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Merche Negro

Torres de Segre (Lleida) —

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En el exterior  del pabellón municipal de Torres de Segre (Lleida), los 42 grados de los últimos días de agosto no perdonan. En el interior, gracias a los cuatro aires acondicionados instalados de emergencia en julio, se soportan mejor. Es aquí donde guardan cuarentena los temporeros asintomáticos positivos en COVID–19 que no tienen lugar donde pasar el confinamiento obligatorio.

Omar y Suleimán, que no trabaja en el campo sino en la construcción, llegaron hace unos días. Hay complicidad entre los dos y se escuchan risas cada poco en el polideportivo donde son atendidos por voluntarios de la organización Open Arms, a través de un convenio de colaboración con la Generalitat de Catalunya. 

—Cuando llegué a Barcelona en febrero de 1981 fue todo rarísimo. Yo vine cuando Felipe González aún no era tu presidente: era Adolfo Suárez.

No es lo que se espera escuchar al comenzar una entrevista con un migrante de Gambia en la Lleida profunda, durante la temporada de recogida de la fruta de hueso, el melocotón y la nectarina. No será esta la última historia sorprendente de Suleimán.

–Claro que tuve miedo– relata al contar que aterrizó en la ciudad condal en los últimos días de febrero de 1981 procedente de París con un visado nigeriano en la mano, en una ciudad llena de militares los días posteriores al intento de golpe de Estado del general Tejero. “Fue un momento raro, rarísimo, y claro que tenía miedo”, continúa. Al ir a trabajar, todo estaba lleno de policías en Premiá de Mar, la localidad donde se instaló en las afueras, en el campo. “Algunos compañeros africanos tuvieron mala suerte –recuerda– fueron capturados y devueltos (deportados). Aún no han podido volver”.

 

Este hombre que ha cumplido los 58 años de acuerdo a su DNI ya español, pasó su primer invierno en Catalunya muerto de frío. Según la Agencia Española de Meteorología (AEMET) la media de febrero de aquel año fue de 8,5 ºC en comparación con los habituales 29 ºC de la capital de su país, Banjul. Un shock en toda regla para el joven de 19 años que era entonces.

A su lado, Omar, con uno menos, recién alcanzada la mayoría de edad, rememora también el frío de diciembre de 2009, cuando llegó junto a su hermano pequeño a Banyoles, en la provincia de Girona. La comunidad gambiana, según el Instituto de Estadística de Catalunya (Idescat), era ya de 555 habitantes, un 28% de la diáspora africana de la localidad, y un 3% de la población total, con lo que su llegada no fue demasiado comentada. 

“En enero entramos en la clase donde había cinco niños más que eran negros”, recuerda. En realidad dice “morenos” y Suleymán se golpea la cabeza con la mano. “Me revienta la cabeza escuchar esta palabra”. Risas. 

Para junio, Omar ya hablaría catalán y castellano suficientes como para mantener una conversación. Hoy se expresa mejor, de hecho, en catalán que en castellano.

Suleimán, quien resultó ser el origen de un brote, fue el primero en llegar al pabellón. Tras él, se contagiaron los cinco habitantes de su piso de alquiler, entre los que estaba Omar, que llegó un par de días después al pabellón, dejando a los otros tres compañeros en un hotel para sintomáticos gestionado por Cruz Roja. En realidad no se llaman ni Suleimán ni Omar, han elegido cada uno su alias para proteger sus identidades.

Su piso, estos días vacío hasta que pasen todos los días de confinamiento, está en Maials, el pueblo leridano que por su ubicación funciona como epicentro para los temporeros, desde donde se van moviendo en busca de trabajo en los campos de recogida.

 Además de compartir vivienda este verano por motivos laborales, tienen ADN común, y es que son familia por partida doble: Suleimán es tío abuelo de Omar por parte de madre, y primo de su abuela paterna. Todo queda en casa; en este caso, en el pabellón, donde discuten en su idioma natal, el fula, cada cinco minutos como cualquier otra familia más con un adolescente aburrido sin mucho que hacer.

Ninguno de los dos se queja por estar aquí: “Yo estaba construyendo una terraza y me llamó el alcalde directamente (de Maials, David Masot, de JxC) para avisarme de que tenía que venir aquí”, cuenta Suleimán. “Yo lo entiendo, es lo que toca”. 

La Generalitat parece haber aprendido la lección, y han puesto remedio para que no se repitan las imágenes lamentables de hace unas semanas, cuando muchos de los 25.000 de migrantes  que habían acudido a trabajar en la recogida de la fruta, como cada año, dormían en la calle, también como cada año, con el agravante en este verano de que en medio de una pandemia  y rebrotes en la zona nadie les asegurase espacios o condiciones adecuadas.

