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Abismo a nuestros pies

PSOE y Podemos se instan a retomar el diálogo sin moverse de sus posiciones

Miguel Álvarez García

Ni me siento eufórico ni me siento indignado. Tampoco preocupado o espantado ante el abismo que se abre a nuestros pies. Tal vez si hubiera que buscar un término me inclinaría por el de indolente. Sí, así me siento.

Aunque no me preocupan mucho los acontecimientos que estamos viviendo si me da que pensar el sentir como creo sentir. Si yo tuviese treinta, cuarenta o cincuenta años andaría muy preocupado con esto pero ahora, sorprendentemente no.

Hablaba el otro día con mi amigo Millán sobre los años, la sabiduría, el conservadurismo de los mayores, de la prudencia, de la paciencia y del relativismo que no distancia, con la que se apreciaban algunas cosas. La edad no sé si nos vuelve sabios, conservadores, prudentes...supongo que a algunos los volverán de un modo y a otros, de otro. Pero de lo que no hay duda es que nos hace ser más escépticos. Y es algo que está ahí queramos o no, un escepticismo que nos aporta la experiencia, buena o mala, vivida.

Decían los filósofos y teólogos españoles antiguos, desde los Reyes Católicos hasta la llegada de los borbones en 1700, que España era el pueblo elegido por Dios. Yo lo dudo, porque pienso que no puede haber un dios tan cabrón. No hay que olvidar que España era entonces una perfecta simbiosis de monarquía, estado y religión. Ochocientos años de lucha contra el infiel habían marcado indeleblemente nuestra historia y creo yo, hasta nuestro modo de ser, incluso, en nuestros días.

Por supuesto, no creo yo que seamos el pueblo elegido por Dios, pero si estoy empezando a creer que algo hay. Si no hay un Dios que nos aboque a una cosa u otra, si puedo llegar a creer que hay unos diosecillos que nos llevan de un lado para otro desde tiempos inmemoriales.

País de caudillajes y adhesiones

Nuestro país es un país de graderío, huestes y lanzas, eso aún no lo hemos superado. Lo pensaba leyendo en las redes sociales, estas mismas de las que me voy alejando paulatinamente estos días. Entre banderas rojas, moradas y violetas, por ahí andan la mayoría de mis amigos, costaba diferenciar quién la tenía más larga, a las banderas me refiero. A lo dicho, de huestes, lanzas y cañas. Es un país de graderío de hinchada, de seguimiento cerril, de filas prietas, mires al bando que mires, de caudillaje y adhesiones. Y ahí radica nuestro principal mal, hay otro. Las anteojeras que muchos se ponen o nos ponemos solo permite ver el rabo del que delante va guiándote.

Decían los antiguos, vuelta a los antiguos, es lo que tiene el vivir estos últimos años perdido entre autores del pasado, que ningún príncipe gobernaría bien si no tenía Consejo y no se hacía acompañar en él de sabios. Y esto curiosamente era también compartido por un Hobbes, un Bodin y un Maquiavelo que como todos sabemos fueron los campeones del absolutismo político.

Me da la sensación, cuando veo lo que veo y oigo lo que oigo, que en este país ya no existen ni consejos ni consejeros. Otra explicación no hay. La soledad del líder en su absolutismo bien sea azul, naranja, morado o rojo es clamorosa y cualquiera que intente ver el fondo de sus ojos lo detectará inmediatamente.

Cabalgamos para nuestra desgracia a lomos de dos males; uno, la falta de consejo y consejeros que nos aboca a líderes políticos condenados a la más absoluta soledad en sus decisiones que no osan ser contradichas, lo decía el otro día Aitor Esteban: “… parece que no hay partidos, que solo existen dos personas…” y dos, ser un país de gregarios, de huestes, lanzas y cañas como el otro mal cumbre.

Ellos son así, porque nosotros somos así. Esa es nuestra peculiaridad, labrada a lo largo de siglos y siglos. Una vena de tradicionalismo vinculada a un perenne servilismo hacia el que dirige recorre nuestra existencia por muy de izquierda o anarquista que digamos. Nuestro ser nos exige mirar alrededor para localizar a aquél al que casi ciegamente debemos seguir y no hay institución, asociación, colectivo o plataforma que se vea libre de esa circunstancia.

¿Votaré por alguien? Por supuesto que votaré, no podría ser de otra forma, pero permítanme que no ponga en especial vela a nadie. Déjenme con mi sobredosis de escepticismo. En caso de poner velas las pondría a esos diosecillos domésticos, cuyos nombres no sé, que son los que rigen, de verdad, nuestra existencia como pueblo desde tiempo inmemorial. Les pediré que sean leves con nosotros pobres mortales y que lo sean a pesar de nuestros pecados como pueblo porque esos pecados siendo de los dos, pueblo y líderes, son más de ellos que de nosotros.

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