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Fútbol femenino contra el abuso infantil

Nora entrena junto a sus compañeras de equipo (Salvador Campillo/ Ayuda en Acción)

Lydia Molina

Quibdó. Colombia —

El entrenamiento dura algo más de una hora. En ese tiempo, Nora grita, levanta las manos, regatea, tira a puerta y se abraza con sus compañeras cuando el balón cruza las dos piedras que hacen las veces de portería. El fútbol es su pasión. Lo refleja la contundencia de sus palabras y gestos cuando habla de su relación con el deporte. “Mis amigas me dicen: Nora pareces un hombre, siempre con el fútbol. Y yo les digo: las mujeres también podemos. Podemos patear y jugar como ellos”. Tiene solo once años pero ya lleva tres entrenando junto a sus compañeras. Se reúnen tres veces a la semana.

Nora recuerda el día que se cansaron de ver desde las barras de los columpios cómo los niños se divertían pateando el balón. “Por eso nos juntamos y montamos nuestro equipo”. Desde entonces, el grupo recibe el apoyo de la Fundación Pies Descalzos y Ayuda en Acción, que les ceden un espacio donde entrenar y organizan campeonatos. “Ahora nos van ayudar con los uniformes y con las zapatillas porque todas no tenemos y nos toca jugar descalzas”, dice sonriente señalandose los pies desnudos. “Un día estábamos jugando en la cancha, una amiga se metió y, como andaba descalza, me hizo daño y tenía que caminar coja”.

El fútbol es una forma ocupar su tiempo libre, pero también una excusa para acercarla a ella, y al resto de sus compañeras, al trabajo que ambas ONG desarrollan en torno a los derechos de niños y niñas este barrio periférico de Quibdó, en Colombia. “A la gente hay que convocarla a partir de lo que le gusta y, si a ellas les gusta el fútbol, a través de eso las convocamos. Pero detrás hay otra cosa: hablamos de derechos de los niños, de cómo pueden prepararse contra el abuso sexual, de cómo pueden identificar a las personas abusadoras. El fútbol es el motivo para que se concentren y a partir de ahí podemos darle estas charlas que le sirven para su vida”, asegura Ezequiel Córdoba, que gestiona el proyecto.

En la misma línea, están poniendo en marcha una red en la que los niños puedan ayudarse unos a otros y denuncien comportamientos sospechosos. “Queremos que empiecen a cuidarse entre ellos. Lo primero es que se quieran a sí mismos, para que no se dejen manosear y puedan controlar lo que hacen con su cuerpo”, afirma Córdoba. En los talleres con los menores de edades más tempranas, éstos dibujan a otros niños y niñas como ellos y señalan con rotuladores rojos y verdes las zonas en las que los mayores pueden y no pueden tocarles. “Aprenden a conocer su cuerpo y a identificar en qué momento comienza el abuso porque, en algunos casos, ese abuso se da dentro de la propia familia”, asegura Julisa Mena, de Pies Descalzos.

Montebello, el contexto

Montebello, el barrio donde Nora juega con sus amigas, está a las afueras de Quibdó, capital de Chocó, el departamento más pobre del país. En torno al centro de la ciudad se ha ido generando con el paso de los años un cinturón de pobreza en el que viven víctimas del desplazamiento por los enfrentamientos entre el ejército y las guerrillas, por la expansión de cultivos ilegales (como la coca), plantaciones agroindustriales y por la explotación minera a gran escala que se da en el departamento, muy rico en platino, plata y oro. Solo en los últimos cinco años han llegado a Quibdó cerca de doce mil personas, según los datos que maneja la alcaldía.

Estos barrios que se han formado a las afueras carecen de acceso a servicios básicos, como el alcantarillado o el suministro de agua, obligando a la población a usar la de la lluvia, que recogen en grandes tanques de cien litros situados en los tejados de las casas. Casi el 60 por ciento de la gente se dedica a la venta ambulante, el servicio doméstico u otras modalidades de economía, generalmente informal, que no generan ingresos suficientes para mantener a familias numerosas, muy habituales y a menudo lideradas por mujeres solas.

La complejidad de este contexto se traslada al interior de las casas. “El poco nivel económico y educativo hace que en la comunidad se vea mucho maltrato hacia los niños, a los que gritan y pegan mucho. Trabajamos con los padres en la prevención de la violencia intrafamiliar y la promoción del diálogo porque es un componente muy necesario”, asegura Mena. Su implicación, como cabezas de familia, es esencial. “A veces la gente no es consciente de temas como el abuso infantil, a veces se ignora, otras veces es por falta de confianza entre los niños y los papás y las mamás. Queremos rescatar la comunicación para que cuenten lo que les pasa, ya sea bueno o malo. Sin miedo a que les regañen o les culpen”, insiste Ezequiel Córdoba.

Otro de los talleres en los que se hace más incidencia es el de la identidad, que pasan por cosas tan sencillas como enseñar a los menores su nombre y el de todos los miembros de su familia. “En estas comunidades vulnerables, a veces los niños no saben ni como se llaman porque siempre les llaman por su apodo. En los talleres de identidad es fortalecer ese conocimiento de sí mismos y de su entorno. Es muy importante”, asegura Julisa Mena. En definitiva, no es otra cosa que enseñarles a reivindicarse como lo que son: niños.

[Este reportaje ha sido realizado durante un viaje de colaboración con la ONG Ayuda en Acción]

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