Suleimán estar tranquilo, controlando un leve dolor de cabeza y uno fuerte de espalda, que liga al cansancio y al trabajo más que a otra cosa. Su única inquietud es el cobro de estos días, una preocupación que  se repite en cada una de las conversaciones con los temporeros confinados. No saben lo que es una baja laboral y no se fían de cobrar durante las semanas que no están en el tajo. 

Suleimán tiene conversaciones  por Whatsapp con el patrón donde, aunque no queda claro cómo,  se confirma que se le abonarán estos días: “Me asegura que me los pagará, que no me preocupe. Nos conocemos hace años”.

En este verano de 2020 el ministerio de Trabajo y Economía social ha intensificado las inspecciones laborales no solo sobre empleo irregular, sino muy especialmente debido a la particularidad de esta campaña de recogida de fruta, en lo relativo a seguridad y salud, protección frente a la COVID–19, y a las condiciones laborales de las personas trabajadoras. 

Cuando Suleimán decidió lanzarse a la aventura de llegar a Europa, nadie  había escuchado la palabra patera, y la migración africana era mayoritariamente interna, principalmente desplazamientos masivos causados por la guerra civil de Angola que había comenzado en 1975 y el Apartheid de Namibia y Sudáfrica, el movimiento de segregación racial en vigor en ambos países hasta 1992 y que vivía su momento álgido por aquel entonces. Entre 1970 y 1980, el número de  personas refugiadas creció de 750.000 a 5 millones de personas, sobre todo en los dos últimos años, de acuerdo a las estadísticas del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, el ACNUR.

Gambia se adentraba en la década de los ochenta a otro ritmo y sin altercados. En 1970 se había proclamado república presidencial tras conseguir la independencia en 1965. La migración nacional apuntaba unos cientos de kilómetros hacia el norte, a Mauritania, y estaba motivada por razones laborales: los hombres se empleaban como pescadores, la profesión más tradicional gambiana (el país se delineó a lo largo del río que le da nombre), y quienes tenían estudios conseguían trabajo como profesores. Las mujeres, por el contrario y con un índice de alfabetización ínfimo, en restaurantes. Años más tarde llegaría su primer golpe de estado en 1994, y una república islámica que radicalizó leyes, especialmente contra homosexuales y la libertad de prensa. 

Pero para eso faltaba mucho en 1981. Suleimán se vino para vivir mejor que sus padres.

–¿Te vendrías ahora, te arriesgarías a venir en patera?

–De ninguna manera. Si fuera por mí, cerraría todas las fronteras con África y que no venga nadie más. 

La respuesta sorprende, incluso puede parecer insolidaria en alguien que ha prosperado, que ha conseguido la nacionalidad española  para él y para sus cinco hijas e hijos de tres mujeres, una de ellas española, Maite. 

Omar asiente, a su lado. Él llegó por arraigo, al estar su padre trabajando en España. “Cuando mis amigos me hablan de menores extranjeros no acompañados, o noticias de niños que han muerto intentando llegar a Europa, me siento mal, no saben lo que hay aquí de verdad”

Ambos se ven privilegiados. Para Omar, que ha cumplido 18 años en febrero y ha estudiado la ESO en Banyoles, es su primer verano como adulto y trabajador, y ha venido a Lleida a sacarse un dinero en la recogida de fruta. Fácil, con permiso de trabajo, con papeles. Tras un parón por la cuarentena del coronavirus, volverá a su empleo veraniego el miércoles 25 de agosto, pero para ser despedido al día siguiente. “Me han dicho que no hay más faena”, reconoce. La tipología de su contrato, de temporada, permite un fin abierto y no requiere de preaviso. Tampoco está convencido de si cobrará sueldo por sus días de baja, aunque tiene en sus manos la baja y el alta de CatSalut, pero nadie le ha confirmado nada. Así es el día a día de los temporeros extranjeros, tengan papeles o no.

Aún así, se saben con suerte si se comparan con los casi 2.000 migrantes compatriotas que están censados como llegados en 2019 a España de forma controlada (la cifra de personas llegadas de forma irregular no es fácil de contabilizar). Por esto mismo creen que no serán escuchados, ya que les ven como ricos en el pueblo de su familia, Sare-Alpha, una población de 7.000 habitantes en el extremo oriental del país.  En este emplazamiento, hace justo un año y tras una visita del presidente de la república Adama Barrow, se les prometió la instalación eléctrica comunitaria, y seis meses después sus vecinas y vecinos protestaban en una página de Facebook acusando al gobierno de mentir y abandonar a la población. 

