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ENTREVISTA Magistrado del TSJA y escritor

Miguel Pasquau: “Conocemos la Transición por los resúmenes de El rincón del vago”

Miguel Pasquau, autor de 'Aunque todo se acabe'

Mónica Zas Marcos

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Miguel Pasquau es magistrado del Tribunal Superior de Justicia de Andalucía y escritor. Pero no en sus ratos libres, como se suele decir. Para él aprovechar el tiempo no se cuenta solo en minutos, sino en calidad. Y en ese aspecto sus cuatro novelas ocupan una posición tan relevante como su labor de juez. Acaba de publicar la última, Aunque todo se acabe (Ediciones Miguel Sánchez), una historia de acción política que se desarrolla en los años que rodean a la Transición, un periodo infratratado en opinión de Pasquau.

Martín Godoy es un protagonista tan confuso como lo era su contexto. Un andaluz criado por los jesuitas, de ideología antifranquista, que sacrifica todo por huir de la represión. Miguel Pasquau escribe con ecuanimidad como si se tratase de una sentencia. Nos obliga a escuchar a personajes con múltiples aristas y opuestos intereses, desde un oficial de la brigada política de Franco hasta un miembro del FRAP. Todos ellos, incluida su mujer Gabrielle, narran a Martín creando un escenario de sombras chinescas. En su versión todo es verdad, salvo alguna cosa.

No es un retrato histórico, pero sí verosímil y que bebe de grandes acontecimientos que ocurrieron en esos años “grisáceos” y “apasionantes”. Desde el Juicio de Burgos, que obligó a Franco a conmutar varias penas de muerte, hasta el proceso 1001, la violenta redada en contra de la cúpula de Comisiones Obreras en el Convento de Pozuelo de Alarcón.

También se traslada hasta el París posterior al mayo del 68, refugio de emigrados y exiliados con la quimera de una República española que nunca ocurrió. Desde allí, Miguel Pasquau contesta a preguntas históricas, políticas y literarias. Incluso diferencia la creación de Galia Lenoir –un personaje que ha escapado de la novela para contar sus andanzas por Twitter– de la de Carmen Mola.

La novela se desarrolla entre 1967 y 1981, el escenario en el que se fragua la Transición. ¿Qué le atrajo de esa horquilla de 13 años?

Esos años significaron mucho para España. Fue una época apasionante, muy atractiva y muy abierta. Había muchas expectativas y también muchos temores. Hubo también muchos conflictos. No solo en los dos bandos de la guerra, sino dentro del franquismo y del antifranquismo, cuyas tensiones quedaron ocultas en la memoria cuando llegó el consenso, que fue labrado por las élites. Ellas conformaron una especie de sinopsis, de relato, que es lo que ha quedado. Pero hubo mucha vida en la fase agónica del franquismo. Hubo víctimas, hubo culpables y hubo muchos esfuerzos diferentes.

Tenemos la imagen de los resúmenes de El rincón del vago, pero hay que escarbar un poco y ver toda la grandeza y la miseria que hubo allí. Eso no le hace ningún mal a la Transición. Al revés, contribuye a la memoria histórica y eso siempre es bueno.

¿Por qué cree que se ha reducido toda esa época a un mero resumen?

La sociedad española de ahora está culturalmente muy alejada de aquella. Entonces había conflictos con un adversario definido y sobre cosas que se podían conseguir si luchabas. Mientras que ahora hay por delante unos conflictos tan complejos y de tan amplio espectro, que no tenemos instrumentos democráticos ni políticos para posicionarnos: los problemas económicos de la UE, la globalización, el cambio climático o los movimientos migratorios. Es muy difícil posicionarse con contundencia. Por eso nos dedicamos a conflictos tontos, mezquinos, a una política de declaraciones y a discutir sobre si se deben subvencionar o no los toros.

En aquella época, cada uno de nosotros tenía una especie de obligación moral de construir su ideología. Ahora eso es un poco más complicado. Estamos en un mundo en el que se mezcla lo real con lo virtual, y lo local con lo global. Es un entorno de confusión y eso disuade de cualquier compromiso. Aquella época, en cambio, era propicia para albergar historias buenas.

Muchas tensiones de la Transición quedaron ocultas en la memoria cuando llegó el consenso, que fue labrado por las élites y conformaron una especie de sinopsis, que es lo que ha quedado

Usted también ha vivido en París y el mayo del 68 es bastante relevante en su trama. ¿Qué pretendía al contraponer aquel París con Madrid?

