¿Y si EEUU globalizara su sistema de subsidios a la industria verde? La COP28 es el lugar idóneo
Las grandes revoluciones industriales se han cimentado sobre ingentes recursos estatales. Por mucho que la jerga neoliberal se encargue de revestir estas políticas de un tinte proteccionista y, por ende, de catalogarlas como contrarias a su principio de la libre circulación de mercancías, servicios y capitales. La marea de ayudas desplegada por potencias industrializadas y emergentes para reactivar sus industrias y la amenaza de fragmentación de la globalización ha vuelto a agitar un mar de críticas hacia una articulación keynesiana de la economía.
La IRA americana, el armazón legal que entró en vigor en enero de 2023 a instancias del Tesoro de Estados Unidos para catapultar, con su casi medio billón de dólares, inversiones tecnológicas y proyectos verdes que contribuyan a descarbonizar sectores altamente contaminantes ha detonado este cruce dialéctico a dimensiones globales.
La iniciativa de la Casa Blanca ha sido señalada incluso por países como China. Y eso pese a que han puesto en liza hasta 546.000 millones de dólares de su Plan Quinquenal 2021-2025 en líneas financieras abiertas y dirigidas a elevar las fuentes eólica y solar en su mix energético, a las baterías o a su sector automovilístico eléctrico, una cifra que supera la factura monetaria de la Administración Biden a sus firmas industriales.
La crítica también procede de aliados asiáticos como Corea del Sur o Japón y naciones de cultura anglosajona como Canadá o Australia o de sus socios del otro lado del Atlántico. La UE ha sido especialmente incisiva con acusaciones de competencia desleal y nacionalismo industrial por supuestos favoritismos a las empresas estadounidenses en sus licitaciones. De hecho, el presidente francés Emmanuel Macron contestó al senador Joe Manchin, uno de los artífices del IRA, a las pocas semanas de su promulgación con una frase lapidaria: “Estás dañando a mi país”.
La queja del presidente francés iba acompañada de un argumento que yace en el subconsciente colectivo de los jerarcas comunitarios y que teme fugas de capital del mercado europeo -regado igualmente con fondos verdes y tecnológicos- hacia EEUU sus generosos incentivos legales que contempla la IRA americana a las multinacionales.
Toda una paradoja discursiva porque los recursos públicos sustentan la política industrial en la práctica totalidad de los socios del G-20 desde ya antes de la Gran Pandemia. Sagatom Saha, investigador del Center on Global Energy Policy de la Universidad de Columbia, ha lanzado una idea conciliadora para superar este debate. ¿Y si la firma ejecutiva de Biden en la IRA tuviera una profusión mundial?, se pregunta antes de apuntar a la cumbre climática de diciembre en Dubái, la COP28, como el foro idóneo para proclamar la extraterritorialidad de los subsidios estatales.
En su elucubración, este autor hace hincapié en que esta estrategia debería ceñirse a una doble vertiente operativa. Por un lado, su uso como herramienta de reconversión industrial verde y, por otro, como instrumento de ayuda multilateral a los países en desarrollo, los más vulnerables a la catástrofe climática y a las inversiones que demandan sus estrategias sostenibles que son auténticas misiones de supervivencia.
Subsidios verdes globales para doblegar a la Vieja Economía fósil
Saha ha revelado su doctrina en Foreign Policy: utópica, pero concordante con el combate feroz que, a juicio de Antonio Gutérres, secretario general de la ONU, debe emprender el planeta tras el verano más cálido de la historia, la oleada de incendios en Norteamérica o la escalada de la temperatura del Mediterráneo y sus consecuentes tormentas torrenciales. “La humanidad ha abierto las puertas del infierno” llegó a advertir en una alusión sobre la Vieja Economía fósil y su ventaja en el pulso que mantiene con los gobiernos y sus compromisos con las emisiones netas cero.
La Agencia Internacional de la Energía (IEA, según sus siglas en inglés) es también explícita sobre el curso de la cruzada climática: los subsidios oficiales a los combustibles fósiles superaron el billón de dólares en 2022. Igual que el FMI, que alerta de que la fractura de la globalización atenta contra la transición energética y que parecen justificar las supermajors petroleras con sus cifras de beneficios históricas y su reconocimiento de que han inclinado sus flujos de inversiones hacia sus grises negocios tradicionales, mientras practican el greenwashing -lavado de imagen verde- y alardean de apostar por procesos de captación de CO2 en vez de generar energías renovables.