Así es la realidad de su país, que en 2018 destinó más del 40% de sus ingresos a pagar la deuda nacional,  y a la que Suleimán intenta vencer y convencer hablando por móvil a sus vecinos intentando que no crean a los contrabandistas o smugglers que se acercan a la mezquita y  prometen a los cabeza de familia que “en un mes tu hijo puede estar en Europa” a cambio de los ahorros de toda una vida. No lo consigue, y se frustra. Aunque haya seis jóvenes del pueblo que hayan ido desapareciendo con los años y de los que nadie haya vuelto a saber tras emprender el camino hacia  España, Italia o Alemania, con los que él llama “mangantes”.

–Si decimos que no vengan nos dicen que somos unos burros, que no tenemos ni idea de lo que pasa en Gambia, que quieren lo mismo que nosotros – explica Omar, que no ha vuelto a su país natal desde que llegó, con nueve años.

 –Yo hablo con amigos que viven en la calle de al lado en mi pueblo a menudo –añade Suleymán– Tengo una casa que he podido construir que es mejor que la que pueden soñar. ¿Cómo decirles que no vengan? No van a parar. –Con 58 años tiene una vida mucho mejor que la que cualquiera de sus paisanos pueda soñar, aunque no sepa leer bien y aún hoy se deslome construyendo muros y haciendo obras por toda Catalunya. Los primeros días de cuarentena se los pasó durmiendo, de puro cansancio y aquejado de fuerte dolor lumbar.

Las carcajadas vuelven a resonar en el pabellón cuando el mayor gana por tercera vez al discípulo al dominó, juego con el que pasan las horas y en el que ambos se han convertido en expertos, uno más que otro, al parecer.

Este hombre curtido y que sabe más por lo que calla que por lo que cuenta,  acusa a Europa, de permitir el tráfico ilegal y la corrupción en África. –Nunca culparé a los africanos. Bueno, a los políticos sí, claro–  Y se refiere a continuación al reciente golpe de estado en Mali y las protestas de mayo y junio contra las evidencias de corrupción del ya ex–presidente Boubacar Keïta y su familia, y el auge del yihadismo.

Niega haber sufrido racismo en los 39 años que lleva en España, pero cruza una mirada de advertencia con su sobrino–nieto cuando dice que no querría para él la vida que ha tenido su tío. Fin de la cita. Dice que quiere aprender un oficio. Se ha escapado del Bachillerato, de momento. Aún no ha terminado la ESO pero quiere volver.

Omar es un chico de su edad, un joven de 18 años que está comenzando a vivir. Una de sus canciones favoritas es I don´t care, el dueto de Ed Sheeran y Justin Bieber de 2019 que condensa el sentimiento de cualquier persona de su edad, gambiana no, migrante o no, en la letra:

Don't think I fit in at this party

Everyone's got so much to say, yeah

I always feel like I'm nobody, mm

Who wants to fit in anyway?

Suleymán prefiere cantantes gambianos o senegaleses, como Jaliba Kuyateh, el rey del kora, una institución en Gambia, o incluso, La Macarena de Los del Río. También y para sorpresa general, cita la película Es peligroso casarse a los 60, título de 1980 que le acompañó en sus primeros años en España, protagonizada por Paco Martínez Soria y con una pareja interracial en el argumento que le recuerda a las veces que en el supermercado de Premiá de Mar le miraban como a un ser de otro planeta. Una especie de Adivina quién viene esta noche dirigida por Mariano Ozorres cañí que le hace mucha gracia. 

La conversación se  cierra con un consejo de  Suleymán al joven Omar: “Estudia. Lo que pasamos nosotros lo que llegamos no quiero que lo pase nadie: ni tú, ni mis hijas o hijos. El estudio es todo –en estas palabras se entienden los silencios del resto de la entrevista– , así que espabila”, remata. 

Salvado por la campana. Suena la llamada del rezo en el móvil del joven. Son las 17:49 y ya toca el cuarto del día, el Asser. Justo después, voluntarias y voluntarios de Open Arms les tomarán la temperatura y entregarán la merienda. Más tarde volverán a la mesa sobre dos caballetes donde se celebra la Copa del Rey de dominó en Torres de Segre, como le gusta contar a Suleimán, que por supuesto ganará él. No podrá venir a entregar la copa el monarca emérito por haber salido del país, bromea el gambiano, demostrando que es capaz de comentar las vergüenzas patrias como un tertuliano español cualquiera en un tarde calurosa de agosto.

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