Aquello era un contraste brutal. Por un lado, en Madrid había un ambiente encapotado por un franquismo agonizante. Olía a cloaca. Había una oposición muy fuerte, pero clandestina y enfrentada a la represión, que era la última baza que le quedaba al franquismo. Eso produjo muchos efectos negativos, por ejemplo que subsistiesen grupúsculos aislados. Había muchas disputas dentro del mundo antifranquista. Y, sobre todo, tenían encima la losa de la Brigada Político Social con la policía a pleno rendimiento.

En París era todo lo contrario. El mayo del 68 fue una efervescencia que, si bien no llegó a cambiar la sociedad, sí transformó a sus protagonistas. París era una ciudad alegre, abierta y era un paraíso para los españoles que se refugiaron allí. No había tanto chiringuito. El mundo de la oposición al franquismo iba unido, se mezclaban perfectamente comunistas, socialistas, simples republicanos y cristianos comprometidos, y organizaban actividades sin ningún empeño especial por ponerles la marca de un partido o de un sindicato.

¿Cómo influyó esa realidad parisina en la España del tardofranquismo?

Los franceses tenían una solidaridad absoluta con nosotros. España era una anomalía dentro de Europa. Los franceses se mezclaban con los españoles, y los españoles exiliados se mezclaban con los españoles emigrados. Eran dos mundos, ambos con mucha actividad, que formaban la llamada pequeña República española. Me llamó poderosamente la atención el nivel de concienciación y de cultura política que tenían. Eso le dio mucha fuerza al movimiento antifranquista, porque era transversal.

En este relato resumido de la Transición también se han simplificado las figuras de “los buenos” y “los malos”, algo de lo que huye su novela. De hecho, la historia del personaje principal –Martín Godoy– se narra siempre desde dos perspectivas: una amable y otra más crítica.

Sí. Los personajes hablan de él, pero también del contexto, de aquella cotidianidad, de lo que se hacía y de cómo lo sentían. Y así introduzco sensibilidades muy diferentes. Abarco los dos extremos: un narrador es un inspector de la Brigada Político Social y otro es un miembro del FRAP, del movimiento revolucionario que salió del Partido Comunista Marxista-Leninista. Yo he hecho un esfuerzo que no es fácil y que no se suele hacer: procuro mostrar un retrato fidedigno de aquella época.

¿Cree que su labor de juez le ayuda a mantener esa postura ecuánime?

Yo creo que sí. No sé si es por la profesión de juez o por mi manera de ser, pero ha influido la atención a los matices, a las diversas versiones y a que la realidad es el resultado de perspectivas diferentes en constante pugna. Mi personaje principal acaba siendo controvertido e incluso confuso en algunos momentos. Esa realidad poliédrica me parece fundamental.

Un juez no puede hacerse una idea de un asunto sin haber oído al menos dos versiones diferentes: demandante y demandado, acusación y defensa. Lo reivindico no solo para el trabajo judicial, que va en su naturaleza, sino para la vida normal. Las redes sociales no nos lo ponen fácil, ni el mundo de la información y de la opinión pública. Y yo creo que exponerse a los matices, a la duda, a cambiar de opinión, a dejarse interrogar y a ponerse en el lugar del que piensa distinto es importante y necesario.

Un juez no puede hacerse una idea sin haber oído al menos dos versiones: demandante y demandado. Y lo reivindico no solo para el trabajo judicial, sino para la vida normal

Ha dicho alguna vez que el personaje que más le costó escribir es el de Gabrielle, la mujer de Martín Godoy. ¿Por qué?

Efectivamente, fue un reto. Gabrielle es fundamental. Es una chica de la burguesía parisina que ha vivido el mayo del 68 y que le ha transformado. Ella se fija en Martín, que viene del sur de España y del mundo rural. A partir de ahí brota una historia de amor que me parece imprescindible para que no sea solo una novela de acción política. Y efectivamente, el reto era hablar de esos sentimientos profundos desde el punto de vista de una mujer.

Con lo ocurrido recientemente con Carmen Mola, ¿cree que es importante que un escritor reconozca estas dificultades y limitaciones a la hora de ponerse en la piel de una mujer?

Claro. Un hombre puede hablar de mujeres, puede intentar imaginarlas, puede describirlas y puede ahondar en el alma femenina. Pero lo que me resultaba especialmente difícil era escribir la pasión o el deseo desde el punto de vista de una mujer. Le he echado imaginación y en algunas cosas me habré equivocado. Algunas otras las contrasté. Pero confieso que es un poco audaz.

De hecho, usted ha abierto una cuenta de Twitter a Galia, uno de los personajes femeninos (la hija de Martín y Gabrielle) para seguir promocionando la novela. ¿En qué diferencia esa estrategia de la de Carmen Mola?