“Las tensiones con Europa a propósito de la IRA se disiparían con un acuerdo para su expansión a escala global” dice el analista de Columbia, lo que “reconstruiría la pasarela transatlántica” en un asunto crucial, la del cambio climático. Pero antes, Biden “debería embarcarse en el desafío de exportar sus postulados”. De impulsarlo -avisa Saha-, “reduciría, los costes internacionales de la tecnología” que se requiere para obtener energía limpia y, debido a su concepción global, “minimizaría las fricciones comerciales e inversoras”.
En apoyo de su planteamiento, saca a relucir un cálculo predictivo de Rhodium Group en el que se asegura que por cada tonelada de CO2 que el IRA reduce en EEUU se podrían suprimir entre 2,4 y 2,9 toneladas adicionales al aplicarse los métodos tecnológicos de ajustes productivos y de precios. El 70% de ese impacto “se podría llegar a realizar fuera del mercado americano”.
Eso sí, en un supuesto en el que dejen de existir conflictos geopolíticos o vetos a la exportación y si se armonizaran las tarifas y aranceles de las tecnologías energéticas. En especial, entre Europa, EEUU y sus aliados. Pero también promoviendo el flujo global de las manufacturas que reciben incentivos domésticos como los de la India o logrando que Indonesia suprima su prohibición a vender en el exterior algunos minerales raros porque ambas prácticas obstruyen las cadenas de valor y ponen a prueba su resiliencia.
Una fumata blanca en la COP28 no solo insuflaría ánimos al reto de lograr emisiones netas cero en 2050, sino que facilitaría la acumulación de los 1,7 billones de dólares anuales en los que se ha cifrado la ayuda de las naciones de rentas altas a ciertos mercados emergentes y el conjunto de países en desarrollo hasta 2030 para descarbonizar sus sectores energéticos.
Aun así, Saha admite que también sería preciso eliminar varios de los elementos proteccionistas que la IRA incorporó para pasar su trámite en el Congreso, valorar una limpia similar en la Chips and Science Act -con otro cheque a las compañías de semiconductores de 280.000 millones de dólares- y rectificar la visión diplomática de Washington, propensa en este mandato de Biden a la búsqueda de alianzas regionales en vez de multilaterales por el voltaje geopolítico con China y Rusia.
Alta diplomacia económica al servicio de la neutralidad energética
EEUU obtendría con ello una triple ventaja. En primer término, alinearía su política nacional del clima con una estrategia internacional que fortalecería su imagen exterior. Sobre todo, si prioriza con sus vehículos de cooperación clásicos -US Development Finance Corporation, Export-Import Bank o la Agencia de Comercio y Desarrollo- proyectos verdes con acceso a los créditos federales de la IRA. Del mismo modo que facilitaría la creación de joint-ventures con inversión e incentivos directos que destinar a naciones en desarrollo que, a su vez, mostrarían mayor predisposición a cerrar pactos comerciales bilaterales y daría más credibilidad a la Casa Blanca en el Sur Global.
Esta punta de lanza diplomática contribuiría a crear, en segundo lugar, un club del clima con un comprensible acervo normativo energético, tecnológico y comercial además de mecanismos ágiles de resolución de conflictos, encargados de vigilar supuestos en los que las medidas proteccionistas eleven los costes de la descarbonización u obstruyan el uso de tecnología sostenible; dentro de la estructura de la Organización Mundial del Comercios (OMC). Finalmente, debería coordinar con la IEA y otros foros la propagación de la tecnología digital en sectores altamente contaminantes como el transporte, el acero o el cemento y la adopción global del mercado de captación del CO2 como el europeo.
Sin embargo, esta movilización billonaria de capital público-privado reclama el activismo verde europeo, necesitado de una urgente readaptación de su agenda sostenible. El Fit for 55, el código regulatorio para reducir las emisiones de CO2 por debajo del 55% respecto a los niveles de 1990 no acaba de fijar su rumbo.
De hecho, opera al ralentí y genera indecisión; por ejemplo, sobre el cumplimiento de la fecha de desaparición del vehículo de combustión, prevista en 2035, que ha sacado a relucir el desaire de alguno de sus socios y de marcas automovilísticas, o con las quejas a Pekín por la invasión de su coche eléctrico, también subvencionado.
Elisabetta Cornago, del Centre for European Reform (CER), revela la que, a su juicio, es la causa esencial de este receso: los lobbies industriales están contentos con los objetivos de neutralidad de 2050 pero no con los de 2030 que atentan contra sus cargos directivos y puestos laborales. Zack Meyer, su colega en este think tank próximo al laborismo británico y paneuropeísta, califica de “hipócrita” la pataleta europea a EEUU y China, incide en que la UE “amenaza más de lo que está dispuesta a hacer” e insta a Bruselas a ver la IRA de Biden como “una ley imprescindible para acabar con las emisiones de CO2 y el dominio chino del suministro manufacturero global”.
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