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ANÁLISIS

Sáhara Occidental, un asunto cada vez más incómodo para España

Marcha por la autodeterminación del pueblo saharaui en Madrid.
14 de octubre de 2021 22:03 h

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Ya era así desde hace tiempo. Pero ahora ya ni se disimula que hay directrices políticas para que, jugando con su credibilidad, los medios de comunicación públicos no puedan cubrir sobre el terreno lo que ocurre en los campamentos saharauis de Tinduf. Se concluye, por tanto, que el Sáhara Occidental resulta un asunto sumamente incómodo para la agenda política de todos los gobiernos que ha tenido España desde 1975.

La incomodidad se ha ido acrecentando en clave interna, porque a ningún gobierno le gusta que su propia opinión pública le afee su conducta. No solo por la descolonización efectuada de lo que un día fue una provincia española, sino también por el olvido en el que desde entonces han quedado muchos españoles abandonados a su suerte. España lleva décadas instalada en una supuesta neutralidad técnica que, en la práctica, se traduce en su intento infructuoso de pasar desapercibida en cualquier fórmula de búsqueda de solución al conflicto y en esquivar las responsabilidades que le corresponden como potencia administradora, sin que la labor asistencial (en buena parte en manos de la sociedad civil organizada) baste para compensar la balanza.

Resulta un tema molesto, asimismo, en la medida en que su mera existencia dificulta las relaciones con Marruecos. Tras el respaldo recibido de Washington el pasado diciembre (y sin que Joe Biden haya rectificado hasta la fecha), Marruecos se siente crecido y cree estar en condiciones de imponer finalmente su tesis soberanista en el Sáhara ocupado. Por simple vecindad geográfica, España es el más afectado por los vaivenes de Rabat cada vez que quiere tensar la cuerda para obtener algo a cambio, aunque sea jugando con las miserias de su propia población. Se demostró el pasado mes de mayo con la que cabe denominar “marcha azul”, cuando 8.000 personas entraron de forma irregular a Ceuta sin encontrar resistencia en el lado marroquí de la frontera.

Es un hecho que –a pesar de tantos intentos por pasar de largo sobre el asunto, creando el ya gastado “colchón de intereses” como mecanismo para evitar que las tensiones puedan derivar en algo peor– Rabat nos tiene cogida la medida y sigue teniendo la posibilidad bien real de chantajear a España con la emigración irregular cada vez que lo desea.

El desagrado no se puede ocultar cuando hay que llegar incluso a actuar como abogado defensor de Marruecos ante las instancias comunitarias, como ocurre ahora con la interposición de un recurso para frenar la reciente sentencia del Tribunal General de la Unión Europea que echa abajo los acuerdos de asociación y pesca firmados entre la UE y Marruecos. El tribunal constató que la población saharaui ni ha sido debidamente consultada ni, mucho menos, se beneficia de ellos. Son ya demasiadas las veces en las que España acaba defendiendo los intereses marroquíes en Bruselas con el consabido argumento de que hay intereses españoles en juego, precisamente derivados de la interdependencia creada entre ambos vecinos a lo largo de los años. Una pauta de comportamiento que poco puede satisfacer a nuestros diplomáticos, conscientes de que cada gesto favorable a Marruecos no solo no apacigua sus demandas, sino que las incrementa indefinidamente.

Lo que se trasluce, aun sin desearlo, es que España se acerca cada vez más a las posiciones marroquíes –o, lo que es lo mismo, se aleja de la defensa de la causa saharaui–, tratando de contentar a un vecino crecientemente exigente sin que eso nos libre de sus exabruptos y de sufrir las consecuencias de sus a menudo destempladas acciones.

Ceuta y Melilla

Pero, recordando que todo lo que está mal es aún susceptible de empeorar, resulta que tampoco la solución del conflicto del Sáhara nos libraría de problemas. Por el contrario, su resolución –sea con la celebración del eternamente relegado referéndum e incluso con la creación de un nuevo Estado soberano en el Magreb o, mucho más probable, con la absorción definitiva del territorio por parte de Rabat– tan solo nos traería más y mayores problemas. A fin de cuentas, por encima y por debajo de las tiranteces propias de cualquier relación entre vecinos, siempre acaban apareciendo Ceuta y Melilla.

En su pretensión por completar la unificación del territorio, tal como lo entiende Marruecos, es obvio que Rabat no va a cejar en el empeño de lograr algún día poner sus dos pies en ambas ciudades y en el resto de territorios españoles inmediatos a su suelo. Y, por tanto, en el momento en el que haya logrado hacerse con el Sáhara ocupado es elemental adivinar en qué dirección se dirigirán sus siguientes pasos. Por eso, en el fondo, lo que España lleva haciendo desde hace mucho es aprender a convivir con las incomodidades que le genera el asunto del Sáhara, rebajando su perfil hasta la irrelevancia en la búsqueda de soluciones al conflicto, con la esperanza de que siga activo durante mucho tiempo y que, de ese modo, se retrase ad infinitum el momento en el que tenga que enfrentarse a un problema aún mucho mayor.

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