Pastizales muy abundantes con distintos tonos de verde. Altos, bajos y diversos, con la irregularidad propia de la naturaleza. Bastantes vacas, pero no amontonadas. Juntas —y al parecer cómodas— en la misma parcela, donde estarán varias semanas hasta pasar a otra.
Gallinas en constante movimiento y libres picoteando al sol por todo el campo, no encerradas en un granero. Abejas, gusanos y muchos insectos por todos lados. Árboles que refrescan del calor y cultivos para alimentar al ganado. También una huerta produciendo frutas y verduras sin agroquímicos.
cAsí de paradisíaco es este campo en Maldonado, a dos horas de Montevideo, Uruguay. Pero la belleza no es lo más impactante sino lo que pasa debajo del suelo y no podemos apreciar a simple vista: un suelo lleno de minerales y de vida, algo raro de encontrar en cualquier campo de producción convencional. Un paisaje completamente distinto a las miles de hectáreas de soja transgénica y corrales de engorde de ganadería que ocupan gran parte de América Latina, con tierra forzada a trabajar sin pausa a partir de químicos y fertilizantes, a pesar de que ya no tiene vida.
Valle Sol es como un oasis en medio de la agricultura industrial de Uruguay, con suelos arrasados por la expansión de la frontera agropecuaria. Es el campo de Magdalena Urioste y su familia. Un paisaje de 600 hectáreas con muchas sierras, valles fértiles y arroyos de agua dulce tan limpia que se puede beber. La mitad del campo tiene pastizales muy productivos que se usan para la cría de 250 vacas y el resto se mantiene en estado natural. Árboles y praderas se combinan en un paisaje impresionante.
Desde este lugar se producen carne, frutas, verduras y huevos orgánicos, entre otras cosas. Todo tiene un altísimo valor nutricional por ser producido en sincronía con la naturaleza, gracias a ese suelo lleno de minerales y gusanos. A pesar de su alto costo, que puede llegar a duplicar a la carne que se consigue en el supermercado, estos productos tienen alta demanda.
Magdalena los entrega a restaurantes y clientes individuales de Maldonado, la zona más turística de Uruguay, con playas blancas y ciudades como Punta del Este que cada año recibe a miles turistas de alto poder adquisitivo, provenientes en su mayoría de Argentina y Brasil.
Magdalena tiene casi 60 años. Habla siete idiomas. Nació en Uruguay pero pasó mucho tiempo fuera del país, 30 años solo entre Estados Unidos y Tailandia, donde fundó dos colegios privados de educación inicial. En 2013 decidió volver a Uruguay y entrar nuevamente en contacto con el campo. Su tío había sido productor agropecuario y ella siempre se interesó por la naturaleza. Es esa pasión, que transmite al hablar, es la que hoy aplica todos los días en Valle Sol.
Entrar al mundo agropecuario no fue un recorrido sencillo para ella. Al volver a su país, Magdalena tuvo una primera experiencia fallida, con vacas. Un vecino vendió su campo a un consorcio agropecuario de Nueva Zelanda, que incrementó en gran escala la producción y contaminó toda la zona. Entonces Magdalena decidió irse y compró un terreno en Maldonado, bien alejado de la agricultura extensiva con uso de agroquímicos. Los vecinos la desalentaron. Le decían que el suelo era muy duro para poder tener vida, nada más alejado de la realidad que vemos ahora: un claro —y exitoso— ejemplo de lo que se conoce como “agricultura regenerativa”.
Para Magdalena, acostumbrada a ver una agricultura intensiva y contaminante, fue un despertar. “Hice el click a lo regenerativo y empecé un nuevo camino. —dice— El cambio fue impresionante. Solemos medir la productividad de un campo en términos de kilos de carne por hectárea pero en realidad deberíamos pensar en todos los beneficios que genera cada hectárea. Tenemos que salir de esa mirada de extracción y pensar en lo que necesita la naturaleza a nivel general”.
Ese despertar la llevó a unirse con otras mujeres productoras de Uruguay, que crearon las Pampeanas Regenerativas Orientales. Un grupo que replantea las prácticas de la ganadería tanto en el modo de trabajo como en el estereotipo, dicen que no tiene porque ser una actividad sólo de hombres.
