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La realidad de la valla de la esquizofrenia

Esquizofrenia en la valla de Melilla./ Fotografía: Jesús Blasco de Avellaneda

Jesús Blasco de Avellaneda

Melilla —

La luna parece esconderse en el claro y robusto cielo estrellado norteafricano cuando están a punto de dar las seis de la mañana. En la oscuridad, un hombre llama por teléfono a su esposa y le dice:

–Nena, voy para la valla.

–Ten mucho cuidado –responde ella.

–Tranquila. No va a pasar nada, Dios está con nosotros, quién contra nosotros.

–Que Él te acompañe. Espero noticias tuyas. Ojalá, no te pase nada, amor mío. Te quiero.

–Yo también te quiero, mi vida. Dale un beso a los niños de parte de su padre. Diles que papá está luchando por ellos, ¿vale? Un beso. Hasta pronto.

–Hasta pronto. Mil besos.

Mientras, a escasos dos kilómetros de allí, otro hombre recibe una llamada que le pone en alerta y despierta también a su mujer. Él comienza a vestirse y acicalarse mientras la mujer, desde la cama, le señala:

–Nene, ¿otra vez para la valla?

–Sí, gorda. Otra vez.

–Ten mucho cuidado, por favor.

–Tranquila, no me va a pasar nada. Además, tenemos a Dios de nuestra parte.

–Bueno, que Él te acompañe. Pero, por si acaso, no arriesgues mucho.

–No tengas miedo por mí. Dile a los niños que papá ha ido a trabajar y que los quiere mucho.

–Se lo diré. Cualquier cosa, llámame. No me tengas preocupada. Dame un beso, guapo.

–Descuida. Adiós, nena. Te quiero.

Pocos minutos después de ambos diálogos, coincidiendo con la llamada al rezo desde los alminares a ambos lados de la valla de Melilla y con el relevo de la guardia nocturna en el lado español, trescientos subsaharianos se dejan literalmente la piel tratando de superar un triple enjambre de alambres de más de seis metros de altura para lograr su objetivo: pisar suelo europeo.

Entre las vallas y al otro lado de ellas, les esperan más de medio centenar de guardias civiles que, salvaguardando la inviolabilidad del territorio patrio y en cumplimiento de las órdenes de sus superiores, pondrán en riesgo su integridad física para truncar por todos los medios ese objetivo que mueve y motiva a los inmigrantes.

La primera conversación es de Valentine, un joven maliense, con su querida Aminata, vía telefónica. En su país llevaban tiempo pasándolo mal. No había trabajo, aumentaban la violencia y las desigualdades sociales, y Valen no quería ver crecer a sus hijos en un entorno tan pobre y hostil. Mientras él buscaba trabajo, hacía chapuzas en talleres y daba clases particulares, ella se echaba al pequeño de los tres retoños a la espalda y al mediano lo agarraba fuerte de la mano para recorrer todos los días varios kilómetros andando y acabar haciendo cola durante horas en el consulado de Francia, con el único fin de salir legalmente del país y buscar un futuro mejor para sus hijos.

Aminata tuvo que lidiar con abusos, vejaciones e, incluso, algún robo en los largos trayectos hacia el consulado; esperó bajo el frío y la lluvia; vio enfermar a sus dos hijos en esas largas esperas; tuvo que pagar y pagar por documentos, por hacer cola, por los consejos, por el transporte… Después de casi dos años, Aminata desistió. Había gastado todo el dinero que tenían ahorrado para intentar viajar a Europa. Su pequeño estuvo a punto de morir de pulmonía. Ella estaba agotada y ya no tenía fuerzas de seguir luchando por un visado que parecía no llegar nunca.

Valen habló entonces con un amigo que conocía a gente que podía llevarlo en sus camiones por la ruta de la emigración hacia el norte. Después de meditarlo unos días, lo tuvo claro: en dos semanas estaría a las puertas de su sueño por menos dinero y esfuerzo del que su mujer pudiera haber malgastado en tan sólo un mes de espera.

Él sabe que no está bien entrar así a un país, que no es la mejor forma y que, además de arriesgar su vida, puede poner en peligro la de otros. Pero es una acción fruto de la desesperación más profunda y que nace de la conjunción entre la violación sistemática del derecho a la libertad de movimiento en los estados subsaharianos y del instinto más primario y visceral de protección a la familia y de mejora de las condiciones de vida de los habitantes de estos países.

La segunda conversación la mantienen Pedro y Carmen en el dormitorio conyugal de una familia media melillense que ambos han forjado con esfuerzo y dedicación. Ella estudió magisterio, pero su vocación maternal le llevó a dedicarse por entero a su marido y sus tres hijos. Pedro, huérfano desde pequeño, no tuvo la oportunidad de realizar estudios superiores y, después de trabajar en casi todo, acabó aprobando la oposición para formar parte del Instituto Armado.