Por un lado se asemeja y por el otro se diferencia. Con la ayuda de una amiga llevamos a Galia a Twitter para que hablase de la historia de sus padres y de cosas relacionadas con la novela. Son unos tuits y unos hilos muy cuidados y relacionados con aquella época. Pero claro, es una mujer. Es un perfil de mujer que está encubriendo al autor de la novela, aunque yo no soy el único que nutre esa cuenta. Galia se creó para seguir la conversación con los lectores. Sigue viva y sigue interactuando. Carmen Mola ha muerto y lo ha hecho de golpe. Ha sido de usar y tirar, digamos. En cambio, Galia ya no es solo un instrumento.

A mí no me parece mal que se use un seudónimo femenino para escribir una novela. Otra cosa es responder a las entrevistas y contar cosas sobre su propia vida. Pero el problema que tiene Carmen Mola es que ha sido asesinada. Nació para morir. Y eso es lo que produce perplejidad. En este caso, Galia está creciendo hasta el punto de que tengo miedo de que me coma a mí (ríe).

Mucha gente lo justifica diciendo que se puede inventar la identidad de una profesora de mediana edad sin ser mujer, de la misma forma que se crea a un asesino o a cualquier otro personaje. ¿Está de acuerdo? ¿Le resultó igual de complicado crear a Gabrielle que al terrorista del FRAP o al policía de la Brigada Político Social?

No, no, me resultó mucho más difícil Gabrielle. Lo del policía y el terrorista consiste en conocer a gente que piensa así e imaginar cómo reaccionarían y cómo habrían vivido las cosas. He leído libros, he visto documentales y muchos archivos, y esa tarea de documentación me ayudó bastante. Lo de Gabrielle y las mujeres es una dificultad más universal. Es de naturaleza humana, ¿no? Yo lo veo más difícil.

El problema que tiene Carmen Mola es que ha sido asesinada. Nació para morir. Y eso es lo que produce perplejidad

Dice Pedro Almodóvar que todavía no se ha rodado la gran película de la Guerra Civil. Quería preguntarle acerca del periodo que usted considera maltratado. ¿Se ha hecho la película o se ha escrito la gran novela de la Transición?

Sobre la Transición hubo un primer grupo de películas que eran como de liberación, pero también era un relato simplificado. Se pasó a decir que en los años setenta, antes de la muerte de Franco, no crecía la hierba. No había nada. Eran un poco maniqueas en sentido contrario al maniqueísmo oficial del franquismo. Luego sí ha habido alguna serie y película que lo ha tratado de una manera un poco más compleja, pero no demasiadas. Quizá produjeron cierto cansancio.

Ha hablado mucho de las diferencias sociales y culturales de la sociedad de ahora con la de entonces. ¿Pero quién tiene la responsabilidad política de que el relato de la Transición sea aún tan exiguo?

Salvando algunos extremos, la mayoría de los políticos que están en el Congreso de los Diputados confluyen sobre muchos asuntos. Sin embargo, dan la impresión de Guerra Civil, de que nos estamos jugando todo y de que son dos modelos. Se busca más el forofismo y la creación de una burbuja de fieles que la reflexión y la dialéctica. No es el mismo contexto de aquellos años de Transición, en los que los enfrentamientos eran por asuntos más reales y concretos. La sociedad ahora está dividida por cosas pequeñitas, no por grandes proyectos. Lo que ocurre es que se representan con un énfasis que las hace más alarmantes.

Para una persona que valora tanto la ecuanimidad y el diálogo político, ¿cómo está viviendo el bloqueo judicial del CGPJ?

Lo veo como un factor más del deterioro institucional. Un país en el que no hay una distinción relativamente nítida entre lo institucional y lo partidista es un país enfermo. Los partidos deben luchar por alcanzar el poder. Naturalmente. Pero una vez alcanzado, deben ponerse al servicio del cargo público. Levantar el velo de las instituciones y ver claramente a los partidos, genera desapego y desconfianza. Yo sí creo que muchas personas que acceden a un cargo procuran mantener una lógica institucional. Pero esta colonización partidista de las instituciones, de las que son bien culpables tanto el PP como el PSOE, es signo de enfermedad.

¿Cuál considera que es la mejor solución? ¿Reformar íntegramente el modelo o renovarlo con el sistema actual?

El sistema por el que yo optaría sería el del sorteo. Sortear entre jueces que quieran ser candidatos y que reúnan las condiciones. Esos sí que no le van a deber nada a nadie. O al menos no van a ser sospechosos. Hay otras fórmulas, como que hubiera un sistema de votos y vetos. Pero eso ya sería muy complicado y habría que meditarlo más despacio.

La mayoría de los políticos del Congreso de los Diputados confluyen sobre muchos asuntos y, sin embargo, dan la impresión de Guerra Civil

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