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Un freno de tambor en París

Fran, Ángel, Mila y Maite

José María Abril y Ángel Toña Guenaga

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Si alguien me hubiera dicho que, algún día, escribiría un apunte para una revista de ciclismo me habría parecido imposible. Tanto-para ponerlo en los mismos términos de expresión-como que escribiría sobre los globos geoestacionarios. Mis conocimientos sobre una y otra materia son prácticamente inexistentes. Vamos… que no tengo ni idea.

Pero es cierto que hay un par de diferencias a favor del ciclismo. La primera es que, de pequeño, tenía una bicicleta. Ya es algo. Aunque no mucho…me caía con una cierta frecuencia. La segunda, más importante, es que el editor de 'Andar en bici' y yo somos amigos desde los tiempos de la Universidad.

En agosto pasado, nos volvimos a juntar, en la Semana Grande de Bilbao, nuestro grupo de “sospechosos habituales”, de entre los que nos conocimos estudiando Empresariales en la Universidad Comercial de Deusto en los primeros años 70. Solemos celebrar Aste Nagusia comiendo en alguna de las terrazas bilbaínas. Después de tres años, hemos vuelto a nuestra costumbre. Y allí estamos tantas horas como décadas hace que nos conocemos.

En la comida de este año, Ángel habló de su ambición de que 'Andar en bici' sea algo abierto a todo y a todos, incluso a personas cuya vida y aficiones estén muy alejadas del ciclismo.

—Aunque creas que no, aunque te tengas a ti mismo como la persona más ajena a una bicicleta que existe, piénsalo bien y seguro que una parte de tu vida tiene que ver con ella.

Y, por aceptar el reto, empezamos a recordar…y surgieron historias que iban desde lo empresarial a lo nostálgico pasando por lo anecdótico y hasta lo extravagante. Como aquel el día en La Riviera. Maite y yo solemos estar la primera semana de julio en Cannes. Y, en la estancia de hace unos años, decidimos ir a pasar el día en Niza, sin saber que allí, aquel preciso día, era el fin de etapa del Tour. Y caímos como 'parachutistas' en torbellinos y aglomeraciones de todo tipo de los que salimos como pudimos.

—Elige una de esas historias y cuéntala. Y si tiene interés y me dejas publicarla, lo hacemos— dijo Ángel.

Y eso es lo que estoy haciendo ahora. Supongo que el primer impulso a la hora de escribir algo que ha ocurrido en tu vida es intentar ser preciso. Y además ahora es más fácil que nunca buscar fechas exactas, averiguar lugares concretos… Solo tecleas y ya está. Pero eso está muy bien para aquello en lo que, por lo que sea, el ser preciso es importante. Pero, para un recuerdo, quizá lo más valioso es cómo lo recuerdas. El recuerdo, en sí, es la historia. No eres un investigador de tu propio pasado, no hace falta saber los pormenores: si a ti se te han olvidado, imagínate lo poco que les interesarán a los demás.

O sea, que así lo recuerdo…

En los primeros años 80, trabajaba en un holding de alimentación, todavía no había entrado en el mundo financiero. En noviembre, en París, se celebraba, supongo que aún lo hace, la feria más importante de Europa del sector alimentario, Sial. Y me enviaron a pasar tres días en la ciudad. Se lo comenté a Ángel…

—¿Te va a sobrar algo de tiempo?

—Seguro que sí, a última hora de la tarde. ¿Por?

—Es que, si me pudieras comprar un freno de tambor para la bici, sería estupendo. Aquí no es igual… bueno, en ningún sitio es igual.

—Vale… pero ¿dónde? ¡¿En el centro de Paris hay tiendas de bicicletas?!

Esa fue la primera vez que oí hablar de La Avenue de la Grande Armée. “Justo la prolongación de los Campos Elíseos, cuando llegues al Arco de Triunfo, bordéalo y sigue en línea recta, ahí está”. Y es que, entonces, el París que yo conocía, acababa en Charles de Gaulle. Luego, con los años, ese punto final de la ciudad se ha convertido en una primera parada para seguir por La Grande Armée hasta La Defense o tomar la Avenida Koch para llegar al Bois de Boulogne, empezando en Las Tullerías, donde está el hotel al que solemos ir. Andando, siempre andando. Es como se conoce las ciudades. Supongo que ni siquiera la bicicleta te permite hacerlo igual.