Pedro siempre se vio como comandante de puesto en un pueblo pequeño perdido en alguna serranía de la llamada España profunda; teniendo una vida tranquila, ayudando a sus convecinos, resolviendo riñas y disputas, poniendo multas, dando advertencias y poco más. Pero, con tres hijos y un solo sueldo, la vida es muy dura en tiempos de crisis, y en Melilla, entre el plus de residencia y los incentivos, se cobra un buen pellizco más que en la Península.

Ni a él ni a Carmen les hacía gracia tener que estar lidiando con saltos de valla, pateras, menores no acompañados, contrabando y todas esas cosas que conllevan una ciudad fronteriza cuya aduana separa la mayor desigualdad económica y social del planeta.

El trabajo que se hace en Melilla no es el más gratificante, ni es para el que Pedro se formó durante tanto tiempo en la academia de guardias de Baeza, en Jaén. Cada día le cuesta más levantarse para acudir a la valla. Sabe que entrar así no es la manera correcta y que él tiene que cumplir las órdenes de sus superiores. Su misión es proteger su país e impedir que nadie entre por la fuerza en él, que no es poco. Aun así, entiende las necesidades que pasan esas pobres personas que se ven obligadas a saltar un muro para poder sobrevivir. Sabe que el inmigrante entra con toda la fuerza posible para asegurarse la llegada y la permanencia en suelo español, y pasa miedo y nervios; no le gusta perseguir a pobres desarrapados ni ver a hombres, padres de familia como él, amontonarse, heridos, entre alambres.

La situación de ambas familias, el miedo y la responsabilidad de ambos matrimonios; el riesgo que corren esos maridos para proteger a sus hijos; toda esta problemática en torno a la valla es asumible, comprensible y lleva a empatizar a todo aquel ser humano que se aproxima a este conflicto, tanto con el que entra como con el que intenta repelerle.

La alambrada de Melilla es un muro de la vergüenza, necesario o no, que separa pueblos, países, continentes y civilizaciones; pero que también divide los corazones de todos aquellos que se acercan a ella, ya sea para atravesarla, para defenderla, para contar lo que en ella sucede o, simplemente, porque les ha tocado vivir en esta pequeña ciudad tan norteafricana como europea.

Hasta aquí llega la realidad diaria que todos conocen y que los medios generalistas, locales y nacionales se han encargado de tratar de la manera más aséptica e institucional posible. Una realidad que a unos empuja a decantarse por ese pobre español de a pie que cada día tiene que defender las fronteras de su inquebrantable nación; a otros, les lleva a empatizar más con el infortunado subsahariano que, malnutrido y semidesnudo, escapa de injusticias, guerras y pobreza; y a muchos, les arrastra, en una esquizofrenia absoluta, a entender por momentos la complicada situación integral de una frontera en la que cada salto es una patada en la espinilla de ese gigante con pies de barro llamado aldea global, comunidad internacional, derechos universales, paz mundial o estados de derecho, según sea el contexto.

Para todos queda claro que tanto el inmigrante como el guardia civil no sólo no son los culpables de la situación trágica que se da en la frontera de Melilla, sino que, además de ser los más perjudicados, son simplemente el último eslabón de una cadena encabezada por organizaciones internacionales, gobiernos, mandatarios y grandes empresarios que no logran atajar –o no quieren hacerlo– el problema de la inmigración irregular, y del que los principales beneficiarios son los que se lucran con el sufrimiento de los más débiles. Entonces, ¿qué demandan los periodistas y medios sociales, humanos y comprometidos que cubren los saltos? ¿Qué denuncian las organizaciones que luchan por la justicia en la valla?

Tanto el periodismo social como el activismo, en condiciones normales, defienden siempre la justicia y la verdad, exigiendo por parte de todos el estricto cumplimiento de las leyes, pero posicionándose siempre del lado del más débil. En este caso, el inmigrante, ya que no son comparables las armas y herramientas sociales y jurídicas con las que cuentan el peón negro y el peón blanco de este enorme ajedrez migratorio.

El subsahariano llega a España cometiendo una falta administrativa, huyendo de la desesperación, del hambre y de las palizas que le propinan las fuerzas marroquíes, provisto de cuatro harapos y respaldado por unas pocas organizaciones con menos dinero que peso específico. En cambio, el guardia lo recibe ataviado de uniforme con pistola, defensa, casco y pelotas de goma. Tiene sindicatos y organizaciones fuertes que le defienden; una Oficina de Protocolo y Comunicación (OPC) que se encarga de contar lo mejor de su actuación; una Delegación del Gobierno con su gabinete de prensa, que le protege públicamente; una Comandancia, un Cuerpo centenario y un Ministerio bien pertrechado con todas las garantías del estado de derecho para respaldarle y ampararle; y una sociedad, la española, que valora muy positivamente el esfuerzo y la entrega que libra cada día en la protección de su territorio.

