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OPINIÓN | 'Pesimismo y capitalismo', por Enric González

Una pistola en la mano

David Carr

  • Libros del KO ha publicado su libro en España. Este es el primer capítulo: 'Una pistola en la mano'

“Tan seguro como un arma”.

Don Quijote

La voz vino de lejos, como una señal distante de radio, llena de chisporroteo y misterio, con alguna palabra ocasional. Y entonces fue como si hubiera superado una colina y la señal fuera firme. La voz, de pronto, se oyó con claridad.

—Puedes levantarte de esta silla, ir a tratamiento y conservar tu trabajo. Hay una cama que te espera. Solo tienes que ir –dijo el director, un tipo amistoso, sentado detrás de su mesa–. O puedes negarte y ser despedido –amistoso, pero firme–.

La interferencia volvió, pero ahora había captado mi atención. Ya conocía el tratamiento: había farfullado los eslóganes, había comido la gelatina y me había puesto las zapatillas de papel en dos ocasiones. Estaba terminando mi mes de prueba en una revista de negocios en Mineápolis; había comenzado con serias promesas de reformarme, de ir a trabajar como una persona normal, y casi lo consigo. Pero el día anterior, el 17 de marzo de 1987, era San Patricio. No tenía más remedio que rendir pleitesía a mi tabernaria herencia irlandesa. Dejé mi jornada laboral a medias para celebrar mi legado genético con cerveza verde y whiskey irlandés Jameson. Y cocaína. Montones y montones de cocaína. Teníamos vehículo, había amigos de la oficina y llamamos a otros colegas, entre ellos Tom, un cómico al que conocía. Decidimos asistir a un pequeño pero gallardo desfile de San Patricio en Hopkins, Minesota, la pequeña ciudad en la que me había criado.

Mi madre organizó el desfile por puro voluntarismo. Tocó un silbato y la gente acudió. No había carrozas, solo un puñado de falsos irlandeses borrachos con sus hijos, gritos y banderas ante los espectadores locales, que colocaron sus sillas plegables como si fueran a presenciar un desfile de verdad. Después de recorrer la calle principal, acompañados solo por aquellos pequeños ruidos metálicos, nos dirigimos todos a la sede de los Knights of Columbus. Los adultos se dedicaron a beber mientras los niños se juntaban en espera de algún espectáculo. Le dije a mi madre que Tom, el cómico, tenía algunos chistes apropiados para niños. De inmediato empezó a soltar gracias de colgado en todas direcciones y varios adultos que estaban próximos lo expulsaron del escenario. Recuerdo haberle pedido perdón a mi madre mientras nos íbamos, pero no exactamente qué ocurrió después.

Sé que consumimos montones de “más”, que es como llamábamos a la coca, porque era la palabra más recurrente cuando nos drogábamos. Ya desde la primera toma de cada noche, decíamos: “¿Tienes algo más?”, porque siempre había más: más necesidad, más coca, más chutes.

Tras el desastre de los Knights of Columbus –que calificamos de triunfo al entrar en la camioneta–, fuimos al centro de la ciudad, a McCready’s, un bar que de irlandés solo tenía el nombre, y que en realidad servía como sede oficial para nuestro grupo. Consumimos algo más de coca y varios vasos de whiskey irlandés. Seguíamos diciendo que era «solo una gota» en honor de la ocasión. Los chupitos se apilaban entre viajes a la trastienda para esnifar una raya de coca detrás de otra, y, cuando llegó la hora del cierre, nos trasladamos a una fiesta privada. Y luego llegó la temida vuelta a casa acompañados por el gorjeo de los pájaros.

Era lo habitual, el recorrido por los bares, vendiendo, gorroneando o regalando cocaína, bebiendo como un marinero y maldiciendo como un pirata. Y luego, no se sabía cómo, arrastrarme hasta mi puesto de reportero. Puede que para espabilar me hicieran falta una o dos rayas de las que había al fondo del cajón, pero allí estaba, ¿no?

