asesinos en serie. En la película, Sterling era una joven agente del FBI que vivía la incomodidad y las tensiones de introducirse en el mundo altamente masculinizado de los cuerpos policiales. Pocos años después, Sigourney Weaver aportaría una variante peculiar en Copycat: interpretó a una psiquiatra que, tras ser atacada por uno de sus sujetos de estudio, permanece recluida por el miedo y la agorafobia hasta que una nueva investigación la obliga a salir de casa.
La actriz Ally Walker interpretaría a otra agente del FBI peligrosamente relacionada con un asesino en serie en Profiler. Profiler fue una de las ficciones televisivas surgidas tras la estela de El silencio de los corderos, y de sus investigadores femeninas que parecían un guiño al denominado feminismo liberal, a un cierto planteamiento optimista de que ya se había conseguido una igualdad más o menos efectiva en materia de género. Millennium, impulsada por el creador de Expediente X, también trataría recurrentemente de serial killers, aunque también haría incursiones en lo sobrenatural. Los asesinos en serie llegaban así a la pequeña pantalla de manera cotidiana, conviviendo con las ficciones policiales más orientadas a crímenes por motivos económicos o estallidos pasionales, ofreciendo al público dosis periódicas de perturbadores homicidios y cautividades forzosas.
Las historias de serial killers habían formado parte del audiovisual desde tiempos lejanos, pero la abundancia de propuestas confeccionadas a lo largo de los años noventa, más aún con la recurrencia semanal de las ficciones televisivas, podía llegar a empachar. Aún así, la audiencia parecía pedir más. O eso parece sugerir la extraordinaria longevidad de propuestas realizadas ya en pleno siglo XXI. Mentes criminales, una serie sobre investigadores del FBI, ha durado quince temporadas y ha sumado 324 capítulos (a los que se pueden añadir los 13 episodios de Mentes criminales: conducta sospechosa y los 26 de Mentes criminales: sin fronteras, dos spin-offs de la serie principal).
Otra serie de larga duración, Dexter, supuso una vuelta de tuerca: durante ocho temporadas, un forense de la policía era un asesino en serie que vehiculaba su pulsión homicida a través del justicierismo y de la persecución (o persuasión) de otros asesinos en serie. El personaje de Dexter Morgan regresará, al parecer, con una novena entrega.
Dentro de este flujo constante de audiovisuales sobre asesinos en serie, el doctor Lecter vivió y revivió. La secuela Hannibal, firmada por Ridley Scott, incorporaba como tema la misma fascinación que era susceptible de despertar el personaje, a través de la figura de una antigua víctima que está obsesionada con vengarse. El dragón rojo llevaría a los cines la novela homónima, que ya había sido adaptada en Hunter, pero otorgando más protagonismo al psiquiatra antropófago. Y la precuela Hannibal: el origen del mal cerraría (por el momento) el currículum fílmico de un personaje que también encabezó su propia serie, esta vez con Mads Mikkelsen como actor protagonista. El creador de la serie, Bryan Fuller, amenaza con una adaptación por capítulos de El silencio de los corderos. Quizá tengamos Hannibal para rato, pero el retorno que sí está asegurado es el de Clarice Sterling, esta vez, en el medio televisivo.
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