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Zeus sucumbe al lirismo de García Montero y a un titán llamado Lluís Homar en el Festival de Mérida

'Prometeo', una obra protagonizada por Amaia Salamanca, Fran Perea y Lluís Homar

Alberto Santacruz (EFE)

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No hace falta ser un dios para sentarse en el Olimpo, al menos, el de las artes escénicas. Puede que hasta Zeus haya sucumbido sobre la arena del Teatro Romano de Mérida al lirismo del poeta Luis García Montero y a un titán del escenario llamado Lluís Homar.

Si este era el secreto de Prometeo, aquel a quien Zeus castigó a ser devorado por las águilas tras entregar el fuego divino a los seres humanos, bienvenido sea el sufrimiento del “traidor”, pues su generosidad con los terrenales ha permitido que estos tengan la capacidad de crear, de escribir... de interpretar.

De no haber sido así, Zeus no hubiera consentido que el ser humano le dijera ni media palabra, ni que existiera la cultura y, por ende, tampoco este Festival de Teatro Clásico de Mérida, que esta noche ha acogido todo un ejemplo de lo que es escribir, dirigir, sentir y actuar, y todo a la vez, como si estuviera cosido.

Es un todo lo vivido en la noche del  miércoles en el festival emeritense, pues el todo conforma un espacio único para el diálogo entre quienes están arriba del escenario y el público, con el añadido de que este último no habla, pero participa desde la introspección personal que le exige el texto de García Montero. Es un lirismo directo, cercano, hasta divertido.

No, no hace falta ser un licenciado en poesía para entender a la perfección lo que García Montero quiere trasladar a través de sus dos Prometeos: el anciano, interpretado por un colosal Lluís Homar, y el joven, papel que expone Fran Perea con muchas tablas y muy buen hacer.

El camino del ser humano lo traza la esperanza, la cual viene tallada por la necesidad de ser uno mismo, en la que cada uno cincela su pensamiento, su idiosincrasia y su razón de ser a través del amor a sí mismo y al prójimo.

Es un rito de generosidad. Frente a este estatus de un hombre o una mujer que es capaz de cuestionar órdenes celestiales o procedentes de “tronos enfermos de tiranía”, como exclama Prometeo, están quienes optan por la indiferencia, como el dios Océano, interpretado por un genial y divertido Fernando San Segundo, o el propio Hermes (Israel Frías), que vendería al que fuese con tal de complacer a su mandamás.

A ellos se suma un coro de cinco actitudes: fuerza, crueldad y violencia, y compasión y libertad. Las tres primeras interpretadas por hombres, las dos últimas por mujeres (toda una declaración).

La plasticidad tanto de la escenografía, con un desván de la historia construido con imágenes de conocidos cuadros pictóricos, como del vestuario, liderada por Paco Leal y Pedro Moreno, respectivamente, permiten también al espectador envolver esta historia en lo que es: una llamada a la esperanza en el ser humano.

Esta idea, que es al fin y al cabo el origen del sufrimiento de Prometeo, es también “la grandeza de tu destino”, le dice el anciano al joven. A pesar de su condena, este consigue estar con su amor, la joven Io interpretada por una Amaia Salamanca que sabe dar a su personaje toques de pasión y rebeldía.

Prometeo consigue así dos elementos a los que García Montero da un valor muy importante en la obra: razón y sentimientos, con la advertencia -afirma Prometeo- de que “es muy peligroso” que ambos baluartes del ser humano vayan por separado.

Es más. Hasta “las palabras más bellas”, como igualdad, fraternidad y libertad, “se pueden corromper cuando van solas”, remarca Lluís Homar, sostiene Prometeo. Al final es lo de siempre, que los clásicos -como el Prometeo de Esquilo- siguen muy vigentes y son extrapolables a los tiempos actuales. Sin embargo, no todos los días se adentra uno en la forja escénica del calibre de esta obra. 

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