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La batalla sin fin de los niños soldado en Colombia

Giselle, de 18 años, avanza con otros miembros de las FARC en la región de Antioquia, en Colombia, en enero de 2016

Camilo Sánchez

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A los 15 años Yeimy Sofía Vargas ya forma parte del registro de niños y adolescentes víctimas del conflicto armado colombiano. La menor murió en marzo tras un bombardeo de la Fuerza Aérea sobre un campamento de disidentes de las antiguas FARC en Guaviare, una zona de tradición insurgente al sur del país. 

Tras los hechos, el Ministro de Defensa, Diego Molano, quiso proyectar una imagen de autosuficiencia y seguridad. Además, hizo responsables a las disidencias guerrilleras, quienes, a su juicio, convertían a los menores en “máquinas de guerra”. Analistas del conflicto armado como Andrés Aponte señalan que el Gobierno conservador de Iván Duque buscó con aquellas declaraciones evadirse de su obligación constitucional de proteger a una de las poblaciones más vulnerables del conflicto, y de paso, cargarles con el peso de una “gran estigmatización”.

La noticia revivió, además, el recuerdo devastador de los ocho menores de edad que fallecieron en 2019, tras otra descarga de plomo aéreo sobre la misma facción guerrillera. El hecho trató de ser ocultado por la cartera de Defensa y le costó el puesto al entonces ministro Guillermo Botero.

Una de las poblaciones más golpeadas por la violencia en Colombia

El reclutamiento ilícito de menores de 18 años en la guerra colombiana es una antigua realidad. A pesar de la opacidad de las cifras, sabemos que 6976 niños, niñas y adolescentes han sido acogidos entre 1999 y 2021 por el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF), entidad estatal que atiende a los jóvenes que se desvinculan, o son rescatados, de cualquier grupo armado ilegal.

Por su parte, la Unidad de Víctimas del conflicto ha registrado desde 1985 unos 16.045 homicidios de personas de entre 12 y 17 años. Y otras cifras apuntan que, del total de más de nueve millones víctimas del conflicto registradas en la misma entidad, algo más de un millón son adolescentes.

El politólogo Carlos Otálora es enfático en señalar que si a la violencia en Colombia “se le pusiera una edad, la niñez y la adolescencia serían, sin duda, una de las poblaciones más golpeadas”.

Así mismo lamenta que los medios locales se hayan limitado a replicar la faceta más llamativa de una problemática profunda y compleja. Andrés Aponte añade, en el mismo sentido, que el lenguaje noticioso ha distorsionado la realidad: “La prensa en Colombia repite como muletilla que se trata de ‘reclutamiento forzoso’ de menores. Un estudio detallado muestra que eso es impreciso y que en nuestro país el grueso de los casos de incorporación a los grupos ilegales es voluntaria”. 

De la misma manera, añade que el tratamiento correcto sería el de “reclutamiento ilícito”. Y remata asegurando que, allí, “prefieren las condenas moralistas y se forman ideas erróneas. En el caso colombiano no sucede lo que en Nigeria, donde Boko Haram rapta a los niños y les corta violentamente toda capacidad de elección”.

Cruce de caminos

A los 13 años, Pedro Pablo Ibatá ya era un muchacho con nociones políticas y relatos de guerra en la cabeza. A esa edad tomó la decisión de alistarse en la guerrilla marxista de las FARC y seguir los pasos de su padre, que formó parte de las primeras cuadrillas insurgentes a principios de los años 60. Del universo rural que dejaba atrás, solo añoraba a su familia, ya que la mayoría de chicos en la zona apostaron también, en un punto u otro, por la lucha armada. 

En Vistahermosa, la población del centro del país donde Ibatá fue criado, a finales de los 80 quedaban ya pocos conocidos. Muchos acabaron en las tropas antagónicas de la extrema derecha paramilitar, que, por entonces, se empleaba a fondo en eliminar del mapa a los miembros de la Unión Patriótica, una formación política legal de raíz guerrillera.

Ibatá recibió el nombre de Guillermo como alias de guerra y pasó casi 30 años en la clandestinidad, donde llegó a ser uno de los mayores expertos en explosivos con varios delitos en la capital. Hoy, tras los acuerdos de paz de 2016 en La Habana con el Gobierno, es uno de los 19.000 desmovilizados de las antiguas FARC. Cuenta que a sus 47 años ya es abuelo y tiene canas. A pasar de ser un hombre precavido, muestra entusiasmo cuando habla de su nueva misión al frente de una de las dependencias del programa de reinserción a la vida civil para jóvenes combatientes.

Las desaparecidas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia fueron, históricamente, los mayores reclutadores de jóvenes, con un 56%, según las cifras de menores acogidos por el ICBF, la mayoría de ellos tenía entre 14 y 17 años. A las FARC las siguen el aún activo Ejército de Liberación Nacional, con un 19% del total de menores reclutados y las desmovilizadas Autodefensas Unidas de Colombia, con el 15%.  

