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Palizas, mordiscos de perro y alambre de espino: vida y muerte en la frontera entre Polonia y Bielorrusia

Migrantes en la la valla fronteriza entre Bielorrusia y Polonia, en una foto de archivo del 28 de mayo de 2023.

Shaun Walker

Frontera de Polonia y Bielorrusia —
13 de octubre de 2023 22:21 h

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Los ministros polacos de Defensa, Interior y Exteriores formaron una línea frente a un muro alto y metálico con alambre de espino en su parte superior. Ante las cámaras de televisión ahí concentradas, los tres hombres alertaron sobre una horrible conspiración contra Polonia orquestada por el Kremlin.

Las armas en esta “operación especial” no eran tanques ni bombas, sugirió el ministro de Exteriores, Zbigniew Rau, sino personas de Oriente Medio y África. Rau defendió que la decisión de construir la valla que tenía tras él, tomada por el Gobierno polaco, ha sido la única que ha burlado el plan ruso de sembrar discordia y caos en Polonia.

“Si no, nos habríamos convertido en Lampedusa, pero una Lampedusa llena de migrantes que habían recibido entrenamiento militar. El 90% de ellos, entonces y ahora, han sido reclutados por los servicios especiales rusos”, afirmó falsamente Rau.

Con el trabajo hecho, los tres ministros volvieron a Varsovia. Sus discursos alimentaron la espiral diaria de historias de miedo sobre migración en la televisión progubernamental. El ánimo se calienta semana tras semana, con la entrada de Polonia en la fase final de una reñida campaña electoral.

Al atardecer de aquel día de finales de agosto, al otro lado del muro fronterizo, la salud de Sadia Mohamed Mohamud, de 20 años, estaba empeorando. Para entonces, Sadia llevaba atrapada en la estrecha franja de tierra entre los dos muros fronterizos, el polaco y el ruso, casi un mes, junto a algunos compañeros somalíes que también intentaban llegar a la Unión Europea. Sadia contó a los demás que había abandonado su país natal, sumido en conflictos, con la esperanza de ganar dinero en Europa para proporcionar una vida digna a sus dos hijos pequeños, que seguían en Mogadiscio.

Al teléfono desde Bielorrusia, otro hombre del grupo dijo que, en una ocasión, algunos de ellos consiguieron llegar a territorio polaco por un agujero cortado en la valla fronteriza. Los guardias fronterizos se presentaron prácticamente al instante. Uno de ellos pegó a Sadia en los hombros y le gritó en inglés: “Why did you come here?” (“¿Por qué has venido aquí?”).

Los guardias polacos abrieron una puerta del muro y empujaron a Sadia y a los demás de vuelta al otro lado. El grupo retrocedió por esa tierra de nadie hasta toparse con otra valla. Allí, los guardias fronterizos de Bielorrusia les amenazaron con perros y porras, y les ordenaron volver a Polonia. Más tarde, Sadia volvió a conseguir entrar en Polonia por segunda vez, pero los guardias fronterizos polacos la detuvieron de nuevo rápidamente y la enviaron de vuelta.

Ante la imposibilidad de entrar en la Unión Europea y el bloqueo para volver a Bielorrusia, el grupo quedó atrapado en un área gris entre ambos lados, sin apenas alimento ni cobijo y sin agua tratada. Todos estaban débiles, pero Sadia era la que peor estaba. Un vídeo, que grabó una persona del grupo en el bosque, la muestra envuelta en un saco de dormir apenas consciente.

El 10 de septiembre el grupo rogó a los guardias bielorrusos que les dejaran salir, porque Sadia se estaba muriendo. Al final, los guardias cedieron. Otra mujer somalí llevó a Sadia, envuelta en una sábana blanca y en coche, a una casa en las afueras de Minsk, que les habían dicho que era segura. Llamaron a una ambulancia. A esas alturas, Sadia ya no podía hablar, apenas podía abrir sus ojos y la sangre le brotaba por la boca.

Para cuando llegaron los servicios sanitarios, había muerto.

Contexto

La crisis en la frontera comenzó en otoño de 2021. Un año antes, el dictador bielorruso, Alexander Lukashenko, había acabado con las protestas masivas contra su Gobierno con una violencia brutal, lo que provocó el hundimiento de las relaciones con la UE y la imposición de sanciones a su régimen.

A cambio, Lukashenko amenazó con inundar Europa con “drogas y migrantes”. Pronto hizo honor a su promesa. Los vuelos desde Oriente Medio a Minsk florecieron y trajeron a personas vulnerables a las que les habían vendido la idea de un camino fácil a Europa.

