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Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

Sociedad, tenemos un problema

Imagen de recurso de un aula.

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Hace unos días y de forma absolutamente casual, alguien junto a mí utilizó la reiterada frase “Houston, tenemos un problema”. Recordé las peripecias por las que los tres astronautas del Apolo XIII, encabezados por Tom Hanks, tuvieron que pasar para lograr una vuelta a casa, tras la explosión de un vehículo espacial; visualicé, una vez más, las brillantes imágenes que nos mostraban la belleza de la Tierra, contempladas desde los ojos de esos hombres angustiados por un retorno cada vez más complicado.

Esa visión de un planeta azul, minimizado ante la inmensidad espacial inabarcable, nos sumergía en una sensación desazonadora de inferioridad, de banalidad de los problemas humanos, contemplados a tal distancia sideral. Todo quedaba empequeñecido: las disputas conyugales, la mala relación con la jefa de la empresa, las dificultades económicas por llegar a fin de mes. Nada debía parecer a esa distancia importante; tan solo la supervivencia. La relatividad -y no hablo de la física- adquiría otra dimensión. 

Sin embargo, si miramos nuestro mundo desde nuestra realidad planetaria, humana, se puede obtener la misma sensación de insignificancia. Nuestro mundo al que seguimos llamando globalizado, por más que no nos guste en sus múltiples variables, nos ha puesto de nuevo en señal de recogimiento. Nos sigue costando enormemente utilizar las palabras de manera distinta a la que lo hacemos rutinariamente; por ejemplo, usar el nosotros en clave solidaria. Marina Garcés lo expresa con rotundidad: “Entre el yo y el todo no sabemos dónde situar nuestros vínculos, nuestras complicidades, nuestras alianzas y solidaridades. A pesar de que se haya hecho uno, el mundo global aparece a nuestros ojos como un mundo fragmentado, enzarzado en una guerra y en un conflicto permanentes: entre culturas, entre la legalidad y la ilegalidad, entre expectativas de vida, entre amenazas para la misma vida”.

La mayor parte de las ocasiones, utilizamos el nosotros/as en clave identitaria, frente al ellos/as. Nos gusta buscar vínculos de unión y señalamos constantemente aquellos otros que no nos identifican. Nos sentimos pequeños/as ante una globalización amenazante, pero somos grandes en el momento en que el enfrentamiento, la diferencia, nos señala.

Si la educación no queremos reducirla a un servicio, a un producto, debemos trabajar para implicar al resto y transformar espacios sociales y culturales en nuevos lugares de encuentro

Trasladada esta reflexión al ámbito educativo, podemos observar, a modo de ejemplo la controversia política alcanzada durante la tramitación de la LOMLOE. Sabido es que en un estado democrático, la divergencia de opiniones, la disparidad ideológica trasladada a la política provoca cruces argumentativos diversos, perfectamente asumibles desde la diversidad admitida socialmente. 

Sin embargo, en esta ocasión, la situación de enfrentamiento político alcanzó cotas preocupantes y el nosotros, una vez más, fue el estilete con el que marcar territorio común frente a “los bárbaros”. Esa identificación de personas ultrajadas -especialmente colectivos y agentes educativos de la red concertada- por lo que consideran una pérdida de libertad educativa, no hace sino señalar otra vez la necesidad de identificación para enfrentarse a quienes les contradicen. Buscan un reagrupamiento ante lo que consideran que es una afrenta irreparable. Es en momentos como ese cuando la necesidad de colocarnos ante el espejo de la verdad se vuelve una necesidad absolutamente humana; debemos entonces buscar la humildad y reconocer nuestras incoherencias, como casuales/intrépidos astronautas. 

¿Dónde si no en aquellas personas que reclaman la devolución de la libertad educativa perdida, hay que buscar la segregación que sufren cientos de miles de alumnas y alumnos de la enseñanza pública? ¿Quiénes si no dirigentes políticos conservadores han permitido construir centros concertados en terrenos públicos, desoyendo las voces que reclaman inversiones necesarias en la otra red? ¿Por qué tenemos que seguir escuchando de esas voces enfurecidas que hay que mercantilizar aun más la educación para que aquellas familias que puedan sigan siendo selectivas de profesión? La respuesta la encontramos nuevamente en la filósofa Garcés, cuando afirma que en el mundo global en el que habitamos no sólo el yo, sino el nosotros ha sido privatizado, “…encerrado en lógicas del valor, la competencia y la identidad”.

Pedimos, exigimos en ocasiones, que la educación sea capaz de adentrarse en problemas que la sociedad ha creado y no sabe cómo solucionar. Confiamos en que unos cambios metodológicos, una nueva ley educativa sea capaz de arreglar los desaguisados en los que hemos subsumido a una parte de colectivos distintos a la mayoría social. Deseamos que la próxima remodelación del currículo escolar transforme a jóvenes a los que nuestro sistema capitalista ha convertido en dependientes del “fast food” en veganos convencidos/as; presionamos para que nuestras enseñanzas sobre la excepcionalidad climática que vivimos consigan inundar plazas y avenidas de cientos de miles de Gretas Thunberg. Y durante ese tiempo, nosotros -como sociedad- continuamos consumiendo comida en lugares inapropiados y energía de forma incontrolada.

Pero no es así. Quienes participamos del trabajo educativo no podemos encerrarnos en la ilusa creencia de que podemos con tan ardua misión; no solos ni solas. Como bien argumentan los artistas y profesores de Secundaria, Marta de Gonzalo y Publio Pérez 

“Esto no es un trabajo que podamos asumir en exclusiva los educadores, de la misma forma que los sanitarios no pueden hacer frente, solo con su vocación, a las limitaciones de personal o la reducción de medios materiales, o a la irresponsabilidad individual o colectiva. La mano izquierda del Estado, que decía Bourdieu, o tiene un respaldo social o se desploma”.

Cuanto antes tenemos que tener la certeza de que en este barco que da tantos vaivenes no estamos solos/as; que la sociedad en su conjunto (políticos/as, instituciones y familias) no salta por la borda, en busca de otra nave más segura.

Si la educación no queremos reducirla a un servicio, a un producto, debemos trabajar para implicar al resto y transformar espacios sociales y culturales en nuevos lugares de encuentro. Vivir es aprender a vivir colectivamente y el sentido de ese aprendizaje es el fruto de una reescritura permanente y conflictiva de los saberes y de los valores que compartimos, nos recuerda Marina Garcés.

La sociedad tiene que involucrarse de lleno en el tipo de educación que desee y acompañar en esa transformación que teoriza. Sólo de ese modo, podremos coincidir con aquel momento dulce de la película citada de Ron Howard, en la que astronautas y operarios de la NASA reconocen que la misión puede tener el final feliz deseado: “Odisea, aquí Houston; encantados de oírlos, de nuevo”.

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