Has elegido la edición de . Verás las noticias de esta portada en el módulo de ediciones locales de la home de elDiario.es.
La portada de mañana
Acceder
Gobierno y PP reducen a un acuerdo mínimo en vivienda las opciones de la Conferencia de Presidentes
Miedo e incertidumbre en los Altos del Golán mientras las tropas israelíes se adentran en Siria
Opinión - ¡Con los jueces hemos topado! Por Esther Palomera
CRÍTICA

Por qué 'Madre!' te dejará en shock pero luego te hará pensar

¡Madre!, de Darren Aronofsky

Mónica Zas Marcos

Es fácil imaginarse a Darren Aronofsky disfrutando de la controversia de su último filme y riéndose de la zafiedad de los que pitaron y abuchearon el pase en Venecia. El neoyorquino responde en todas las entrevistas con cierta socarronería y fingida sorpresa, porque él sabía perfectamente que Madre! iba a dividir a su público en canal. “Perdonadme por lo que estoy a punto de haceros”, advirtió en Toronto, muy consciente de que este “misil” no es apto para cualquier estómago

Si Aronofsky insistió tanto en que la audiencia (por lo menos la estadounidense) llegase virgen al primer visionado de su obra, no fue por un capricho. El director escondió la verdadera trama de la película con el objetivo de que Madre! fuese una experiencia única para cada espectador.

Algunos salieron de la sala con la cabeza como un concierto de maracas, sin saber si debían contener la risa o si era Aronofsky el que se había reído en sus caras. Otros presumieron de haber cazado al vuelo su poderoso simbolismo. Pero siempre hay un mensaje más de aquellos que creemos ver. 

Es mejor enfrentarse a este juego pensando que se trata de otro de sus experimentos paranoides o una película de terror doméstico. Siendo así, se puede vivir la ansiedad y el desconcierto en escala ascendente, ver cómo una casa de brujas se convierte en una alegoría del Edén, y encontrar sus guiños al maltrato machista y a la destrucción masiva de nuestro planeta.

La película de Aronofsky se puede dividir en tres tercios bien diferenciados. Todos ellos se desarrollan en una hermosa casa octogonal, rodeada de un bosque frondoso y sin una vía de entrada o salida que conecte la mansión con el mundo exterior. Ahí dentro solo viven dos personas, una pareja con una diferencia de edad notable. Ella, interpretada por Jennifer Lawrence, existe para complacer a su marido, Javier Bardem, un poeta desdichado que una vez publicó un bombazo y ahora padece de una crisis creativa. 

Si bien conocemos la profesión y el propósito de él en los primeros cinco minutos, el presente de la mujer se desdibuja entre infinitas muestras de servilismo. Se pasa el día reconstruyendo la casa -que ardió en algún momento inexacto del pasado-, fregando platos, eligiendo entre tonos de ocre para pintar las paredes y cocinando.

Lawrence representa de tal forma al ángel del hogar victoriano, que incluso sus hobbies están orientados al placer masculino: le gustan la arquitectura y el bricolaje solo porque sirven para transformar su hogar en un “paraíso” para su esposo. Aún así, nada es suficiente para que él abandone su mundo interior y le preste un poco de atención. Tampoco para que se dé cuenta de la extraña fuerza que está apoderando de su propia casa y destruyendo a su propia mujer.

El colapso de la naturaleza

El ambiente en esa gran mansión victoriana está enrarecido. Es casi paranormal. Ella es capaz de conectar con una presencia en forma de corazón enorme y bombeante, pero no llegamos a entenderla hasta el segundo acto, cuando aparecen en escena Ed Harris y Michelle Pfeiffer. El primero se cuela en la casa diciendo que es un médico confundido, pero pronto se verá que no ha llegado hasta allí por casualidad. Al día siguiente aparece su mujer.

Ambos se confiesan seguidores incondicionales de la poesía del anfitrión. Son una pareja enamorada, pasional y sin ningún reparo en meterse mano delante de Lawrence y Bardem. En un incómodo momento sale a relucir el tema de los hijos porque ellos tienen dos. “¿No quieres niños? Ah, no puedes”, le dice una viperina Pfeiffer a la joven esposa. De repente, de la nada, aparecen también los dos vástagos de la pareja invitada: llegan a gritos y peleándose entre ellos. Al final, el mayor asesina al pequeño y queda marcado de por vida en la frente. ¿Nos suena? He aquí la representación del Nuevo y el Viejo Testamento según Aronofsky.