Casi todas las fuentes coinciden en que, a pesar de que es innegable que ha habido reclutamiento forzoso, se trata de un fenómeno residual a lo largo de medio siglo de conflicto interno. Hay documentación, por ejemplo, que demuestra que en la década de los 90 las FARC ejercieron un sistema de cuotas. En determinadas regiones se llevaban para la selva, bajo extorsión, a un menor por cada familia. En 2012 se descubrió el escándalo de unos escuadrones, bautizados los “pisa suave”, de niños especializados en operaciones especiales que llegaron a degollar a miembros de la fuerza pública. 

Pero el politólogo y ex guerrillero del ELN, Álvaro Villarraga, matiza que en el esquema clásico de las guerrillas campesinas predominó un sistema de convencimiento político y factores de tipo hereditario. Los documentos de inteligencia militar clasificaban como familias “farianas” o “elenas” a los clanes de milicianos que se sucedían por las estructuras a través de generaciones.

El caso de los paramilitares es distinto. Su modelo consistía en atraer delincuentes jóvenes más avazados, muchas veces ex guerrilleros o ex militares, a los que se les ofrecía un sueldo o la promesa de todo tipo de bienes. A diferencia de las guerrillas, su centros de preparación se situaban a las afueras más pobres de ciudades medias, y no en el campo.

Andrés Aponte, de la Fundación Ideas para la Paz, se refiere a una “mercenarización” de la guerra. “A partir de los 80 se abre una ventana de ascenso social distinto para jóvenes humildes. En la guerrilla no había pago, pero en el caso de los paras sí, y la remuneración dependía de la destreza de cada guerrero.”, señala el investigador. 

Generaciones rotas

A los 14 años, José Sánchez ingresó a la guerrilla de las FARC para evitar la cárcel. Su padrastro había violado a una de sus hermanas y como venganza decidió “zamparle un tiro para que aprendiera a respetar”. Por eso huyó. Allí recibió el alias de “El tuerto”. No reniega de su pasado, pero confiesa que, en las más de tres décadas en la montaña, lo único con lo que nunca congenió con su organización fue en la fe religiosa. “Los lineamientos marxistas-leninistas imponen el ateísmo. Con eso nunca pude. Siempre creí en la existencia de Dios y antes de cada misión me echaba la bendición sin falta”, aseguró.

Sánchez tuvo en sus manos la misión de reclutar nuevos integrantes para “la causa”. Asegura sin titubear que nunca mintió ni tampoco obligó a nadie a seguirlo. Hoy, desmovilizado y con 57 años, trabaja como conductor de maquinaria pesada y no reniega de su pasado.

“No había más nada”

Camila, en cambio, se muestra reacia a hablar de su vida en la guerrilla. Además de haber perdido una pierna al pisar una mina antipersona, ha tenido problemas de salud y su única preocupación en la vida es velar por el futuro de su hijo de seis años.

También entró a las FARC con 14 años porque en su municipio “no había más nada”. Ni escuela, ni ejército, ni nada. Allí aprendió a leer, cumplió funciones como enfermera y odontóloga. Su voz es seca y dura. Su vida no ha sido muy distinta. Tras preguntar una y otra vez cuál es la finalidad de la entrevista, pide una única condición: que no se mencione su nombre. No quiere que su hijo lea en el futuro sobre un pasado que quisiera enterrar.

Las motivaciones para escoger el camino de las armas han variado muy poco en el último medio siglo. La violencia ha amainado, pero de ninguna forma ha desaparecido. De hecho, el cierre de escuelas debido a la crisis sanitaria ha espoleado nuevos casos de reclutamiento documentados por Organizaciones como la Coalición contra la vinculación de niños, niñas y jóvenes al conflicto armado colombiano (Coalico). 

El vínculo entre niños y maestros se ha visto interrumpida. Y el repliegue por el confinamiento ha ahondado aún más el vacío institucional. 

En los últimos tiempos, nuevos grupos ilegales, así como bandas más pequeñas apoyadas en el sempiterno y lucrativo narcotráfico, han sumado herramientas digitales para enganchar a chicos en los suburbios urbanos (en la ruralidad la cobertura de internet no supera en promedio el 9,6%). Se trata de muchachos mucho menos ideologizados, más interesados en subsistir. Muchas veces, migrantes venezolanos vulnerables.

José lo resume claro: “Desde hace rato el Estado se lo pone muy fácil a los grupos armados”. Basta repasar las declaraciones de los excombatientes para constatar que hay patrones que se repiten: precariedad, ausencia estatal, venganza o violencia. Pero también pequeñas dosis de esperanza de que en un futuro no muy lejano las próximas generaciones no tendrán que crecer bajo el silbido de las balas.

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