Pero, además, todo esto queda en agua de borrajas cuando alguien se salta de manera descarada las reglas del juego. No es posible olvidar que esas personas quieren llegar a Europa porque sueñan con vivir en un lugar donde se respeten los derechos humanos, donde las leyes sean justas y su cumplimiento por parte de todos, estricto. “Vosotros no sabéis lo que es vivir sin derechos”, repiten continuamente en los campamentos del monte Gurugú. Europa y, concretamente, España se han erigido en los defensores de las leyes internacionales. En los abanderados de los derechos del hombre y únicos portadores de la verdad y la justicia sociales. En el ejemplo, por antonomasia, de la democracia y el estado de derecho.

Y es por ello que, cuando intentan traspasar sus fronteras, les reciben a bolazos, los expulsa de manera irregular a través de pequeñas puertas distribuidas por todo el vallado, retribuye a Marruecos para que los retenga a base de, y falsea los datos e informaciones para ocultar todas estas conductas vergonzantes.

El uso de pelotas de goma como proyectiles por parte de las fuerzas de todo el mundo es algo cuestionado desde hace tiempo debido a los graves perjuicios que produce su mala utilización y la imposibilidad de identificar al agente que realiza el disparo dañino.

Los propios fabricantes de estas bolas de caucho y de las armas que las arrojan recomiendan que el disparo sea indirecto –que rebote antes de impactar– y que se efectúe a una distancia mínima de 50 metros. El objetivo de este tipo de materiales de control de masas debe ser la disuasión o dispersión de un grupo nutrido de personas por intimidación o, en último caso, el impacto indirecto en las extremidades inferiores para hacer tropezar a uno de los individuos del grupo en cuestión.

En Melilla, los agentes provistos con este material antidisturbios esperan entre las dos vallas exteriores –en caso de haber sido prevenidos por el helicóptero o las fuerzas auxiliares marroquíes– o tras la última valla y disparan directamente contra los inmigrantes que se encaraman a lo alto de ellas –según el testimonio de algunos de ellos y de algunas ONG–.

Esto es, no sólo el disparo es directo al cuerpo, sino que la distancia del arma al individuo nunca es superior a seis metros. Este uso del armamento ha producido varios muertos y numerosos heridos graves desde el verano de 2005 hasta hoy. Tan sólo este verano, tras los saltos que se produjeron en la última semana del mes de julio, tres subsaharianos fueron ingresados en diferentes hospitales marroquíes con fuertes contusiones en la cara producidas por estas pelotas de goma. Dos de ellos han perdido un ojo.

Por otro lado, y teniendo siempre en cuenta el Derecho de Extranjería español, en ningún supuesto de entrada a través del vallado fronterizo se puede hablar jamás del llamado “rechazo en frontera”, ya que éste existe únicamente cuando un extranjero se persona en el puesto fronterizo y solicita la entrada en España.

Si cumple los requisitos, entra; si no los cumple, no se le permite acceder al país. Pero cuando se realiza la entrada en España de manera irregular, la Ley de Extranjería dispone tres supuestos distintos: el retorno, si el extranjero ya tenía decretado un expediente de expulsión previo; la expulsión, cuando el extranjero es detectado en España en situación irregular –conlleva un procedimiento administrativo previo largo y obligatorio–; y la devolución, en caso de que el extranjero sea detectado entrando de manera irregular al país –devolución que no puede ser inmediata y que exige, entre otros derechos y trámites administrativos, un expediente en el que se valore la viabilidad de proceder a la devolución–.

En todos estos casos, el extranjero tiene derecho a solicitar protección internacional (asilo), y no se puede ejecutar la expulsión o devolución hasta que no se resuelva dicha solicitud (en la práctica, ni siquiera se posibilita al extranjero solicitar protección internacional).

Cualquier expulsión sin las mínimas garantías exigidas por el Derecho de Extranjería (asistencia letrada, traductor de ser necesario, registro de la persona con expediente administrativo, garantías de todo procedimiento sancionador, etc.) es totalmente ilegal. Incluso cuando se realiza una devolución por nueva entrada para un expulsado debe constar dicha actuación. Eso de las salidas inmediatas por una puerta fronteriza sin este tipo de garantías es una aberración jurídica.

Y, para justificar esta tergiversación legislativa, España reactiva veinte años después un convenio bilateral con Marruecos, como si éste no se debiera ajustar en todo momento a lo expuesto en la Ley de Extranjería, la cual es muy clara al respecto: el convenio entre reinos únicamente servirá para agilizar el trámite burocrático, pero los derechos y procedimientos deben respetarse en todos los supuestos.

