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El éxodo gay

Miles de personas durante una manifestación para condenar el asesinato de Samuel en julio de 2021 bajo el lema #JusticiaParaSamuel.

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Viajo en un autobús a las 9 de la mañana. Comienza agosto. Está lloviendo y voy vestido demasiado fresco con mi jersey de falso veraneante. Las 60 plazas del autobús van casi vacías en su totalidad. La ruta es Ribeira–Noia. A lo mejor resulta redundante decir que el autobús viaja vacío si cuento que bordeamos la costa del Barbanza. Mientras atravesamos carreteras secundarias parando en cada bar, tiendecita o cruce para que alguien (una sola persona, casi siempre jubilada) suba o se baje, entran en mi móvil cinco notificaciones de Grindr. “Hola!”. “Hey”. “Foto?”. Son lo que la amiga de una amiga llama fruta de temporada. Será porque estoy triste o porque llevo meses enfadado, pero no dejo de pensar en que toda esta gente se marchará dentro de dos, tres, cuatro semanas y otros seguiremos ante estas idénticas vistas al mar y ligeramente más solos. La mayoría de ellos han nacido aquí, pero no son de aquí, no sienten que este sea su lugar. Es un fenómeno común. No me cabrea la soledad, sino el vacío, el silencio tácito en torno a por qué nos quedamos solos.

Le pregunto a A. (22 años) qué hará ahora que ha terminado la carrera. “Buscar un máster en Madrid”. “Marcharme a Madrid”. Hace meses, un amigo me confesaba: “Elegí mi carrera pensando únicamente en algo que pudiese estudiar lejos”. Lejos es sinónimo de Madrid por supuesto, nunca de… Almería, por ejemplo. ¿Sobra precisar que todos los que hablamos somos gays? ¿Que el autobús va vacío? Independientemente del momento la historia se repite, hay un patrón.

No sé cuánto llevo pensando en esto. El autobús de línea pasa por delante de casas con jardín y huerta e imagino cuántas de ellas tendrán un dormitorio vacío consagrado a un hijo que regresa solo durante las vacaciones y sobre el que en unos hogares se hablará más y en otros, menos. Ese silencio espeso que cuesta hacer respirable. Por supuesto, sé bien que existe un éxodo económico, rural, tardocapitalista que afecta a los jóvenes. Ese hecho cuantificable de que todas las personas graduadas menores de 30 años se vayan a la capital o al extranjero. En Galicia somos tendencia. Pero sé también que, en el caso del éxodo gay, a esa precariedad juvenil se suma un no sé qué que la gente teme llamar miedo, violencia. ¿Escribo precisamente esto ahora porque ya es imposible no hablar de violencia?

Después del brutal asesinato de Samuel Luiz en A Coruña, El País entrevistaba a dos miembros de la asociación ALAS de la misma ciudad y titulaba: “Madrid y Chueca son una burbuja, un oasis. No todo es así”. Inmediatamente le escribí a un amigo que había compartido la noticia en Twitter y contesté: “Madrid no es Chueca, igual que Santiago de Compostela no es el pub Tarasca o Noia, la cocina de mis padres”. Los espacios seguros están en todas partes y los construye la comunidad. Y del mismo modo, en ese juego de cubos que van encajando, esos mismos lugares, independientemente de su tamaño, nacen contra el mismo miedo, son fruto de las mismas ganas de huir, están expuestos a la misma violencia estemos donde estemos. Por eso la ola de hermandad que cruzó el estado el pasado julio es tan importante, porque demuestra que podemos encontrar apoyo al cruzar la calle, que debemos mostrar ese apoyo.

Pero, ¿por qué se van? ¿Por qué nos vamos? ¿Por qué emigramos en bandada los maricas camino de Madrid al final de cada verano? ¿Qué ilusión hace que la capital parezca un lugar más adecuado donde vivir de modo diferente?

Existe todavía vinculada a las sexualidades disidentes la idea de que el anonimato que se puede encontrar en las grandes ciudades será redentor. También la teoría de que la distancia atenúa el dolor que querer vivir de acuerdo con nuestra condición sexual pueda causar en aquellos que no aceptan nuestra existencia y a quienes, pese a todo, seguimos queriendo (los demás nos dan igual, intentamos que así sea). El trauma. Siempre el trauma. El éxodo gay, al igual que cualquier otro tipo de movimiento migratorio masivo, tiene aparejado un trauma, un estigma, una herida histórica de guerra. Y le corresponde también, en contrapartida, a los lugares de destino de ese exilio una narrativa: primero presente en las novelas, en el cine, y ahora en Instagram, en la pornografía, en el pride. Ese relato, igual que tantos otros, es falso.

Ahora que tras la pandemia, e incluso antes, a través del movimiento de la España vaciada se ha hecho tan relevante la reivindicación de modelos alternativos de comunidad, deberíamos empezar a pensar que la opción política no es solo vivir en los márgenes, sino amar, bailar, besarse en los márgenes, desbordarlos. Pienso en el Festival Agrocuir da Ulloa, en la Asociación GOTAS y en tantas otras iniciativas que van de las aldeas a los pueblos y a las ciudades de provincia. Pienso en mi comunidad y en que, del mismo modo que alzamos la voz cuando nos tuvimos que marchar porque no había trabajo (sigue sin haberlo), alguien debería decir algo para que dejemos de marcharnos por miedo, por incomprensión, siguiendo el espejismo de una libertad que nos hace tristes a largo plazo o esclavos de un espacio cada vez menos amable, porque tampoco todos se marchan con las mismas condiciones socioeconómicas (pero eso, para otro día).

Me bajo del autobús en la última parada. Voy a pasar el fin de semana en casa de mis padres. Quizás quede con amigos, quizás conteste alguno de los mensajes. Saco el móvil y le envío un audio a mi hermana para contarle todo lo que he intentado escribir aquí. Contesta: “La vida es demasiado corta para querer ser heterosexual”. Y tiene razón.

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