Al acabar el trabajo la primera tarde fui, antes de que cerraran, a la tienda que Ángel me había dicho. Sí, allí estaba, en la Grand Armée y abierta hasta las ocho. Pregunté por un freno de tambor. Y el dependiente se me quedó mirando. Supuse que era mi francés que, si se había quedado un poco oxidado después del bachillerato, en aquellos tiempos ya era casi un vago recuerdo, sustituido por 'el inglés del business'. Le repetí con calma, tratando de pronunciar 'en nasal', a ver si así…El buen hombre asintió y volvió a quedarse mirando. Hice un gesto como de “y qué pasa ahora…”. El dependiente, al que no sé por qué me lo imagino con una bata, quizá gris, hizo un amable esfuerzo y me preguntó en un castellano que no era mejor que mi francés:

—¿Para la rueda de adelante o para la de atrás?.

—Ahhh… ¿Son distintos o qué?

—Claro que son distintos.

Casi las ocho, a punto de cerrar, pregunta sin solución. Ahora, en días como estos, el dilema se habría resuelto con una llamada al móvil de Ángel, se lo habría pasado a aquel caballero, habrían hablado entre ellos, tarjeta de crédito, envolver el paquete y sanseacabó. Pero no en noviembre de 1980. Entonces, la única solución era 'hablar con Bilbao' a la noche desde el hotel. Y volver al día siguiente. Así que “a demain…”.“ Oui, a demain, nous restons ici”.

Segundo día, casi las ocho de la tarde, también a punto de cerrar, mismo dependiente con —recordada o imaginada— bata gris. Entré y casi sin decir buenas tardes, al ver que me reconocía de la tarde anterior, le di la solución al enigma. No sé si era la de adelante o la de atrás. Lo que me hubiera indicado Ángel la noche anterior. Casi seguro me lo había dicho antes, al hacerme el encargo. Y yo, en mi absoluto desconocimiento de la materia, lo habría juzgado irrelevante. Y, por tanto, olvidable.

El hombre de la bata gris marengo asintió y sonrió, sin duda apreciando mi esfuerzo. Y preguntó: “¿De qué radio?”. Vaya, por lo visto, los había de varios radios distintos… Le di todos los datos que tenía a ver si de ellos se deducía el radio: “Para un tándem y rueda trasera” (o delantera, lo que me hubiera dicho Ángel). Pues no, los había de dos radios distintos. Otra vez, problema sin solución.

—Mañana vuelvo…pero, por favor, dígame todas las posibilidades de frenos de tambor que tiene.

Y el hombre de la bata gris marengo con manchas de grasa negra, ya más serio y quizá un poco mosqueado, cogió una libreta de recibos, arrancó el primero, le dio la vuelta y escribió una serie de cosas que cuando yo las releía luego, camino de vuelta a Las Tullerías, eran tan indescifrables como un jeroglífico egipcio. Por la noche, desde el hotel y con Ángel al otro lado del teléfono, fui poniendo una serie de anotaciones. Ya no habría más duda posible.

Tercera y última tarde en París. Noviembre de 1980.Allí estábamos de nuevo. El hombre de la bata gris marengo, con codos reforzados y con manchas de grasa y yo, con mi hoja ilustrada en base a las anotaciones de la noche anterior. Se la entregué, con el gesto de quien pone punto final —y de forma satisfactoria— a un problema de casi imposible resolución. Él fue bajando la vista, asintiendo a medida que iba encajando las especificaciones. “Aja… très bien… pas de problème”. Hasta que se paró en un momento determinado. ¿Y qué pasa ahora? Levantó la cabeza pesarosamente y me dijo la que, según Fran, otro amigo nuestro, es la palabra más triste del idioma francés. Es esa que, cuando la escuchas, te entran ganas de abrazar a quien te la dice y llorar amargamente los dos. Y terminas tú consolando a la persona que te la ha dicho, cuando debiera ser al contrario…

—Desolé...

—¿Desolé? ¿Cómo que desolé? ¿Aquí acaba todo? ¿Tres tardes, tres caminatas, tres investigaciones casi de 'film noir' para un… desolé?