Llegados a este punto, se aclara que los inmigrantes, presionados por la necesidad y la supervivencia, hacen mal en entrar a Melilla a la carrera saltando su perímetro fronterizo, como si el hambre estuviera por encima de las leyes (que también pudiera ser). Pero, algunos encargados de custodiar esa valla y de cumplir y hacer cumplir las leyes, como reza su juramento, se saltan éstas (las leyes, que no las vallas) a la torera y dejan la falta administrativa del inmigrante en mero hecho anecdótico, ya que la contrarrestan con conductas tan inhumanas como punibles.

La realidad es que a unos les mueve la desesperación y a los otros los utilizan como sparrings. Desde organizaciones como la Asociación Unificada de Guardias Civiles (AUGC), se lleva tiempo denunciando la situación de desamparo en la que trabajan los guardias en la frontera. Demandan un protocolo de actuación –que no debería ser más que ceñirse a las leyes ya existentes– y preguntan con insistencia si lo que hacen está mal y, de ser así (que lo es), que los mismos que les obligan a actuar en contra del orden jurídico les den órdenes de no hacerlo. Los guardias civiles reclaman claridad, precisan de medios, de protección y asumen que pueden estar haciéndolo mal en algunos casos, pero que cumplen órdenes y que bastante mal lo pasan ya con una situación que podría evitarse por cauces políticos.

“No he pasado más nervios en mi vida, a nadie le gusta tener que estar ahí sufriendo por ti y por ellos”, asegura un agente destinado en frontera. “He estado de baja psicológica y mi mayor deseo es pedir destino fuera de aquí. Trabajar con esta presión y este ahogo constante es muy difícil”, comenta otro guardia que resultó herido de consideración en un salto a la valla y que no culpa a los inmigrantes porque dice que seguramente él haría lo mismo en esa difícil situación.

Mientras, la representación gubernativa en Melilla sigue permitiendo el juego de la impostura y la desinformación no siendo clara en las cifras, no dejando entrar a periodistas en el Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes (CETI) ni tomar imágenes en él, borrando fotos y vídeos a la prensa, no dando permiso para acercarse a la valla al equipo de comunicación de la coalición de los Verdes Europeos, requisando cámaras y utilizando más personal de la Benemérita para el control de la información y los informantes que para repeler los saltos.

Y en esta demencia en torno a la valla entran todos los actores intervinientes. Porque nada es lo que parece y ninguna acción recibe su correspondiente reacción lógica: Melilla es España y, por tanto, Europa; pero está en el norte de África, por lo que la Unión Europea no demuestra un interés apreciable por lo que acontece en ella. La reconoce como su frontera sur, y por eso la llena de alambradas y pide a Marruecos, su socio preferente, que haga todo lo posible para frenar la inmigración clandestina, obviando las reiteradas denuncias de las ONG que advierten de las agresiones que sufren los migrantes y del abuso y el racismo contra los subsaharianos en el Magreb. Ahora bien, no se implica realmente en las políticas migratorias, ni en la resolución de los conflictos y de la pobreza en el África subsahariana, ni en la mejora de los trámites burocráticos para la consecución de visados en estos países subdesarrollados.

Desde España, se anima al reino alauí a continuar con su “magnífica labor”, ya que hace el trabajo sucio sin esconderse, algo que una nación europea defensora de los derechos del hombre no se puede permitir.

La lectura que puede hacerse de todo esto es demoledora. Mientras el subsahariano no entre en Melilla, no importa su situación y, si se muere de hambre, por favor, que sea al otro lado de la alambrada. Pero si logra pasar, se hará lo posible para devolverlo por donde vino, a no ser que escape y logre esconderse durante horas, motivo por el cual se habrá ganado un lugar en el centro de acogida. Y a los guardias, es mejor tenerlos como al resto de la población, desinformados, aunque muy molestos con el “problema migratorio”, para que en su ignorancia, indefensión y frustración acometan todas las órdenes contrarias al derecho sin hacer preguntas.

Es decir, que mientras el África subsahariana y la Unión Europea –principales actores implicados– no salen a escena, España –haciendo mutis por el foro– confía el drama de la inmigración a un tercer país, Marruecos, que no reconoce las fronteras que custodia y que ha dado muestra clara tanto de su falta de compromiso con la lucha contra la inmigración irregular –siempre que no haya dinero de por medio– como de una falta de respeto reiterada hacia los derechos humanos. Así, en la defensa de los intereses de las administraciones implicadas y de los acuerdos económicos entre estados, se podrá hacer uso de las vidas de inmigrantes, periodistas, activistas y guardias siempre que se desee, sin el más mínimo interés real por acabar con un problema que requiere ser abordado con decisión y humanidad, así como difundido y publicado al completo, con veracidad y transparencia.

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