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Veneno

La policía alemana investiga el tiroteo en la ciudad de Hanau.

Adolf Beltran

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Es difícil expresarlo con más eficacia. “El odio es veneno”, ha sentenciado la canciller alemana Angela Merkel tras el atentado del que han sido víctimas en dos bares frecuentados por miembros de las minorías turca y kurda en la ciudad de Hanau nueve personas, así como la propia madre del autor de la masacre, un racista obsesionado que la mató antes de suicidarse.

Enmarcada en una serie de crímenes de extremistas de la derecha nacionalista blanca en diversas partes del mundo, alimentados por las teorías supremacistas y conspiratorias de la ultraderecha en Estados Unidos, al referirse a la masacre de Hanau, sin embargo, Merkel apuntaba más allá. A la actividad preocupante de grupos neonazis, pero también a la deriva de sectores significativos de la opinión pública que está empujando electoralmente a los ultras de Alternativa por Alemania, con los que su propio partido, la CDU, tuvo la tentación hace poco de pactar en Turingia, en un episodio que la misma canciller se vio en el trance de cortar de raíz. “El racismo es veneno. El odio es veneno. Y este veneno existe en nuestra sociedad y ya es responsable de demasiados delitos”, ha dicho con contundencia la dirigente democristiana.

Sea en Alemania, en Noruega, en el Reino Unido, en Nueva Zelanda o en Estados Unidos, el fenómeno global de los asesinatos racistas refleja una preocupante corriente de fondo alimentada por la polarización de los mensajes que se emiten desde ciertos ámbitos políticos y ciertos medios de comunicación, que se difunden por las redes y que han asumido incluso algunos partidos tradicionales como un instrumento válido de confrontación en el seno de sus sociedades.

El lenguaje de la política en el mundo, también en Europa, se ha ido llenando en los últimos tiempos de expresiones de odio contra los refugiados, contra los inmigrantes, contra los extranjeros, contra los otros. Se ha ido llenando de veneno. “Me odian, y eso no tiene importancia; pero me obligan a odiarlos, y eso sí que la tiene”, escribió Joan Fuster hace ya muchos años a propósito de la intolerancia.

Cuando hablamos de odio, no nos referimos solo a la política más o menos marginal, de grupos extraparlamentarios, sino a esa ola de dirigentes que ha ocupado escaños, tribunas y gobiernos para acusar a los inmigrantes de todos los crímenes; a las feministas y los homosexuales, de todos sus complejos; a las ONG, de todas sus obsesiones; a los ecologistas, de todos sus abusos; a la izquierda y, al fin y al cabo, a los demócratas y los liberales, de todos sus miedos.

El miedo y la frustración, la raza, la patria, la bandera y la religión forman un cóctel que puede combinar sus ingredientes de diversos modos, siempre peligrosos. En el periodo histórico entre la primera y la segunda guerras mundiales, se decantó una “transversalidad” entre las derechas reaccionarias y el fascismo que llevó al desastre. ¿Cuál puede ser la fórmula tóxica que se decante en este periodo marcado por la precarización del trabajo, la revolución tecnológica, el brutal desarrollo del capitalismo financiero internacional, la brecha creciente entre ricos y pobres, los grandes movimientos migratorios y el desprestigio de las instituciones representativas?

Sabemos que la modernidad genera monstruos a partir del desarraigo, la desigualdad y la injusticia. Y ese monstruo, por ahora, lo gesta una ultraderecha que no necesita presentarse como antidemocrática para tener opciones de socavar la democracia. ¿Hay un proyecto que puedan compartir las izquierdas y las derechas democráticas para hacer frente a ese engendro que va tomando forma y del que crímenes como el de Hanau son síntomas escalofriantes?

Tal vez ese proyecto se llame Europa, y tal vez solo sea posible si, además de combatir con dignidad el veneno de la intolerancia, se hace algo por evitar el repliegue en los estados (con deserciones dramáticas como la del Reino Unido), por salir de la rutina política y la desalentadora discusión de un presupuesto de la Unión poco ambicioso, del dogma neoliberal y del corsé de la austeridad en las políticas fiscales. Algo, en definitiva, para poner en valor la diversidad real de las sociedades y la solidaridad entre los pueblos y superar esa “incapacidad colectiva de imaginar alternativas” sobre la que alertó Tony Judt con elocuencia al comienzo de nuestro milenio.

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