En su lugar, se encontraron atrapados en uno de los últimos bosques primigenios europeos, que se convirtió en una tierra de nadie infernal entre un dictador empeñado en usarlos como marionetas políticas y un Gobierno decidido a prohibirles la entrada.

Como respuesta a la crisis inicial, el Gobierno polaco anunció la construcción de una barrera fronteriza de 5,5 metros de altura a lo largo de 186 kilómetros. Se completó el pasado verano. El Gobierno polaco a menudo señala la situación catastrófica en el Mediterráneo y asegura que ha resuelto su propia cuestión migratoria con el muro. En realidad, las organizaciones humanitarias dicen que la infraestructura solo ha incrementado el sufrimiento sin apenas frenar el movimiento de las personas.

El 15 de octubre los polacos celebrarán unas elecciones parlamentarias que penden de un hilo. El partido del Gobierno, Ley y Justicia −cuyo presidente acusó una vez a los migrantes de traer “parásitos y protozoos” a Europa−, ha aumentado la retórica antiinmigración una vez más con la esperanza de impulsar el apoyo en sus bases y ganar otra legislatura.

En los días posteriores a la muerte de Sadia, el telediario nocturno de la televisión polaca controlada por el Gobierno volvió a emitir historias sobre supuestas hordas de migrantes invasores con el objetivo de sitiar Europa.

Un anuncio electoral de Ley y Justicia intercalaba imágenes de coches en llamas y violencia en Europa occidental con el primer ministro, Mateusz Morawiecki, haciéndose selfis con polacos sonrientes. Gracias a Ley y Justicia, decía Morawiecki, en Polonia “no hay regiones llenas de inmigrantes ilegales… no hay regiones del horror”.

Los activistas

La llamada de emergencia llegó poco antes del anochecer, solo un par de horas después de que los tres ministros hubieran grabado sus discursos en la frontera. En una base en un lugar secreto del bosque, un grupo de trabajadoras humanitarias metían a toda prisa sopa caliente, té, ropa y suministros médicos en sus mochilas.

Dominika Ozynska, una trabajadora humanitaria polaca, y Liz, una médica alemana que se había tomado un tiempo alejada de su trabajo en un hospital de su país natal, subieron al coche y se dirigieron hacia la ubicación de GPS que habían recibido mientras la luz del sol iba desvaneciéndose.

Aparcaron en el punto más cercano a la ubicación y continuaron a pie por un bosque cada vez más oscuro, trepando por encima de troncos caídos y ramas que sobresalían, hasta que llegaron al lugar en cuestión. No usaron ninguna luz para no llamar la atención de los guardias fronterizos, policías o soldados. Finalmente, encontraron a ocho hombres sirios que habían pedido su ayuda, exhaustos y desorientados.

Uno de ellos se disculpó por el intento de entrada del grupo en Europa, como adelantándose a que lo enjuiciaran. “Queremos trabajar, trabajaremos”, dijo. Dominika les aseguró que no tenían nada por lo que disculparse mientras les ofrecía unas tazas de té.

Estos hombres llevaban semanas abandonados a su suerte en el bosque, y ésta era la quinta vez que habían cruzado a Polonia, después de cuatro devoluciones hacia Bielorrusia. Esta vez, sin embargo, el grupo había conseguido evitar los sensores de calor y a los soldados apostados en la frontera, y se habían adentrado más en Polonia. Finalmente, habían podido enviar su ubicación a un número de ayuda para pedir lo propio a activistas polacos.

Los activistas llaman “intervenciones” a estas misiones en el bosque, que comenzaron hace dos años como una respuesta ad hoc a la emergente crisis. Ahora los procedimientos para las intervenciones se han formalizado más, pero las ONG grandes continúan ausentes en el área fronteriza. A falta de éstas, la carga recae sobre pequeñas organizaciones polacas defensoras de derechos humanos, lugareños de gran corazón y voluntarios. A estas alturas, muchos de ellos están exhaustos y quemados.

Cada intervención es distinta: algunas personas necesitan comida o zapatos nuevos; otros están a un paso de morir. Desde que se construyó el muro, las heridas graves que requieren hospitalización suceden con mayor frecuencia: pelvis y piernas rotas o conmociones cerebrales graves.

A menudo se suman a la mezcla el trauma psicológico o los ataques de pánico. Antes de exponerse a esto, ya se advierte a estas personas de que el viaje será duro. Pero hay poco que pueda prepararlas para lo que de verdad es estar atrapado en un bosque durante semanas enteras, bebiendo de ciénagas y durmiendo sobre un suelo frío y cubierto de musgo, entre chinches y garrapatas. Puede volver loca hasta a la persona más dura.