* * *

El día en el que me despidieron –tardaría tiempo en volver a trabajar–, estaba dando las últimas boqueadas en una joven carrera para la que había demostrado auténticas aptitudes. Por más que me dedicara a la coca de noche, me encantaba pedir cuentas a policías y funcionarios durante el día. Emborracharme y hacer el tonto parecían parte de mi trabajo, al menos tal y como yo lo entendía.

Los redactores jefes soportaban mis idiosincrasias –informar sobre las reuniones del Ayuntamiento vestido con una camisa de jugar a los bolos y gafas de cristal rojo– porque tenía buenas fuentes en aquella ciudad pequeña y escribía mucho.

Yo pensaba que mi doble existencia me permitía tener lo mejor de ambos mundos y ninguna preocupación. Pero ahora daba la impresión de que la carrera desenfrenada había llegado a su fin. Me senté con las manos en los brazos de un sillón que, de pronto, me parecía atravesado por fuertes corrientes.

No tenía tiempo para sentir pánico, pero el pánico me invadió de todos modos. “Mierda. Me han pillado”.

El director me pidió amablemente una respuesta. ¿Tratamiento o inhabilitación profesional? Para un adicto, la elección entre la cordura y el caos, a veces, es un rompecabezas. Pero mi mente, de pronto, se llenó de una claridad épica.

—No estoy acabado todavía.

Las cosas se precipitaron a partir de ese momento. Tras una parada en mi mesa, bajé en ascensor y salí a una mañana luminosa y brutal. Por arte de magia, mi amigo Paul pasaba por la calle justo delante de mi edificio, con los estragos de la víspera aún visibles, un abrigo de cuero y gafas de sol. Ni siquiera había llegado a casa antes de que salieran los pájaros. Le dije que acababan de despedirme, cosa que era verdad, pero no toda la verdad. Paul, cantante folk de considerable talento y con muchas canciones despiadadas sobre las consecuencias de trabajar para el Hombre, me comprendió a la primera. Tenía unas pastillas de procedencia dudosa –ni él ni yo sabíamos mucho de pastillas, quizá eran relajantes musculares– y me las tomé.

Recién y enérgicamente despedido, me inundó un repentino sentimiento de liberación. Había que celebrarlo. Llamé a Donald, mi fiel escudero. Amigo mío de la universidad, era alto, moreno y obediente, un compañero ideal en cuanto se tomaba un par de refrescos. Nos habíamos conocido en un college público de mierda, en Wisconsin, donde hicimos docenas de gamberradas. Nos lanzaron ladera abajo dentro de una tienda de campaña en las Smoky Mountains, encendimos una fogata con cuatro mesas de picnic en Wolf River y arrancamos vallas y buzones durante nuestros escarceos por todo Wisconsin. Nuestra afición común a saltarnos las clases para ir a caminar, jugar al frisbee y consumir ácido en aquella época se había convertido en otro tipo de juergas después de que ambos nos mudáramos a Mineápolis.

Trabajamos en restaurantes, sirviendo y bebiendo alcohol, y nos gastábamos el dinero con la misma rapidez con la que lo ganábamos. “¡Haz unas llamadas!” se convirtió en nuestro grito de guerra para muchas noches de locuras sin fin. Compartíamos amigos, dinero y, una vez, a una mujer llamada Signe, una camarera lánguida y con mucho mundo que trabajaba en un bar de copas y a la que, una noche, le hicieron gracia los dos tipos que consumían ácido a la hora de cerrar en un local llamado Moby Dick’s.

—Decidme cuando hayáis terminado, chicos –anunció con voz aburrida mientras Donald y yo nos sonreíamos como idiotas a cada lado de ella–. No nos importaba nada. Cuando no estaba emborrachándose, él era pintor y fotógrafo. Y yo, en un momento dado, cuando no estaba metiéndome todas las sustancias a las que podía echar mano, me hice periodista. Vaya dos. Ahora que me habían despedido, y con razón, no tenía la menor duda de que Donald sabría qué decir.

