Sobre banderas, credos e identidades
Recientemente hemos celebrado, los que lo hayan celebrado (yo por lo menos tuve un día de libre asueto que me vino muy bien para dormir), la fiesta de la Hispanidad. Además de la muy noble tarea de descansar, he tenido ocasión de echarle un vistazo a los medios. Y de lo visto, y de episodios anteriores, brota en mi impenitente cabeza una reflexión que quisiera compartir. Va por delante que algo que se llamó el “Día de la Raza” despierta en mí suspicacias, no del todo calmadas por saber el origen liberal y regeneracionista de la feliz idea, absolutamente salpicada por la pérdida de nuestro colonialismo. Cierto es que “raza”, cuando se fraguó la idea, no era algo pronunciado por personas que supieran lo que supuso luego el Holocausto nazi, pero no lo es menos que ese pensamiento “sobre la diversidad” ya estaba palpitante en los discursos nacionalistas de muchas naciones. Y ahí están los resultados...
Hemos leído cómo ciertos líderes, de ambos extremos del espectro político, se tiraban piedras mediáticas sobre el significado, alcance y legitimidad de esa festividad. De un lado, banderas oficiales, deidades del Pilar, desfiles, flamantes militares en lucidas galas , y algún que otro quejumbroso vociferante por haber cambiado el nombre a la madrileña calle del General Millán Astray — muy cerquita de donde me crié — en un barrio donde los que lucíamos espinillas pubescentes no sabíamos quién era ese señor, y desde luego, al referirnos a la calle, no le llamábamos con el título de General. Yo mismo viví largamente en General Saliquet, sin preguntarme nunca quién fue ese señor. Seguramente de saberlo, me habría dado algún que otro escalofrío al escribir mis entonces frecuentes cartas “a mano”. También en Mérida ha habido alguna que otra polémica sobre la restauración de la fachada de la Iglesia de Santa María, hoy Concatedral, para disimular el esculpido fascista joseantoniano.
Cualquiera que tenga amistades de otros países, a buen seguro, comprobará lo poco que entienden todo esto. Lo mismo que no entienden que sea Patrimonio Nacional el monumento faraónico que se hizo el dictador español y que la inmensa obra siga siendo escenario, hoy en día, de espectáculos ya incomprensibles en la Europa de los años 50 del siglo pasado. Quizá no es que no entiendan la “protección al arte”, sino lo que allí se conserva y la forma en que ese arte fue plasmado...
En la otra orilla política, recalan luchas de separación amparadas en el odio al otro, al culpable de todos nuestros males, el “yo, me, mí conmigo” que no quiere entender que si hubo allí víctimas del genocidio español del siglo XX, y su deleznable continuación dictatorial (permitida, o mirada de reojo, por los gobiernos de los que antes he dicho que se mostraban poco comprensivos), la hubo en todo el resto de esto que llamamos España.
Llamadas a la condena de la genocida colonización de América, contra símbolos no comunes, contra la militarización del día del pueblo... (que olvida que los militares son pueblo), gentes bienintencionadas a las que lo del 12 de octubre (ojo, que ya no es el 1 de octubre) les parece una usurpación del derecho de toda nación, o grupo humano institucionalizado, a sentirse más cercano y unido.
Y ¿cuál es el efecto? Lucha de banderas, de mensajes, de naciones, de entidades... de animales “llamados patrias”, que para algunos parecen superiores a los animales a los que nos duele el hombro cuando nos giramos al dormir... en una cama.
Ha de evocarnos, lamentablemente, el uso que se hace de algo tan respetable como los sentimientos religiosos en nuestros lares. Ese “catolicismo”, por cierto muy poco amparado en la academia de los teólogos y en la experiencia de los que realmente viven una experiencia religiosa. Es otra cosa que vale para tirárselo al otro encima. Ese catolicismo manipulado que olvida sistemáticamente lo esencial del mensaje de sus orígenes, para dedicarse a preocuparse de Belenes, procesiones, cabalgatas de Reyes o ediles acompañando imágenes religiosas. Y que conste que no veo nada malo en ello, pero sí en imponerlo o en usarlos para machacar al otro. No es, desde luego, un catolicismo que se sienta deudor de un cristianismo matriz que esencialmente se preocupa del vulnerable y del diferente... No señor... (o Señor). Eso no es. Es pegar con la estaca para ver dónde hago un hueco a mi sentir, por supuesto, bien cubierto por mi muy poca evangélica falta de empatía con las minorías, los pobres, los expulsados del sistema... la “otredad”, los otros... Ese sentir que es solo defenderme en mi territorio, cuando posiblemente el tal Cristo, en su caso, solo quería sacar a las gentes de sus territorios...
