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Cuando la violación no le importa a nadie

Videoclip de la canción P.I.M.P., de 50 Cent.

Lucía Lijtmaer

El rapero Chris Brown deberá acudir a juicio por cargos de agresión homófoba. Según la parte acusadora, el incidente ocurrió cuando dos chicas requirieron al músico una foto. Tras acceder, dos hombres quisieron sumarse a la instantánea, a lo que Brown presuntamente respondió: “Paso de esta mierda de maricas, a mí me va el boxeo”, y propinó varios puñetazos a ambos. Según un primer informe policial, uno de los dos hombres fue atendido en el hospital con la nariz rota.

No es novedad. Ni se trata del primer altercado con tintes homófobos que protagoniza Brown –Frank Ocean le acusó de haberle atacado mientras le gritaba “maricón”–, ni es el primer incidente violento que le incumbe.

El músico fue condenado a cinco años de libertad condicional en 2009 tras haber golpeado a la que era su novia, la superestrella Rihanna, y las imágenes de su rostro magullado dieron la vuelta al mundo. En aquella ocasión, a diferencia de esta, Brown acabó aceptando su responsabilidad y debió cumplir seis meses de servicio a la comunidad y aceptar una orden de alejamiento hacia su exnovia.

El caso de Brown versus Rihanna alcanzó una atención mediática sin precedentes en la violencia contra las mujeres en el mundo del hip hop –y, podríamos añadir, en el mundo en general–, pero se trató de una excepción. El caso de R. Kelly, el artista más popular en la corriente de R&B de la pasada década, lo demuestra.

Las acusaciones de violación y agresión sexual a menores se suceden desde hace veinte años, sin que hayan trascendido a la opinión pública, con una excepción: el periodista musical Jim DeRogatis lleva cubriendo las acusaciones y juicios contra R. Kelly desde 2000.

En una entrevista que concedió recientemente a Village Voice, DeRogatis resumía su implicación en que salieran a la luz una docena de demandas contra el rapero que habían sido archivadas o se habían resuelto fuera de los tribunales, algunas con testimonios de brutales vejaciones a menores.

“Lo que más me horroriza es que a nadie parecía importarle la gran cantidad de material que encontramos, alguno referente a chicas de catorce años. Y es porque se trata de chicas negras. Nada importa menos en nuestra sociedad que una mujer negra”, declaró DeRogatis invocando, conscientemente o no, un discurso de Malcolm X, que comenzaba así: “La persona menos respetada en América es la mujer negra”.

La glorificación del PIMP

El periodista musical pareció dar en el clavo. Los casos de violencia contra las mujeres afroamericanas se suceden en una esfera que tradicionalmente atraen a la opinión pública –el hip hop es un género masivo en EEUU y sus estrellas acaparan las portadas de todos los medios musicales–, e incluso llegan a convertirse en auténtica apología de esta violencia sin que trascienda más allá de algún titular.

Es el caso del vídeo del rapero Lil Reese, donde aparece golpeando a una chica, o el de Chief Keef, que posteó un fragmento de una de sus canciones –“respetaré que no me folles pero me la chuparás o te mataré”–, en respuesta a la anterior polémica de Rick Ross, cuya canción U.O.E.N.O parecía alentar a la “date rape”, la violación sin resistencia por la ingesta –en ocasiones forzada– de alcohol o barbitúricos durante una cita por parte de la víctima, un fenómeno tristemente común en EEUU.

Como el caso de Ross sí obtuvo respuesta –Reebok canceló su contrato de representación tras recibir las quejas de varios grupos feministas–, Chief Keef contraatacó: él no se amilana ante las críticas, la violencia le representa y pedir perdón es de cobardes.

Que el hip hop se nutre de la imagen violenta del hombre negro es un hecho incontestable. La cultura del pimp (chulo, en inglés), aupada especialmente por Snoop Dogg y 50 Cent –definida por la estética del dinero fácil y un harén de mujeres intercambiables–, llega hasta nuestros días impoluta y ligada a la violencia.

Pero cabe preguntarse, en la línea de Jim DeRogatis, cómo en Estados Unidos, en una sociedad de tradición protestante, en la que todos sus ciudadanos deben pedir constantemente perdón público por su conducta en el ámbito privado, se ignora aquello que condena tan abiertamente en otros casos –como es, por ejemplo, la polémica ante los posibles abusos sexuales por parte de Woody Allen, o el juicio a Roman Polanski–. ¿Por qué no generan repulsa pública Lil Reese o R. Kelly y, en cambio, el cómico Pee-wee Herman sigue estigmatizado veinte años después, simplemente por masturbarse en un cine?

DeRogatis parece tener la respuesta: “Si R. Kelly hubiera sido acusado solamente una vez de violar a una chica blanca, hubiera sido completamente distinto”, apuntaba. Cuando la víctima o el artista son blancos, el escándalo es notorio. El artista blanco y sus perversiones generan repulsa moral, mientras que al rapero negro se le presupone una violencia intrínseca en sí, que puede alentar contra el grupo más débil en pro de su imagen sin que ocurra nada.

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