—Que se jodan –exclamó cuando nos encontramos en McCready’s para brindar por mi primer día en mi nuevo mundo de oportunidades–. Yo me sentía raro por las pastillas, pero lo arreglé esnifando una raya de coca. Bien pertrechados, fuimos al Cabooze, un bar de blues de Mineápolis. Los detalles son confusos, pero hubo algún tipo de pelea y nos pidieron que nos marcháramos. Donald se quejó de que yo siempre hacía que nos expulsaran, y mi reacción incluyó arrojarle encima del capó de su viejo Ford LTD del 75. Viendo por dónde iban los tiros, decidió irse y me dejó allí, de pie, con treinta y cuatro centavos en el bolsillo. Ese detalle sí lo recuerdo.

Estaba furioso. No por haberme quedado sin trabajo: eso ya lo lamentarían. No porque nos hubieran echado: eso era lo habitual. Lo estaba porque mi mejor amigo me había abandonado. Estaba indignado, y alguien pagaría el pato. Recorrí a pie los escasos kilómetros que me separaban de McCready’s para repostar y llamé a Donald a su casa.

—Voy para allá –al oír mi tono ligeramente amenazador, me aconsejó que no lo hiciera y me dijo que tenía una pistola. ¿Ah, sí? Pues ahora sí que voy.

Su hermana Ann Marie y él vivían en una agradable casa de alquiler en Nicollet Avenue, en un barrio difícil del sur de Mineápolis, no muy lejos de donde vivía yo. No recuerdo cómo llegué hasta allí, pero subí corriendo hasta su puerta –una puerta gruesa de madera y cristal– y, al ver que no respondía nadie, intenté abrirme paso a patadas. Mi rodilla derecha empezó a ceder antes de que lograra algún resultado. Ann Marie respondió por fin al jaleo, salió a la puerta y me preguntó qué tenía pensado hacer si me dejaba entrar.

—Solo quiero hablar con él.

Donald salió a la puerta, fiel a su palabra, con una pistola en la mano. Con verdadero pesar en su rostro, me dijo que iba a llamar a la policía. Yo había estado en su casa docenas de veces y sabía que el teléfono estaba en el dormitorio. Di la vuelta a la casa, cojeando, rompí la ventana de un puñetazo, agarré el teléfono y lo levanté con mi brazo ensangrentado.

—¡Vale, llámalos, hijo de puta! ¡Llámalos! ¡Llama a los malditos polis!

Me sentía como el cabrón de Jack Nicholson. Impresionado por un instante, Donald se recuperó lo suficiente para arrebatarme el teléfono y hacer la llamada.

Cuando volvimos a vernos a través del cristal de la puerta delantera, seguía teniendo la pistola, pero hablaba con tono amistoso.

—Deberías irte. Están viniendo.

Miré por Nicollet hacia Lake Street y vi un coche patrulla que se acercaba a toda velocidad, con las luces encendidas pero sin sirena.

Ya no cojeaba. Me encontraba a ocho manzanas de mi apartamento, todas en cuesta. Bajé las escaleras de la entrada, rodeé la casa y me marché por los callejones traseros. Había varios coches patrulla cruzados. “¿Qué demonios les ha contado Donald?”, pensé mientras corría. Me escondí detrás de un cubo de basura para evitar a una patrulla que acababa de doblar la esquina, desgarrándome el vaquero y la piel en la otra rodilla. Tuve que alcanzar unos arbustos y quedarme muy quieto mientras los polis registraban la zona con sus linternas. Pero logré llegar hasta la entrada posterior de mi piso en un cuádruplex en Garfield Avenue. Estaba sangrando, cubierto de sudor y, de pronto, muerto de hambre. Decidí recalentar unas costillas que me habían sobrado. Puse el horno fuerte y con la puerta abierta para olerlas mientras se calentaban. Y luego caí inconsciente en el sofá.

***

Todas las resacas comienzan con un inventario. A la mañana siguiente, la mía empezó por mi boca. Había pasado toda la noche cociéndome y mi boca estaba tan seca como un hueso de pollo de hace dos años. Mi cabeza era una pequeña prisión, llena de gritos de alarma y dolor, y cada movimiento parecía agitar trozos de cristal roto dentro de mi cráneo. Inspeccioné mi brazo derecho, que estaba cubierto de sangre, y vi que aún tenía dentro trozos de cristal. Y esto no es ninguna metáfora. Me dolían las piernas, pero cada una de una forma muy distinta.

