Hipólito y Cimarro
Hipólito ha puesto el broche -solo broche- al 64 Festival de Teatro de Mérida que, a estas edades, nunca se sabe ya si será el último.
Pues mirad, a mí me resulta difícil interpretar muchas veces las reacciones del público. A veces he confundido silbidos de admiración con reproches y en otras he creído gestos de aprobación lo que era agitar las cuatro patas al viento. Pero hoy creo que acierto si digo que en el estreno ha habido división de opiniones.
¿Mi opinión? Pues no he visto a Alberto Amarilla más seguro que a Camila Almeda. Y a esta desde la primera fila la he notado quizás un poco nerviosa; incluso en algún momento he llegado a pensar si no estaría pasando frío. No obstante, ha tenido momentos que han sido lo mejor de la noche. Cristina Gallego como nodriza no ha conseguido convencerme de que tenía la edad que debía tener. Y en cuanto a las diosas cada vez que aparecían intentaba acordarme, sin conseguirlo, de aquel personaje gracioso que siempre aparece en nuestro teatro del siglo de oro, particularmente en el de Calderón, venga o no venga al cuento.
Con todo y con ello si lo que se pretendía era hacernos pasar hora y media larga sin mirar el reloj, entonces sí, objetivo conseguido.
Y hablando de objetivos, y sobre algunas críticas que he leído estos días voy a comentaros algo sobre lo que quizás profundice un día de estos: por supuesto que Jesús Cimarro lo que pretende es vender entradas. Acusar a un productor teatral de querer vender entradas es como acusar a un albañil de levantar una pared por dinero.
Y al hilo de lo anterior también tendré que plantearme si yo me parezco más al cierto cultérrimo público de hoy en día o al del siglo V a.c. que se partía de risa al ver a Sócrates en una nube o sustituir el coro trágico por ranas o cualquier otro bicho; o al de finales de la Edad Media y principios del Renacimiento que se rompía el culo al ver a Calixto abrirse la cabeza saltando una tapia.