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China, en estado de urgencia

El presidente de los EEUU, Donald Trump (i), y su homólogo chino, Xi Jingping (d), ofrecen una rueda de prensa en el Gran Palacio del Pueblo en Pekín (China) el 9 de noviembre de 2017.

Miguel Otero Iglesias

Escribo estas líneas desde Shanghái. Esta semana he tenido la oportunidad de hablar con empresarios, académicos y personas cercanas al Gobierno chino y la sensación de inquietud es palpable. La intensificación de la guerra comercial entre EEUU y China es el mayor tema de debate en la televisión y en la calle. En la última semana no solo ha habido la subida de aranceles de 10% a 25% a un volumen equivalente a 200.000 millones de dólares de importaciones chinas por parte de Donald Trump, y la consecuente represalia de Pekín sobre 60.000 millones de dólares de productos americanos, sino que el presidente de los EEUU ha decidido prohibir incluso –por orden ejecutiva– el uso de equipamiento de Huawei y ZTE en suelo americano e introducir un proceso de obtención de licencias para aquellas empresas americanas que quieran vender tecnología a las compañías de telecomunicaciones chinas.

Esto es un torpedo a la línea de flotación de las empresas chinas, ya que Huawei, por ejemplo, depende del suministro de semiconductores de la estadounidense Qualcomm. Por lo tanto, el convencimiento en China es que Trump está jugando demasiado duro en las negociaciones que están librando los dos países y que su órdago le puede salir mal, ya que si una cosa no puede hacer el Gobierno chino, y eso está muy grabado en el ADN de este país, es “perder la cara”, es decir, mostrar que cede al chantaje de otro, sobre todo si ese otro es la encarnación contemporánea del occidental imperialista que en el siglo XIX humilló a China y la condenó a un siglo de inestabilidad. Antes de capitular a las presiones de Trump, la población china está dispuesta a sufrir, y por eso mismo el Gobierno ya se está preparando para lo peor.

Al fin y al cabo, Trump no solo quiere que China compre más productos americanos. Eso se podría lograr en la próxima reunión bilateral entre Trump y el presidente Xi Jinping en la cumbre del G20 en Japón el próximo mes. Lo que realmente quieren los halcones que asesoran a Trump es ralentizar el desarrollo tecnológico del gigante asiático y ese no es un tema que se vaya a resolver en unas cuantas rondas de negociación, como a veces se pretende indicar. Esto es solo el inicio de una rivalidad sistémica que va a durar décadas, y que hace que los mandarines de Pekín no solo estén pensando en si Trump va a ganar las próximas elecciones o no, sino mucho más allá. El Gobierno chino es consciente que se enfrenta a un rival de un poderío enorme, pero como me ha comentado un interlocutor esta semana: “si tiramos la toalla, y cedemos, vamos a perder, así que tenemos que luchar, porque si luchamos, puede que no perdamos”.

Pese a la gran preocupación que hay, y a la evidente desaceleración que se observa en la economía, la sensación que queda después de esta semana es que las autoridades chinas confían en su capacidad de resistencia. Saben que controlan las palancas macroeconómicas, y que si es necesario pueden estimular la economía por el lado fiscal o monetario, o los dos a la vez. Trump se da cuenta de eso, y ya ha declarado que la FED debería ser súbdita al ejecutivo como lo es el banco central chino y ayudarle a aguantar el pulso. El temor evidente es que, para compensar los aranceles sobre sus productos, China devalúe su moneda y se mantenga así competitiva. Relacionado con esto está el hecho de que EEUU (y también Europa) pueden bloquear la compra de tecnología por parte China, y ya lo están haciendo, pero ante eso China ya está desarrollando programas para atraer talento internacional y desarrollar la tecnología en suelo chino. Hoy en día, cualquier joven emprendedor con una patente tiene un talonario esperándole en Shanghái para desarrollar su idea y cumplir su sueño.

Finalmente, otro factor que les ofrece confianza a las autoridades chinas es la capacidad de trabajo (y de sacrificio) de su población. Cualquier extranjero que visite o viva en este país lo percibe. La ambición y el hambre por mejorar son impresionantes. Jack Ma, el presidente de Alibaba, suele comentar en sus intervenciones públicas que espera que sus empleados trabajen bajo la fórmula: 9-9-6. Es decir, empezar a las 9 de la mañana, acabar a las 9 de la noche y trabajar 6 días de la semana. Según parece, el Gobierno chino también está promoviendo esta misma fórmula entre sus empleados. Teniendo en cuenta que el Estado domina directamente cerca del 50% del PIB chino y que tiene algo o mucha influencia en el otro 50%, queda claro que EEUU se enfrenta a un hueso duro. Tanto que el Gobierno chino incluso se está planteando aumentar los días de vacaciones “obligatorios” para promover el consumo y así la actividad económica si fuese necesario.

China, luego, vive en un cierto estado de urgencia. Hace un año había dos grupos de opinión entre las élites. Los que pensaban que había que ceder ante las presiones de Trump y los que se oponían. Hoy esos dos campos están de acuerdo en que no se puede ceder, y se han dividido en otros dos grupos. Los que piensan que lo mejor para enfrentarse a EEUU es hacer reformas domésticas y estimular la innovación del mercado y el consumo interno para estar más protegidos y los que creen que la mejor defensa es apostar por el modelo chino de capitalismo de estado, reforzar el sector público y depender lo mínimo posible del exterior. Ambos están cada vez más convencidos que el mundo se va a dividir en un hemisferio norte, liderado por EEUU, y un hemisferio sur, donde China tiene cada vez más influencia. Bienvenidos al eterno retorno de la geopolítica.

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