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Irán, paso a paso hacia el abismo

El presidente iraní, Hasan Rohaní

Jesús A. Núñez

La doble decisión del régimen iraní de superar los límites marcados por el acuerdo nuclear firmado en 2015 con el llamado G5+1 –romper el techo de los 300kg de uranio enriquecido en su poder y enriquecerlo más allá del 3,67%– ahonda aún más la imagen de Irán como transgresor, lo que sirve para cargar sobre sus espaldas la responsabilidad de tensar una cuerda que puede romperse en cualquier momento.

Sin embargo, si se analiza la situación con una perspectiva temporal más amplia, se sabe ya que en mayo del pasado año fue el Gobierno de Trump el que decidió denunciar unilateralmente dicho acuerdo –mientras la OIEA certificaba que Teherán lo estaba cumpliendo plenamente– y, a partir de ahí, ha venido aplicando una serie de sanciones, a cada cual más gravosa.

Consciente de que el paso dado afectará negativamente su posición a ojos del resto de los firmantes del acuerdo, Irán ha llegado a este punto como respuesta al castigo ejercido por Estados Unidos y ante la mirada impotente de la Unión Europea. Fue Washington quien decidió romper un pacto que había sido acordado a pesar de que todos los actores implicados tenían conocimiento sobrado de la notable injerencia iraní en asuntos internos de otros países de la zona y de su empeño en mantener su controvertido programa misilístico.

Lo que se buscaba con el acuerdo (y se estaba logrando) era ganar tiempo para convencer a Irán de que su reingreso en el escenario internacional era mucho más ventajoso para sus intereses que perseguir una capacidad nuclear que podría suponerle un coste insoportable. Y así, entre otras cosas, Irán ha renunciado al 98% de su “stock” de uranio enriquecido (pasando de unos 10.000kg a tan solo 300), a la producción de agua pesada en Arak (limitando su stock a tan solo 130Tm) y a quedarse apenas con unas 4.000 centrifugadoras operativas (cuando llegó a tener más de 19.000).

Es cierto que el régimen iraní sigue inmiscuyéndose en asuntos internos de sus vecinos, tanto por el afán de expandir su influencia en la zona como por dotarse de bazas de retorsión (acto perpetrado por un Estado sobre otro en represalia por un acto similar) con las que disuadir a los enemigos que buscan su ruina. También sigue mejorando su capacidad misilística. Pero esos no formaban parte del acuerdo. Lo que sí figura, y no se está cumpliendo, es que Irán se vería beneficiado en el ámbito comercial e inversor con la normalización de relaciones con todos los firmantes, especialmente en lo que afecta a la posibilidad de exportar sus hidrocarburos y de modernizar su infraestructura industrial.

El castigo aplicado por Washington –con pretensiones de que el resto de los países se alinearan con su postura– es una estrategia que dice buscar que Irán vuelva a la mesa de negociaciones para sacar adelante un nuevo acuerdo (que incluya el tema de la injerencia en asuntos internos y el programa de misiles), pero cuyo verdadero objetivo es provocar el derribo de un régimen que cuestiona el statu quo regional y que crea una profunda inquietud en capitales como Riad y Tel Aviv.

Por su parte, la reacción iraní –que incluye “asustar” a los buques que transitan por el estrecho de Ormuz– busca infructuosamente provocar una reacción del resto de firmantes (sobre todo de la Unión Europea), que le permita contar con válvulas de escape para satisfacer las demandas de una población cada vez más angustiada y crítica, con la esperanza de que Trump no revalide su mandato a finales del próximo año.

El problema es que hasta entonces hay tiempo suficiente para que se pueda producir una escalada descontrolada, sea una nueva versión de la “guerra de los petroleros” de los años ochenta, ciberataques o acciones militares ejecutadas por actores interpuestos. La doble decisión iraní es, por tanto, reactiva y solo busca dotarse de nuevas bazas de negociación para tener algo en lo que ceder en el futuro, a cambio de algún gesto que le permita volver a respirar, aunque sin descartar que aumente el nivel de incumplimiento hasta la retirada definitiva del Tratado de No Proliferación. Por su parte, no parece probable que Trump vaya a ceder en su presión, aun siendo evidente que EEUU no puede querer empantanarse nuevamente en un escenario militar en el Golfo.

Seguir jugando con fuego de la manera que ambos están haciendo aumenta la probabilidad de que, sea por accidente o por un mal cálculo sobre las intenciones del contrario, se produzca un (todavía improbable) choque directo. Un choque en el que Irán podría verse muy tentado de emplear en primera instancia sus medios militares, al entender que, si espera a que EEUU ataque primero, se arriesgaría a la pérdida prematura de sus medios de combate, dada la notable superioridad tecnológica y operativa de la maquinaria militar estadounidense. Mientras tanto, cabe entender que el arma nuclear iraní no está a la vuelta de la esquina. Pero la equivocada estrategia estadounidense de “máxima presión” y la pasividad mostrada por la Unión Europea están empujando nuevamente a Irán a hacerse con ella algún día. Y de ahí no sale nada bueno.

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