El exilio en las letras
Hay momentos históricos y circunstancias que aguijonean la conciencia y obligan a realizar una profunda reflexión colectiva sobre las esencias, los proyectos y las realidades de un país. Antes, hace poco más de un siglo, tuvimos esa catarsis tras el “desastre del 98” que indujo a replantar a España como un problema que exigía una serie de soluciones apremiantes y decisivas.
Ahora, con las agudas, prolongadas y multiformes crisis que padecemos, y sus diversas caras: económica, política-institucional, ética… las fuerzas ciudadanas emergieron como un magma hirviente e incontenible después de esa explosión inicial que fue el 15-M, en la que renació la conciencia en una parte de la ciudadanía sobre la necesidad de refundar el país (tal como lo pedía Costa en la época de la Restauración) y reclamar, a voces, un cambio de rumbo en un país saqueado por unas élites político-económicas ciegas en la adoración del becerro de oro y en el amarre a sus sillones en las distintas administraciones o de los consejos de las empresas más boyantes.
Una de las interpretaciones que cabe hacer de las elecciones generales del 26 de junio es el de haber supuesto un refrendo a esa incesante corrupción que gangrena los órganos vitales de nuestra nación y a otras políticas de recorte sociales y cívicas. Quizás muchas personas guiándose por la ignorancia y el miedo no se plantearon esta cuestión, pero en la realidad es lo que ha sucedido. A todo ello se le une un debate político está viciado, en mi opinión, por un exceso de crispación e irracionalidad. Se echa de menos un diálogo sosegado entre todas las fuerzas políticas con propuestas constructivas para encarar los grandes retos que tenemos delante.
Ante esta realidad pura y dura me asaltaban muchos interrogantes tanto como ciudadano como docente. Pensaba en el valor de la honradez, honestidad y el esfuerzo que siempre me inculcaron y aprendí de mis mayores (mis padres, mis abuelos…), principios que trato de llevar a mi vida personal y profesional con mayor o menor acierto. Ahora con lo que está ocurriendo en los últimos años, ¿cómo puedo hablar a mis alumnos de la necesidad de trabajar, de formarse para ser ciudadanos justos y honrados, si tienen delante todos los días la impunidad y, a veces la chulería, de que los que han arrasado a manos llenas la caja de todos y que además, para más inri, estos sean perdonados por una mayoría social?
¿De qué vale que un chico o chica joven luche a brazo partido por ser buen estudiante en este mundo ultracompetitivo y feroz si al lado tiene la muestra explícita de la legión de los que se arriman al mundo del poder y sus prebendas, quienes con una formación deficiente y sin la mínima decencia ética van a ser los que copen muchos puestos de responsabilidad, dirijan la sociedad o utilicen lo público en su beneficio?
¿De qué sirve que alumnas brillantes, con excelentes notas en el instituto y tras realizar distintas carreras con unos expedientes académicos insuperables no encuentren trabajo afín a su formación y si por fin, después de dar muchas vueltas y tumbos, hallan el anhelado puesto de trabajo conforme a su preparación van encadenando uno tras otro precarias ocupaciones temporales (un mes, tres meses, seis meses…) sin solución de continuidad?
En esta profunda desazón y consciente de que los grandes retos que tiene que abordar nuestro país (la recuperación de los derechos ciudadanos y sociales, un sistema educativo estable, el cierre del modelo territorial, la instauración de una democracia auténtica, la salida de este paro crónico y de la precariedad laboral, una nueva ética ciudadana…) son asignaturas pendientes de respuesta, me doy cuenta que, ante el panorama actual, a corto o medio plazo son insolubles.
Igual que otros muchos lo hicieron con anterioridad he optado por exilio en la cultura y he buscado el ejemplo y el consuelo de la Historia. Trato de comprender lo que ocurre, pero se me remueven las entrañas y, a mi pesar, y con mucho dolor, siento decir que la España que vivimos ahora no la percibo como mi patria. Mi auténtico país es el las letras, el único en el que creo, el mismo de Miguel de Cervantes, Gaspar Melchor de Jovellanos, Joaquín Costa, Antonio Machado… y el de tantos y tantos otros que tuvieron el atrevimiento de pensar y tener la locura de creer que esta España siempre maltratada pudiera ir por otros derroteros.
No obstante, a pesar de que cíclicamente se reproducen en esta vieja tierra de Iberia, en la cúspide, los fernandos séptimos de turno y, en la base, un pueblo amarrado que grita “vivan las cadenas”, no desisto en pensar que, algún día la educación y la cultura obren el milagro de crear una ciudadanía crítica, activa y libre de los vicios del pasado. Este es el verdadero tren del progreso. ¡Aunque cuántos trenes históricos han pasado ya de largo! Esperemos todavía quede alguno por llegar y estemos todavía a tiempo de subirnos a él.