Rajoy en su castillo
Qué cierta es aquella aseveración de que los pueblos que olvidan su historia están obligados a repetirla. Viene al pelo en este tiempo concreto, cuando la normalización de la comba institucional se hace imperativa, desde el interés general de la nación y no desde la conveniencia personal o partidista. La Restauración de Cánovas duró casi sesenta años, a caballo entre dos siglos, desde el fin de la Primera República, hasta la Segunda. Aquello, a la medida de su tiempo, funcionó. Es verdad que solo votaban los “censos”, que no había sufragio universal, como ahora, pero cumplió su papel, en aquella sociedad que pretendía modernizarse, a pesar de todas sus miserias, caciques, corruptelas y pucherazos.
La base de aquel invento de Antonio Cánovas del Castillo fue el bipartidismo y su alternancia. Se rotaban, por tanto, conservadores y liberales, cuando la menor crisis o escándalo afectaba a la fuerza gobernante. El Rey constitucional, árbitro convenido por las partes, intervenía propiciando el turno correspondiente. El caído, como el Ave Fénix, preparaba su renacer, desde las cenizas. Aquello duró hasta que la carga de intereses egoístas fue de tanto calibre que no pudo aguantar más y reventó. Basta repasar la Historia, o leer las comedias de Arniches y Mihura, para evidenciar, entre otros comportamientos deleznables, cómo las legiones de “enchufados” eran asalariados públicos o “cesantes” según el partido en el poder. ¿Les suena el asunto?
Nuestra reciente democracia lleva treinta y ocho años de andadura, cifra nada despreciable en la comparativa de cinco siglos para el solar hispano. Sobre un soporte más que centenario, el Partido Socialista, correspondiente con el espacio sociológico del centro-izquierda; el centro derecha que representaron, primero la UCD y luego el PP, junto a una Izquierda, de raíz originaria comunista, más los nacionalismos periféricos, el sistema ha funcionado con relativa precisión, si evaluamos el grado de eficacia sobre las intenciones con las que se forjó una Constitución. La clave de su pervivencia hay que situarla en el marco de un “bipartidismo imperfecto”, cercano a los modelos anglosajones, como garantía a nuestra consabida tendencia al suicidio colectivo, tan recurrente en la historia. Es, por tanto, lógico y necesario el juego de la alternancia como respaldo de seguridad a su mantenimiento.
En base a ello, Rajoy debió dimitir cuando el asunto Bárcenas y todo lo que ha aflorado con la crisis y sus tragedias. El jefe del Estado habría encargado que alguien, PSOE o PP, formara gobierno y así esa lógica, inherente a la alternancia política, hubiera funcionado. Alguien debió alertar sobre el peligro de que el Titanic podría hundirse, con todos los músico dentro. El Rey, a pesar de su experiencia, o fue un novato o le preocupaban otros problemas de su Casa. El caso es que Rajoy se miró en el espejo y se quedó. No solo eso sino que aprovechó el iceberg para quedarse solo, despachando a casi todo lo heredado de Aznar, como gallego en estado puro. Y ahí sigue, solo, en sus almenas, contemplando el gran tsunami que ha propiciado.
El problema es que Rajoy y su partido, o lo que queda de él, siguen sin enterarse de lo que ha pasado y amenazan con dinamitar cualquier nueva apuesta reformista desde su mayoría del Senado. ¿Patriotas?
La única solución honorable, visto lo visto, sin necesidad de entrar en demasiados flecos, es que Sánchez y Rivera jueguen a reformistas para reflotar, y salvar, un modelo que no ha ido mal. En ese envite el PP debe abstenerse y entrenarse para el papel de Ave Fénix, al medio plazo. Los demás actores que hagan lo que quieran. No hay otra opción, dado que nadie quiere a Rajoy como pareja de baile. De lo contrario el futuro puede ser una incógnita, o incluso un drama. Sobre todo porque una opción debe conservar el papel de actor alternante, inevitable y obligadamente, para que el telón no caiga estrepitosamente y liquide el sistema. Como pasó, más o menos, en el cuento del escorpión y la rana que es a lo que parece querer jugar el presidente en funciones.