La mayoría de las personas que todavía son capaces de caminar no quieren ayuda médica oficial, porque saben que con la ambulancia vienen los guardias fronterizos, que pueden mandarlos de vuelta a Bielorrusia de nuevo, o meterlos en uno de los centros de detención en régimen cerrado de Polonia. Así que los activistas hacen lo que pueden para hacer una cura provisional sobre el terreno y dejar que sigan su camino.

Aquella noche, Liz, que no quiere que se publique su apellido, se puso a trabajar en la evaluación de las necesidades médicas del grupo sirio. Se encontró con una colección bastante habitual de dolencias. A un hombre le dolían mucho las costillas, probablemente alguna fractura por una paliza de los guardias fronterizos. Otro tenía un corte profundo en la pierna, provocado por una caída sobre el alambre de espino en la valla fronteriza, un alambre que los guardias fronterizos polacos colocaron hace poco también a los pies del muro, además de en la parte alta. Un tercero tenía un absceso del tamaño de un huevo en su rodilla por un pequeño corte que se había infectado a lo largo de semanas en el bosque.

En un centro hospitalario, Liz habría pedido escáneres, puntos y cirugía. En la oscuridad del bosque, lo único que pudo ofrecer fueron vendajes, calmantes para el dolor y antibióticos.

En Polonia es legal dar comida y ayuda médica a quienes lo necesiten, pero va contra la ley ofrecer transporte a las personas que las autoridades consideran que han cruzado la frontera ilegalmente. Así que, tras un par de horas, Liz y Dominika desearon a los ocho hombres sirios la mejor de las suertes en la continuación de su viaje y los dejaron solos en la estremecedora oscuridad del bosque. Los trabajadores humanitarios como ellas nunca saben si las personas a las que ayudan conseguirán salir del bosque con vida.

“Es todo un poco abstracto cuando lees un artículo en casa. Luego vienes aquí y la crisis tiene cara”, dice Liz en una entrevista en la base dos días después. “Siento mucha rabia por toda esta situación; estoy furiosa con Polonia, con Europa”.

El dictador

El régimen de Lukashenko sigue exacerbando la crisis al permitir que las personas entren en Bielorrusia y darles luego equipamiento para ayudarles a llegar a Polonia.

“Los soldados bielorrusos dan a la gente herramientas especiales para cortar alambre de espino y cosas para cavar un agujero bajo la valla”, dice Katarzyna Zdanowicz, la portavoz del servicio regional de guardias fronterizos polacos, en una entrevista en el despacho que tiene en unas instalaciones fortificadas en la ciudad de Bialystok.

A mediados de agosto de este año, los sensores electrónicos del muro llevaban registrados más de 20.000 intentos para cruzar este 2023, frente a los 16.000 intentos en todo 2022, dice Zdanowicz.

El papel de Lukashenko como apoyo de la guerra de Rusia en Ucrania ha hecho aumentar aún más la tensión. Tras el fallido motín de Yevgeny Prigozhin, las tropas de su grupo Wagner se reubicaron en Bielorrusia durante el verano. Lukashenko “bromeó” sobre un supuesto plan de los guerrilleros para invadir Polonia. A finales de julio, tres helicópteros del Ejército bielorruso sobrevolaron la localidad fronteriza de Bialowieza.

Como respuesta, Polonia ordenó el despliegue de otros 10.000 militares en la región fronteriza. Hasta ahora el grupo Wagner no se ha acercado a la frontera, pero los soldados adicionales se lo ponen aún más difícil a las personas que consiguen saltar el muro para conseguir adentrarse en Polonia sin ser detectadas. La mayoría de las carreteras cercanas a la frontera tienen controles policiales en los que los agentes detienen los vehículos y escanean el color de la piel de los pasajeros.

Esto ha llevado a más devoluciones, al igual que a muchos más testimonios de violencia ejercida por los guardias fronterizos polacos. Zdanowicz dice que los guardias fronterizos no empujarían de vuelta a personas que pidieran el asilo político en Polonia y niega igualmente que los guardias fronterizos hayan ejercido alguna vez violencia no provocada por las otras personas. Los activistas sostienen que ninguna de las afirmaciones es verdad.