En la otra orilla de nuevo, llamadas al laicismo, que también comparto, el aras del universalismo y la fraternidad, de la eliminación de barreras, que no puede servir para cavar otra trinchera.
Esto es lo que me gustaría traer al pensamiento del amable lector. Que se nos invita tomar identidades, a enarbolar banderas, e incluso adorar a dioses, para pegarle un estacazo a otro. Al que no se siente como yo, al que tiene otra bandera, al que tiene otro dios, o ningún dios...
Si yo me sintiera absolutamente orgulloso de mi fiesta y de mi bandera nacional, creo que me sentiría muy preocupado de que una parte importante de las gentes que considero mi nación, estuviera con los pelos de punta, en el más mamífero sentido de la expresión. Me sentiría extraño sintiéndome vinculado al Dios de la humildad y la “otra mejilla” y para ello precisar ser soberbio y buscar cómo diferenciarme para acorralar al diverso.
No vale denostarlos. Eso es demasiado fácil. Una fecha y un símbolo nacional tiene que atender incluso a las minorías... Y en este caso no creo que sean minorías. Es gente que lo deja estar porque no sabe muy bien qué va eso con ellos. No puede basarse el sentimiento de “españolidad” a base de dar gorrazos a los que comparten o colindan territorio y no lo ven de la misma manera. De la misma forma, no puede basarse un bienintencionado sentimiento nacionalista —dicho sea de paso, por los que no siento ninguna simpatía más allá de la pueda sentir por los bienintencionados centralistas — en establecer que el malvado y el culpable es “el otro”. Hispanidad habría de ser un sentimiento de hermanamiento con todos los relacionados histórica y comunicativamente con lo que hoy llamamos lengua española. Una suerte de maravillosa filología política de altas miras.
Ya está bien. Ya vale de utilizar sentimientos como el patriótico o el religioso, que serían en sí mismos objeto de un buen pulido en un pensamiento ilustrado como el que se nos supone, si no es para buscar la fraternidad y la unidad que a las que nos aboca la Declaración de los Derechos Humanos, muy pronta para el fascismo español, pero ya muy abuela para la realidad contemporánea.
No se pueden enarbolar la patria, la religión, los orígenes, para pegar estacazos al vecino... Sobre todo si quiero hacer patria con él, si quiero que mi religión sea respetable para él, o si quiero buscar armonía entre nuestros orígenes.
Las gentes más dispuestas al diálogo interpersonal, político, inter-identitario (perdonen que me invente términos), interreligioso... Las gentes que buscan no la Verdad sino, de verdad, y de corazón, entenderse y convivir —y que sienten que la diferencia en realidad es una cosa muy valiosa— se van a ir hastiando, lentamente, de estos espectáculos mediáticos. Si sazonamos esto con el panorama político nacional, el efectivo, el real... Más nos vale, como dijo Uno..., echarnos al agua con ruedas de molino al cuello, precisamente por no escandalizar a los inocentes, o como seguramente dijo Otro... “volvernos a la caverna”.
La superioridad moral cae de bruces si toda eticidad se confunde con lo que yo siento o con lo que a mí me viene bien. La ética y la convivencia requieren precisamente pensar en términos que incluyan a todos y todas. Es una superioridad moral pretendida, que puede tener cualquier posición ideológica, que en este caso utiliza la simbología que debería unir para separar, para profundizar las heridas en vez de sanarlas. Los símbolos no deben ofender a nadie, y si pretendemos que sean universales o para todos, no pueden ser impuestos por la fuerza de la costumbre. Una superioridad moral, a mi juicio, no es tal si no atiende a los más débiles o vulnerables, sean humanos o no humanos.
Va por Ustedes, personajes y/o personas sujetas al estudio y al delirio, cada uno en su medida, Platón de Atenas y Jesús de Nazareth.