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Caprichos del emperador

Tamayo

Tomás Martín Tamayo

Todavía pueden verse en Capri restos de las doce lujosas villas que esperaban la llegada de Tiberio y de su reducido séquito. Alrededor, tres cinturones de casas pequeñas y naves para acoger a su guardia pretoriana, aunque la seguridad del emperador la ofrecía de forma natural la propia isla, con dos únicos accesos, jalonados por un centenar de tiendas que ocupaban soldados de élite. Capri es un islote de 10 km2 y un perímetro de 17.000 metros, imposibles de recorrer a pie, lo que le garantizaba a Tiberio una seguridad que en Roma no tenía con el intrigante y ambicioso Sejano. La explanada que la coronaba, estaba ocupada en su totalidad por las villas imperiales, los edificios que acogían los lugares de esparcimiento del silencioso emperador y las casas de los pretorianos.

Poco después de llegar a la isla, Tiberio llamó al centurión jefe, lo acercó a una ventana y le ordenó que demoliera todas las construcciones del entorno, porque quería hacer una pista para, desde allí, ver trotar a sus caballos. La orden no admitía interpretaciones: “Si hay resistencia emplea la fuerza con todas las consecuencias, pero al atardecer todo eso tiene que estar dispuesto para comenzar la demolición mañana. En diez días quiero ver desde esta ventana correr a mis caballos”... Caprichos de emperador, sí, pero hay que trasladarse al día y al lugar para entender que las veleidades imperiales se convertían en normas de obligado cumplimiento, sin réplica posible.

¿Tiene hoy algún sentido, alguna justificación, que un emperador de juguete se asome a una ventana y ordene que en el Anfiteatro emeritense se levante un graderío para que él pueda ver jugar al pádel? A Tiberio le gustaba ver trotar a sus caballos y a Monago le gusta el pádel y, como ni aquel ni este tienen límites para sus caprichos, los responsables de ayer, como los de hoy, se convierten en meros monigotes dispuestos a cumplir y justificar cualquier atrocidad. Me sorprende en Pedro Acedo, como emeritense, como alcalde y como persona con criterio, esta claudicación, aceptando la aberración y poniendo por testigo a un Consorcio de la Ciudad Monumental, dispuesto a coger la piqueta contra aquello que está obligado a proteger. No se admitió un concierto de Paco de Lucía por la posible agresión que podía sufrir el Anfiteatro y ahora bendicen el horroroso andamiaje que necesita la World Padel Tour, el circuito profesional de pádel, con el consiguiente trasiego de camiones y montadores para que “Tiberio pueda ver trotar a sus caballos”. Al suspender la competición la World Padel Tour ha mostrado sensatez, sobre todo si, como parece, las 195.000 firmas recogidas contra el evento han sido decisivas para su retirada.

¿Y qué decir de la “prestigiosa” conservacionista del Museo de Arte Romano, la ahora entregada consejera de Cultura, Trinidad Nogales, a la que me imagino tragando saliva para bendecir cualquier disparate que se le pueda ocurrir a su emperadorcito? Después de esto ya sabemos lo que podemos esperar del Consocio y de ella. Pobre Ciudad Monumental en vuestras manos. Monago, erre que erre, es incapaz de una sola rectificación y, para avalar su capricho, argumenta -¡qué atrevida es la ignorancia!- que el Anfiteatro se levantó hace 2.000 años para practicar el deporte. Ese razonamiento sirve también para organizar un macro botellón en el Teatro romano y para montar un club de alterne en El templo de Diana. Las entradas las podían vender en la consejería de Cultura, como patrocinadora de una actividad lúdica de alto nivel y que tanto divierte al personal. El Templo quedará muy bonito, con las luces rojas parpadeantes y el reclamo de una señora estupenda en la puerta, silueteada de neón.

Que el Anfiteatro no corre riesgo alguno, dicen los aplaudidores. ¡Ellos sí que son un riesgo! La remota posibilidad de que se corra riesgo es en sí misma un riesgo, pero razonar con zotes entregados es tarea inútil. Sería como pedirle al centurión jefe que le argumentase al emperador sobre el disparate que suponía que la guardia pretoriana derribase las casas de la guardia pretoriana, para que él pudiera ver trotar a sus caballos. Monago es más moderno, lo suyo son los altos vuelos y las raquetas de pádel. La diferencia es abismal.

Este y otros artículos de Tomás Martín Tamayo los puede leer también en su blog 'Cuentos del día a día'

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