Para las personas devueltas a Bielorrusia, o atrapadas entre dos muros, prácticamente no hay nadie a quien pedir ayuda. Los guardias fronterizos de Bielorrusia a menudo echan a los perros sobre las personas que intentan volver a ese país tras varios intentos fallidos para cruzar; mucha gente vuelve a Minsk con heridas en las piernas por mordiscos de perros.

Las elecciones

Desde la invasión rusa de Ucrania en febrero del año pasado, Polonia ha dado la bienvenida a millones de refugiados ucranianos. Las autoridades y la población general se unieron en una respuesta llena de compasión y generosidad para ofrecer cobijo y apoyo a los ucranianos que huían.

Para una cantidad mucho menor de personas que venían de más lejos, y con un color de piel diferente, el mensaje sigue siendo muy distinto. “Desde el principio, todo esto se ha presentado como una amenaza a la seguridad en vez de una historia humana”, dice Ala Qandil, de Grupa Granica, el mayor colectivo que engloba a activistas y trabajadores humanitarios en la frontera. “Solo queremos que se vea a las personas que cruzan la frontera como seres humanos”.

En vez de eso, la deshumanización se está acrecentando. El mismo día de las elecciones parlamentarias, se pedirá a los polacos que voten en un referéndum. Una pregunta planteará si quieren retirar el muro fronterizo. Otra plantea: “¿Apoya la admisión de miles de inmigrantes ilegales de Oriente Medio y África?”.

Los últimos días, las noticias en TVP, controlada por el Gobierno, se han estado presentando en directo desde Lampedusa, donde los corresponsales explican la diferencia entre la política migratoria general de Europa y la estricta postura de Polonia en la frontera. El titular en el rótulo, que acompañaba una pieza sobre migración en un telediario nocturno hace poco, estaba compuesto por una sola palabra: “Invasión”. Algunos ministros del Gobierno han denunciado a la cineasta Agnieszka Holland, que hizo un largometraje recientemente documentando el trato cruel que reciben las personas al intentar cruzar la frontera, y la han comparado con los propagandistas nazis.

Es un intento nada sutil del partido Ley y Justicia para tratar de movilizar a sus bases de cara a unas elecciones que prometen ser tan reñidas que podrían depender de un ínfimo número de votos. Con ánimo de no parecer blanda ante la migración, la principal coalición de la oposición –liderada por el antiguo presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk– ha decidido meterse en la batalla campal del Gobierno.

“Las fronteras polacas no han estado tan abiertas a migrantes legales e ilegales nunca antes en la historia”, dijo Tusk, acusando al partido del Ejecutivo de tener un discurso duro a la vez que, a escondidas, deja entrar a los migrantes.

Kamil Syller, un activista que vive en un pequeño pueblo cerca de la frontera, dice que a él le rompe especialmente el corazón que Tusk flirtee con la retórica de la derecha. “Quedamos desencantados y aterrorizados con su cambio en el lenguaje. Los políticos ven esta crisis como una mina de oro política y todos intentan sacarle provecho”, dice durante una entrevista en su casa, una granja moderna entre campos bucólicos.

En vecindarios fronterizos como el de Syller, mucha gente ha mostrado solidaridad con las personas que pasan por ahí. En 2021, Syller y su mujer pusieron en marcha el movimiento “luz verde”, en el que una red de lugareños simpatizantes instaló luces verdes fuera de sus casas para indicar lugares donde las personas que iban de paso podían pedir ayuda.

Algunos lugareños se asustaron al principio, dice Syller, pero después de interactuar con las personas que pedían ayuda, se dieron cuenta de que no eran invasores demoníacos, sino simplemente personas vulnerables que necesitaban ayuda.

“Muchos de mis vecinos solían ser agresivos, pero con el tiempo comprendieron la naturaleza sádica de los guardias fronterizos; empezaron a querer ayudar. Ahora, si encuentran gente que necesita ayuda, algunos me llaman a mí en vez de llamar a los guardias fronterizos”, dice.

Pero tras dos años de crisis, muchos en la región fronteriza están hartos del aumento de la presencia militar, y frustrados por la bajada de turistas que vienen a visitar el bosque. Syller teme que la actitud de sus vecinos cambie pronto, especialmente con la propaganda electoral diaria que pone a los migrantes en la diana.

“Asistimos a una propaganda asquerosa, deshumanizadora cada noche; es pura propaganda de los momentos más oscuros del siglo XX”, dice Franek Sterczewski, un diputado de la oposición, que ha apoyado a los activistas en la frontera. “Por desgracia, la propaganda del miedo a menudo da resultado”.