—Terriblement désolé… pas en stock… peut-être la prochaine semaine.

Había que buscar una solución satisfactoria a todo aquel proceso. Yo no podía volver a Bilbao sin nada. Así que dije: “Deme algo que tenga que ver con la bici, que sirva siempre, que no genere ningún tipo de duda y que tenga un cierto valor” (no quería imaginarme volviendo en el avión con un timbre…).

El hombre de la bata gris marengo, con codos reforzados y manchas de grasa, con un bordado de hilo blanco sobre el bolsillo en el que que ponía “A la Grande Armée, tout pour le cycliste”, me miró mientras pensaba (o hacía que pensaba).

—Attendez…

Entró en la trastienda y a los pocos segundos salió con un objeto negro y compacto que dejó caer orgullosamente sobre la vitrina del mostrador. —Plooock…

Aquello sí, aquello lo reconocía, mis conocimientos sobre la bicicleta llegaban a alturas insospechadas para mí. Y la verdad es que no me costó mucho identificarlo. Aquello era… ¡un sillín!

Hace ya 40 años. Lo que no se pudo hacer en tres días ahora lo hubiéramos resuelto con una llamada de móvil. La primera tarde y en dos minutos. La tecnología nos ha cambiado mucho, casi siempre para mejor. Pero, afortunadamente, los amigos seguimos siendo amigos. Y París sigue siendo París.

Un modelo Sturmey Archer, por Ángel Toña Guenaga

José Mari recoge en su texto nuestros recuerdos, que con el paso del tiempo se pueden difuminar, y en este sentido, también reinventarse. Cómo describe la bata del dependiente, cada día con un detalle añadido, es una muestra de que la memoria importante permanece, aunque el decorado lo podemos reescribir, sin alterar nada sustancial.

Me alegra este texto, que viene a ser una celebración de nuestra amistad, junto a Maite, Mari Eli, Fran y Mila. Y también la recuperación de un París, cambiante en el tiempo, en el que por muy diversas razones hemos estado muchas veces. Porque siempre nos quedará París.

José Mari no sabe de ciclismo, ni de bicicletas. Yo algo más, me gusta vivir la bici, pero tampoco soy un experto. Desde muy niño tengo bicicleta, y conseguí un tándem ZEUS en 1979, cuando Mila y yo nos casamos. Al año siguiente, y aunque Mila tampoco domina la bici, hicimos en el tándem un bonito recorrido. De Bilbao a Bordeaux, y de allí en tren a Orleans, para visitar en tándem y tienda de campaña, todos los castillos del Loira, hasta Angers. 

Pinchamos muchas veces. Y supimos el porqué. Era un tándem con ruedas finas, y al ir dos personas y frenar, las llantas se terminaban calentando hasta el reventón. ¿Y la solución? En mis indagaciones —más complicadas que en los tiempos actuales— descubrí el uso en algunos tándem y bicis europeas de los frenos de tambor. Frenaban con un mecanismo dentro del buje, y no se calentaba la llanta. Conseguirlo en España era imposible, apenas se podía importar material, no teníamos cultura ciclista y las aduanas y aranceles estaban para proteger la industria española de la invasión de productos extranjeros. 

Y entonces… José Mari me dice que va a París. Sabía de la existencia de una tienda en la Avenue de la Grande Armée, y le pedí que si podía… me trajera un freno de tambor. Tampoco le di toda la información técnica completa, no la tenía, le expliqué lo que pude. Me acuerdo de la marca: Sturmey Archer. De aquí en adelante, nos lo cuenta él. 

El tándem, sin frenos de tambor, duró bastantes años, hasta que, en una bajada, en la que iba con mi hija Alazne volvimos a pinchar y nos caímos. El cuadro quedó inservible, y el tándem pasó a la historia. Pero quedó en nuestra memoria.

Los frenos de tambor no lograron implantarse mucho. En la década de los noventa, aparecieron los frenos de disco en las 'mountain bike', y fue la definitiva solución para los tándems. Y en los últimos años se ha implantado en toda clase de bicicletas. Ya no pinchan por frenar, aunque pesemos mucho, y son más seguros.

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