Tres cuartas partes de mi cuerpo se encontraban bastante destrozadas; “vaya noche debí de pasarme”, pensé con aire ausente. Entonces recordé que me había abalanzado sobre mi mejor amigo a la salida de un bar. Y, ahora que lo pensaba, eso fue antes de que intentara derribar su puerta a patadas y rompiera una ventana en su casa. Y recordé, por un instante, la mirada de horror y de miedo en el rostro de su hermana, una mujer a la que adoraba. Había sido tan gilipollas que mi mejor amigo me había tenido que apuntar con una pistola para que me fuera. Y entonces recordé que me había quedado sin trabajo.

Fue una cascada de remordimientos, a plena luz del día, de esas que conocen bien todos los adictos. De esas en las que crees que ya nada puede empeorar, pero empeora. Cuando se toca fondo, la fría realidad siempre es una sorpresa. Durante quince años, había hecho un recorrido aparentemente natural de fumar porros a ser un follonero, de pendenciero a desagradable matón. A mis 31 años, estaba quemado en mi profesión y corrupto moral y físicamente, pero todavía me quedaba casi un año en aquella espiral. Esa vida, la Vida, aún no había terminado para mí.

* * *

En el panteón de los peores días de mi vida está el día en el que me despidieron, pero no recuerdo con exactitud cómo de malo fue. Se supone que debería guardar un recuerdo muy vivo. Pero eso pasó hace veinte años.

Aunque tuviera una memoria prodigiosa, que no la tengo, los recuerdos, muchas veces, se alteran. En parte es una cuestión reflexiva, el intento de enterrar unas verdades que no pueden digerirse. Pero otros recuerdos no son más que mitos de redención venidos a menos. Un relato personal no consiste sencillamente en abrir una vena y dejar que fluya la sangre hacia cualquiera dispuesto a mirar. El yo histórico se crea para mantener a raya las disonancias y hacer que la historia sea aceptable en el presente.

Pero mi pasado no tiene conexión con mi presente. Estaba aquel tipo, una máquina de hilaridad que cayó en desgracia, y está este tipo, el que tiene una familia, una casa y un buen trabajo como reportero y columnista en The New York Times. Para relacionarlos no basta con escribir. Una primera versión de mi historia puede sugerir que di un pequeño rodeo por el consumo de narcóticos, que atravesé un periodo aberrante de comprar, vender, esnifar, fumar e inyectarme cocaína. Y que, cuando conseguí superarlo, todo fue bien.

El meme de la degradación seguida de la salvación es un recurso tradicional en literatura, pero ¿transmite la complejidad de lo que realmente sucedió? A todo el mundo le contamos lo que necesita saber, incluyendo a uno mismo. En Notas del subsuelo, Fiódor Dostoievski explica que el recuerdo –incluso la memoria– es fungible y que, a menudo, deja fuera verdades atroces. Escribe: “El hombre está obligado a mentir sobre sí mismo”.

No soy un mentiroso entusiasta ni experto. Aun así, ¿puedo contarles una historia verdadera sobre el peor día de mi vida? No. Para empezar, no fue el peor día de mi vida, ni mucho menos. Y quienes estaban allí juran que las cosas no pasaron como las recuerdo, ni ese día ni muchos otros. Y, si no puedo contar una historia verdadera sobre uno de los peores días de mi vida, ¿qué voy a hacer con los demás días, esta vida, esta historia?

* * *

Casi veinte años después, en el verano de 2006, me senté en una casucha de dos habitaciones en Newport, una ciudad a las afueras de las Ciudades Gemelas, cerca de los corrales en los que vivía entonces Donald, que trabajaba en un vivero. Seguía siendo atractivo y un compañero magnífico. Llevábamos años sin vernos, pero lo que nos unía –un vínculo indestructible, creado en una gloriosa temeridad– seguía presente.

Le conté la historia de la noche de la pistola. Me escuchó con atención, paciente, mientras daba un trago ocasional a una botella de whiskey y se reía de los detalles cómicos. Dijo que era todo cierto, salvo lo relativo a la pistola.

—Nunca he tenido un arma –dijo–. Quizá eras tú quien la tenía.

Este es un relato sobre quién tenía la pistola.

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