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La marca y el deseo, no hay nada más

Mad Men: vivir para contarla

Eugenio Blanco

Toda construcción se inicia con una corazonada. Todas las corazonadas tienen una fecha de caducidad. Esto no es tan grave porque las corazonadas se consumen en un abrir y cerrar de ojos, y tienen la capacidad de reciclarse sin cesar.

Sobre esta premisa se instaló la mecánica del deseo, la hoja de ruta por la que se institucionalizó el capitalismo. De repente, la sociedad era una encrucijada indescifrable donde no quedaba otra que quedar embobado ante una bola de cristal. Y después saltar al vacío. Esto es lo que ha hecho Don Draper durante los títulos de crédito de Mad Men durante los 92 episodios que ha durado el drama, que comenzó a emitirse en el verano de 2007.

Por irónico que parezca, el vuelo sin red de Don entre los rascacielos del Upper West Side nos transmiten una revelación desagradable, pero también salvaje: la auténtica bajada a los infiernos es un viaje tenaz al desconcierto. La duda entre pasar página o explorar las orillas. Es decir, el pan nuestro de cada día.

Admiramos de Don su capacidad de generar corazonadas, aunque sepamos que ninguna resolverá la raíz sus contradicciones ni sus necesidades. La distancia que el personaje tiene de sí mismo le permite enfocar los huecos que deben ser rellenados en las relaciones y en la sociedad. Aunque luego, es verdad que todo acaba siendo ungüento. Porque no hay antídoto contra el anhelo. Por mucho que la serie sea un intento recurrente por organizar la dialéctica entre materialismo y significado, como explicaban Megan Garber y Lenika Cruz en The Atlantic.

De esa búsqueda por completar el puzzle surge el motor de la creatividad. El problema no es si fumar es perjudicial para la salud, sino saber que los cigarrillos Lucky Strike son “tostados”. El truco es convertir todo en una gran evocación. El producto no es relevante, acaso una necesidad de quince minutos. Pero la marca sí. La marca completa las esperanzas, las define y les da rango.

Este fue el triunfo de un sistema: la máquina de generar deseos inconcebibles. Deseos fuera de cualquier alcance. Porque son vapor y son bruma. Porque no hay límite en el desconcierto. Y Don Draper, y los publicistas de Madison Avenue lo sabían, o al menos lo intuían. Y sobre estas premisas generaron el concepto de la marca como la tenemos concebida; como extensión de lo inabarcable, de lo que tenemos en la punta de la lengua, de lo que no podemos tocar.

Lo mismo pasa con los personajes de la serie. Todos ellos tienen sueños indefinidos, como son la mayoría de los sueños. No importa cuál sea el camino que se tome. La derrota ya está anticipada. Aunque la lucha sea incasable. La búsqueda del éxito, la conformación de la identidad y la definición del amor y el compromiso acaban por ser un éxodo lleno de símbolos en la pasarela de Mad Men.

El refugio es estar callado

En sus muchas recensiones en los últimos días sobre la serie, The New Yorker ha definido a Don Draper como “un hombre capaz de leer los símbolos, pero no de leerse a sí mismo”. Aunque esto no está muy claro. Un tipo que asume que “el universo es indiferente” ya se ha leído lo suficiente para tomar toda la distancia del mundo con la realidad, mientras la vida se construye como un mecano y suenan las máquinas de escribir en la oficina.

Seguramente esa cualidad escéptica sea uno de los grandes milagros del personaje de Draper. Mirar todo como si no fuera con él. Esta cualidad inoculada por Matthew Weiner, creador de la serie, para homenajear a su propio padre, que como Don “nunca se sabía en qué estaba pensando”. Da igual la coyuntura y las circunstancias: el desvelo es siempre el mismo.

La distancia de Don o el cinismo de Roger son la ejecución personal de la marca. Y ninguna ciudad mejor que Nueva York para enmarcar esa voracidad. Una ciudad que ha sido el set espacial y emocional de un show televisivo hasta tal punto, que la propia ciudad se ha redescubierto, iniciando una redefinición 2.0 del discurso pop, que ha hecho que los neoyorquinos incluso vuelvan a detenerse, por ejemplo, enfrente del escaparate de los almacenes Bloomingdale para mirar las colecciones de temporada con una mezcla de zozobra y redescubrimiento. Y todo se convierta en una máquina del tiempo.

Mad Men termina como un 2666 televisivo. Una narración global e insaciable, basada en la premisa de que vivir una vida solo “es muy poco”, como dice Vila Matas. Una serie sobre la construcción del capitalismo, la instrumentalización de la política, el desenfreno del paso del tiempo y la anatomía del deseo. Una serie sobre las mujeres, sobre la construcción de la voz pública de la mujer y de su evolución expansiva. Un On the road existencialista, con una narración siempre tácita y elíptica, como los libros que no se olvidan, donde el espectador tiene que completar todos los vacíos de la propuesta. Para tomar partido, sí, pero también para entender que en el universo de la indiferencia también tenemos un lugar para estar tranquilos.

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