El corazón bombeante deja de ser un recurso de terror, perteneciente a algo maligno y acechante, para convertirse en la fuerza que dota de vida al Edén. Así, Bardem sería un Dios seco de ideas hasta que llegan sus dos adoradores, Pfeiffer y Harris, que serían Adán y Eva. Sus violentos hijos representan a Caín y Abel. La alegoría más sutil recae en los hombros de Lawrence: ella sería la madre tierra, según ese imaginario que conecta el medio ambiente con la femineidad. 

Desde el mito griego de Gaia, la diosa Durga del hinduismo o Wicca de los celtas, las representaciones de la naturaleza se encuentran a expensas de la destrucción del hombre. Los productores se basaron en el fantástico ensayo filosófico La mujer y la naturaleza: el rugir dentro de ella, de Susan Griffins, para representar el sufrimiento de Jennifer Lawrence como todas estas madres. “El libro trazaba un paralelismo entre cómo los hombres a veces tratan a las mujeres y cómo las personas tratan el planeta”, dijeron.

En cuanto Adán y Eva entran en su hogar perfecto y lo llenan de personas, estas actúan como si su comida, su estructura, incluso la elección de los colores fuesen suyas. Lo destruyen todo como una mala plaga. “Marchaos. Es mi casa”, repite ella desesperada. “¿Tuya?”, le dicen los okupas mientras se ríen a carcajadas. “Vaya zorra estirada”.

La musa: concepto misógino y maltratado

El tercer y último acto nos presenta a una Jennifer Lawrence embarazada y descalza. Su marido ha vuelto a escribir, pero esta vez ha creado la pieza de arte más perfecta de toda su carrera editorial. Mientras que ella prepara una velada romántica para celebrar el nuevo éxito, su casa se empieza a llenar otra vez de extraños que vienen a felicitar al poeta del momento. A alabarlo como a un mesías. No tiene nada que ver con el guateque de Adán y Eva; es una auténtica horda de acólitos que representa lo peor de la humanidad. 

Un escenario de desigualdad, pobreza, brutalidad policial, conflictos sociales y fanatismo religioso, donde Jennifer Lawrence es atacada y vejada sin poder escapar de esas ocho paredes. Cuando consigue dar a luz, a su bebé no le espera un destino mucho mejor. Todo por culpa del ego insaciable de un hombre que descuida e ignora a su propia familia a cambio de un puñado de fans.

Aranofsky, dentro de toda esta simbología religiosa y ecologista, ha querido dejar un resquicio de la trama a la parte más oscura del proceso creativo. Y aunque el peso de la interpretación lo lleva Lawrence, Bardem encaja a la perfección en esa dualidad del creador supremo y el artista iracundo que no es capaz de ver más allá de su genio.

La conclusión es una caótica mezcla de estas dos líneas argumentales: Lawrence prende fuego a su Edén destruyendo todo y a todos, y cansada de ser solo la musa de su marido sobre el papel. “Te lo he dado todo y lo has regalado todo. No me queda nada más”, le dice su cadáver calcinado. Aronofsky vio una clara relación entre esas dos madres que ofrecen sin esperar un pago y la ingratitud que en ocasiones reciben a cambio. Ahora bien, ¿lo verá el público tan claro como él?

Madre! es violenta y desconcertante, y solo por eso está monopolizando el debate cinematográfico. También representa un acto de fe de Paramount, ya que pocas veces los grandes estudios ofrecen 30 millones a un proyecto tan extraño, por mucho que lo firme el director de Cisne NegroRequiem por un sueño. Sin embargo, en Estados Unidos la audiencia ha emitido su veredicto y no es demasiado amable: una F, la peor nota del portal Cinemascore. 

Darren Aronofsky quería ofrecer algo distinto, y lo ha logrado, pero no consigue hacer calar su ambicioso mensaje. Todas las buenas intenciones se diluyen en escenas donde despedazan a bebés y reina un gore sofocante, sobre todo en el último tercio de la película. Nadie saldrá de las salas más comprometido con la violencia machista o dispuesto a plantar un árbol y a dejar de comer carne. Si acaso con un buen mareo. Exactamente lo que el director pretendía: sacudir a los espectadores con la misma violencia con la que la humanidad destruye el planeta y con la que los creadores ególatras humillan a sus musas.

Etiquetas
stats