Los desaparecidos

En una tarde con bochorno de finales de agosto, Mariusz Kurnyta, un hombre enjuto de 36 años con barba de unos días, salió a buscar un cuerpo.

Mariusz, conocido con el sobrenombre de “el hombre del bosque”, usa la microfinanciación colectiva para el trabajo que realiza en la frontera. Los últimos meses ha parcheado heridas, ha puesto goteo intravenoso en los claros del bosque, ha sacado de ciénagas a personas moribundas y ha ayudado a cientos más en su camino, con agua, sopa y mudas.

“Los últimos dos años, mi vida ha sido el bosque. No tengo otra vida”, dice dando una calada al cigarrillo mientras se prepara para salir de su base. Se ha peleado con algunos activistas que también trabajan en la frontera. Encadena cigarrillos. Parece continuamente exhausto.

Mariusz vio a Ibrahim Eltony, un hombre egipcio de 37 años, por última vez hace un año, cuando Ibrahim pidió ayuda después de cruzar desde Bielorrusia. Mariusz le dio comida, agua y un inconfundible abrigo azul para protegerse de la lluvia. Nunca más se vio a Ibrahim.

En junio de este año, durante una búsqueda por el terreno pantanoso cercano a la frontera, apareció una mochila que parecía ser la que había pertenecido a Ibrahim. Su contenido: algunos documentos empapados, un cargador, un frasco a modo de termo hecho con barro cocido y una maquinilla de afeitar. Dos meses después, apareció el mismo abrigo azul en un lugar cerca de donde se había encontrado la mochila. Mariusz decidió volver al lugar por tercera vez para ver si el cuerpo estaba cerca.

Mariusz y otros dos activistas pasaron junto a excursionistas y ciclistas que disfrutaban del final del verano por los senderos del bosque. Una camioneta todoterreno del Ejército se movía sigilosamente por una pista adyacente, sus pasajeros portando pasamontañas, aparentemente a la caza de personas que hubieran cruzado la frontera.

Al abandonar el sendero e introducirse en una zona de denso bosque, Mariusz llegó a un claro de terreno pantanoso. El suelo era irregular; cada paso, una potencial torcedura de tobillo. Mariusz se abrió camino a través de hierbas que le llegaban hasta el pecho en dirección a la zona de fango y agua estancada en la que había aparecido el anorak. El silencio era absoluto, salvo por el zumbido de los insectos.

Él y otros se pusieron petos resistentes al agua, cogieron palos gordos y comenzaron a caminar lentamente por la ciénaga, pinchando el terreno según avanzaban.

Tras un par de horas rastreando la zona a fondo, renunciaron. Aquel día no encontraron a Ibrahim Eltony, desaparecido desde el verano del año pasado.

Ibrahim es una de las más de 200 personas que siguen desaparecidas desde que comenzó la crisis en la frontera. Se han documentado al menos 49 muertes. Los datos reales son, casi con toda probabilidad, mucho más altos, especialmente teniendo en cuenta que existe tan poca información sobre lo que ocurre en el lado bielorruso de la frontera.

Muchas de estas muertes se habrían podido evitar. Muchas veces las personas murieron a tan solo cien metros de un pueblo, una patrulla policial o una carretera, donde se podría haber prestado ayuda. En el lado bielorruso, hay gente que ha muerto en cuestión de días después de que los empujaran de vuelta los guardias fronterizos de Polonia.

Solo este mes, ha habido informaciones creíbles sobre cuatro personas que parecen haber muerto en el lado bielorruso después de que las devolvieran desde Polonia. Las personas han muerto de sed y cansancio, con el territorio polaco a la vista, a solo unos metros. Es ilegal que los activistas se acerquen a 15 metros del muro fronterizo, lo que significa que no pueden tirar provisiones al otro lado.

Malgorzata Rycharska, una activista en Polonia que intercepta llamadas de quienes quedan atrapados en la zona gris entre las vallas fronterizas, dice que puede ser insoportablemente difícil explicar a estas personas que no hay ayuda que pueda llegar hasta ellos, aunque puedan ver la Unión Europea con sus propios ojos. Describe su tarea como “gestión de la desesperanza”. A menudo, lo único que puede hacer es intentar ponerlos en contacto con otros grupos atrapados.

“Es siempre lo mismo. Llaman y dicen: ‘Estamos aquí, no tenemos agua ni comida y nos vamos a quedar sin batería. ¿Nos puede ayudar?’ Y entonces tenemos que explicarles que no irá nadie”.

 

Con información adicional de Katarzyna Piasecka.

Traducido por María Torrens Tillack.

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