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Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

La España nacional-nacionalista

Javier Arteta

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Ocurrió con Aznar y ha vuelto a ocurrir con Mariano Rajoy. Lo vivimos en Euskadi hasta la extenuación, cuando Ibarretxe nos proponía planes y consultas autodeterministas, y lo volvemos a vivir, aún más extenuados, cuando Artur Mas, en Cataluña, se saca de la manga unas elecciones autonómico-plebiscitarias, felizmente culminadas, para caminar hacia la independencia. Lo que sucedía cuando el Gobierno de Aznar disponía de mayoría absoluta en el Congreso de los Diputados, sigue sucediendo con la mayoría absoluta del Gobierno de Rajoy: que el debate político se centre, no en lo que interesa a los ciudadanos, sino en la pugna a muerte entre nacionalismos enfrentados; o, si se prefiere, entre nacionalistas (periféricos) y nacionales (españoles).

Siempre que se da esa maléfica conjunción de una derecha que gobierna en España con otra derecha nacionalista que lo hace en Euskadi y Cataluña, la política española tarde o temprano queda abocada a un choque de patrias, en el que la ciudadanía es lo último que se ve. O, por precisar mejor, lo único que no se ve. De hecho, en este último proceso electoral, el protagonismo de esa señora tan malhumorada que recibe el nombre de Cataluña ha usurpado el que debería corresponder a unos ciudadanos catalanes que no han tenido la oportunidad de saber qué políticas de bienestar y desarrollo económico y social les proponían los diferentes partidos; que para eso, es de suponer, se convocan unas elecciones autonómicas que no estén trucadas por otros objetivos “nacionales”.

Cuando esto último ocurre –y ocurre, además, de manera tan grosera-, se incurre, como se ha incurrido, en un menosprecio preocupante a la sociedad a la que se quiere representar, en Cataluña y en el resto de España. En el resto de España también. Porque no deja de ser altamente chocante que a los que han hecho campaña erigiéndose en paladines de una patria “común e indivisible”  les deje en la mayor indiferencia la suerte futura de quienes quieran seguir siendo españoles. Me refiero, por supuesto, a esas dudas sonrojantes del presidente Rajoy, cuando le preguntaron en Onda Cero sobre el futuro de la nacionalidad española para aquellos catalanes que quieran conservarla, en una eventual Cataluña independiente. Pero me refiero también a cómo Rajoy salió del jardín en que se había metido, al concluir que lo planteado por el periodista no era más que “una disquisición que no conduce a parte alguna”.

La anécdota no es de carácter menor, por todo lo que revela. Quienes, como el PP y su Gobierno, aceptaron, por la vía de los hechos, el carácter plebiscitario de las elecciones catalanas; quienes, de manera beligerante, y convenientemente dramatizada, tomaron partido por la opción no independentista, se desentendían  olímpicamente  de la suerte de aquellos que, en Cataluña, quieren seguir siendo españoles, sin encontrar a un Gobierno español que les defienda de manera consecuente. Es lo que tienen los nacionalismos: que no están pensados para resolver los problemas reales y cotidianos de sus “nacionales”, sino para perpetuarse en el poder, excitando los sentimientos de pertenencia a través del enfrentamiento permanente con el “enemigo externo”.

Por eso, precisamente, los debates que plantean son debates sin salida, por ser los que más convienen a sus protagonistas. Y, por eso mismo, los buscan con denuedo. No es que les salgan al paso, es que los promueven porque forman parte de sus mismas señas políticas de identidad. Los promovió el Gobierno del PP cuando inauguró su mandato tratando de “meter en cintura” a la España de las Autonomías y pasando por encima de las competencias de las Comunidades Autónomas (en Sanidad y Educación, por ejemplo), con la idea de ir quebrando nuestro Estado del bienestar. Y los ha promovido el nacionalismo gobernante en Cataluña, al grito de “España nos roba”, tan demagógico y tan eficaz al mismo tiempo, porque permite ocultar que quienes han venido robando a los catalanes eran Pujol y el régimen que Pujol y sus “hijos políticos” (Artur Mas entre ellos) implantaron en la “Cataluña del 3%”.

Y ahora, para mayor enloquecimiento, los resultados electorales nos deparan un pintoresco bloque independentista, cuya mayoría absoluta de escaños parlamentarios se sustenta en los delirios de una fuerza política (la CUP), empeñada en promover la desobediencia a las leyes y en hacer de Cataluña, no ya una república independiente, sino un asteroide extraño que sobrevuela por España y Europa entera. Y quienes han perdido su plebiscito fraudulento siguen reiterando su apuesta independentista, como si las urnas no hubieran pasado por ellos. Lo ha proclamado Artur Mas a los cuatro vientos: “Cataluña ha ganado”. Y a lo mejor es verdad, porque Cataluña sigue siendo él. Para eso, y no para otra cosa, el “hijo político” de Pujol había convocado estas elecciones: para que no existiera la más mínima duda al respecto.

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