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George Saunders con los perdedores del capitalismo

El escritor George Saunders

Sus cuentos son excesivos, raros, violentos, divertidos y alucinados. Por eso mismo resultan iluminadores de este delirio colectivo al que llamamos normalidad. En sus mejores momentos Saunders se acerca a la ciencia ficción y escribe sobre un futuro cercano donde los presos son obligados a participar en experimentos clínicos extremos de psicología cognitiva, hay trabajadores octogenarios que limpian un parque temático cuya principal atracción es una vaca con estómago de plexiglás, aparecen mutantes condenados a la esclavitud mientras los zombis promueven el empoderamiento y el cambio social…

Hay un extraño parecido de familia entre este universo lisérgico de Saunders y Por cuatro duros (RBA, 2001), un reportaje de Barbara Ehrenreich sobre la vida de los trabajadores pobres no cualificados en Estados Unidos: habitantes de un mundo surrealista donde la gente paga por vivir en un motel más de lo que le costaría una casa porque no tiene ahorros para la fianza, o que duerme en un coche en el parking de su trabajo porque no tiene dinero para gasolina.

La editorial Alfabia acaba de publicar Diez de diciembre, el tercer libro de cuentos de Saunders que se traduce al español, tan increíblemente bueno como los dos anteriores: Guerracivilandia en ruinas (Mondadori, 2005) y Pastoralia (Mondadori, 2001). Hace algunos años entrevisté a Saunders y le pregunté por su preferencia por los personajes turbios y marginales: “Me gusta aquello que decía Chejov de que todo hombre feliz debería guardar en el armario a un hombre desgraciado con un martillo cuyo constante golpeteo le recuerde que no todo el mundo es feliz. En mis cuentos intento ser ese hombre, trato de recordarme a mí mismo que la vida puede ser amarga y cruel y que al final probablemente lo será conmigo del mismo modo que ahora mismo lo está siendo con alguien en algún lugar”.

Precisamente lo que hace tan especial a Saunders es que es capaz de explorar la miseria económica y moral sin dulcificarla lo más mínimo y al mismo tiempo resultar sensible y compasivo. Usa una prosa compleja, a veces al borde de la escritura experimental, para alejarse del cinismo con el que sistemáticamente el cine y la literatura ridiculizan a los desheredados de nuestras sociedades. En Diez de diciembre los adolescentes acosados, las madres abandónicas y los delincuentes juveniles también conocen el amor y la grandeza moral.

Un poco como J. G. Ballard, Saunders emplea recursos literarios radicales para hurgar en el subconsciente de nuestra civilización. Ballard sacaba a la luz el tribalismo sangriento que palpita bajo el aparente refinamiento de las urbanizaciones de lujo o la rutina de las autopistas.

Saunders nos muestra el entorno corporativo como un proyecto contracultural extremo que guarda una relación de continuidad con las grandes explosiones de violencia colectiva de nuestro tiempo: “Me interesa este extraño periodo de calma entre los grandes genocidios que estamos viviendo. Trato de comprender dónde se refugia el impulso genocida cuando no hay un auténtico genocidio en marcha. Dudo que la gente haya cambiado milagrosamente desde 1944 y, por supuesto, en Bosnia o Ruanda quedó claro que no ha sido así. Siento curiosidad por los rasgos norteamericanos, británicos o españoles, ahora silenciosos, que pueden llegar a alzar su desagradable cabeza y llevar a alguno de estos cuerdos y pacíficos países a embarcarse en una matanza. Es decir, sospecho que el odio necesario para iniciar un genocidio está latente y que podría haber sutiles señales reveladoras, en el lenguaje y en los comportamientos, que nos alertan tanto de su inminencia como de su procedencia”.

Uno de los escenarios más habituales de los cuentos de Saunders son los parques temáticos. Un cuento de Pastoralia se desarrollaba en un parque de atracciones cuyos empleados tenían que habitar en cuevas prehistóricas artificiales y fingir que curtían pieles y se despiojaban ante los visitantes. Guerracivilandia era un espectáculo dedicado a la Guerra Civil norteamericana, al borde de la quiebra a causa de distintas apariciones sobrenaturales, la presencia de bandas de delincuentes juveniles y, finalmente, la intervención de un servicio de orden paramilitar que extermina a los pandilleros.

En Diez de diciembre toma el relevo de los parques temáticos el lenguaje motivacional de los departamentos de recursos humanos. Saunders usa como materia prima literaria los informes técnicos sobre la implicación personal, el trabajo en equipo o la asertividad para reflexionar sobre la sumisión laboral y las vidas dañadas por la explotación.

De nuevo, hay aquí una interesante conexión con Barbara Ehrenreich, que en Sonríe o muere (Turner, 2012) explicaba cómo las estrategias empresariales de motivación personal rápidamente degeneran en dinámicas de control más parecidas al experimento de la cárcel de Stanford que a lo que uno esperaría de una relación laboral: “Una mujer denunció en 2006 a una compañía californiana de alarmas para el hogar por someterla a lo que ellos llamaban ‘azotes motivacionales’. Al personal de ventas los dividían por equipos y a los de peores resultados les daban unos azotes, generalmente con los soportes metálicos de los rótulos de la competencia. Había otros castigos para quien no alcanzara los objetivos, como romperle huevos en la cabeza, echarle nata montada en la cara o hacerle ir con pañales.

Todavía más increíble es el caso de una empresa de Utah llamada Prosper donde en mayo de 2007 un supervisor le hizo a un empleado ‘el submarino’ durante un ejercicio motivacional. Al vendedor, que se había prestado voluntario sin saber qué iba a pasar, le hicieron salir al exterior y tumbarse con la cabeza más baja que los pies; entonces, lo sujetaron entre varios compañeros para que no pudiera moverse, mientras el supervisor le metía agua a la fuerza por la nariz y la boca. Al acabar, el jefe le dijo: ‘Ya vistes con qué fuerza luchaba Chad para respirar; así que quiero que entréis ahí y peleéis igual que él para conseguir ventas’“.

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