Magdalena y todo el grupo de Las Pampeanas, como se las conoce, saben que las vacas pueden ser todo lo que dicen todos los informes científicos: contaminantes, fuentes de gases que calientan el clima, un animal que habría que dejar de criar y comer (en cualquiera de sus formas) para tener una sobrevida posible como especie, incluso para que este planeta como tal tenga una. Pero están dispuestas a mostrarle al mundo que las vacas también pueden ser todo lo contrario. Por eso Magdalena se alejó de la producción industrial para armar este campo de carne contestataria, que no rompe la tierra sino, curiosamente, la regenera.
Puede sonar como una nueva e innovadora técnica pero en realidad es todo lo opuesto: la agricultura regenerativa es volver a las raíces, al campo al que solían estar acostumbrados nuestros abuelos. Sin agroquímicos, sin arado y casi sin maquinaria. Choca de frente con lo que enseñan en las carreras de agronomía y con la forma en la que se ha trabajado el medio rural en las últimas décadas. Por eso despierta muchas sospechas de los sectores tradicionales, enamorados de la tecnología, mientras a nivel mundial crece cada vez más el interés por estas prácticas que piensan en la productividad sin perder de vista la “salud” de los suelos.
El cambio radica en pocas simples premisas con un efecto enorme: una cantidad reducida de vacas en praderas, que se puedan mover en manada entre parcela y parcela con una frecuencia determinada para descansar al suelo; baja utilización de insumos externos como fertilizantes y pesticidas; suelos nunca desnudos, siempre cubiertos de pasto o cultivos con una diversidad de plantas que liberan nutrientes y lo vuelven muy productivo; y mínima alteración del suelo, es decir no usar máquinas para arado y labranza, porque erosionan.
Y con este modelo de suelo saludable, cada pedazo de tierra tiene más microorganismos que personas habitan sobre el planeta.
El entusiasmo es enorme, cada vez hay más productores interesados en ese modelo, especialmente en América Latina, pero lograrlo no es sencillo. Sin datos oficiales, se estima que no habrá más de 400 en toda la región. La mayoría exporta sus cortes de carne, o directamente las vacas, a Europa, Estados Unidos y China, con precios difíciles de pagar para un público masivo.
Es decir, las carnes que se están produciendo aquí con este modelo más justo y ecológico, en general van a parar a mesas de otros países.
En Zimbabwe, uno de esos países africanos de los que poco sabemos, existe un biólogo que lo cambió todo. Allan Savory, hoy con 85 años, nació en un campo ganadero de 16,000 hectáreas y siempre estuvo en contacto con las vacas.
Trabajó primero como biólogo investigador y más tarde como productor, especialista en fauna, político y consultor internacional. Savory investigó en profundidad la degradación y desertificación de los ecosistemas de pastizal en el mundo y eso lo llevó a poner en duda que las vacas estuvieran degradando los suelos.
Savory se exilió en Estados Unidos en 1979 luego de una guerra civil. Al llegar, visitó varios parques naturales para continuar con su investigación y observó que la desertificación de los suelos también era un gran problema allí, a pesar de que no había casi vacas en los lugares en los que estuvo. Se dio cuenta que no era el ganado el que estaba matando a los suelos, sino la forma en que los manejamos.
Imitando el patrón de herbívoros que se movían en densas manadas para cuidarse depredadores, Savory creó un proceso llamado manejo holístico que está cambiando el paradigma de la ganadería. Busca revertir procesos de desertificación iniciando un círculo virtuoso: donde aumenta la cobertura vegetal, la biodiversidad, mejoran los ciclos minerales y de agua, y al mismo tiempo se necesita cada vez más animales para acompañar el incremento forrajero. Para Savory, producir carne y cuidar el ambiente no tienen por qué ser antagónicos.
Para difundir sus ideales, el ex campesino de Zimbawe creó el Savory Institute, una organización global que entrena a productores en las prácticas regenerativas por todo el mundo. Su charla en las famosas TED Talks, realizada en 2014, ya tiene siete millones de vistas. Dice en ese video: “Estamos enfrentando una tormenta perfecta por incremento de población, tierras que se convierten en desierto y cambio climático. La única opción que tenemos es hacer lo impensado, usar ganado agrupado y en movimiento para imitar a la naturaleza. El ganado deja sus heces y orina y deja al suelo listo para su desarrollo. Es la única manera de lidiar con el cambio climático y la desertificación.”
Es decir, ganado suelto y excrementos por doquier, ahí está la clave.
Porque en este tema no se trata sólo de criar o no animales, también de conocer el estado de nuestros suelos. Aproximadamente un tercio de la capa superficial del suelo del mundo ya está gravemente degradada, y las Naciones Unidas calculan que llegaremos a una degradación completa dentro de 60 años si continúan las prácticas actuales. Según un informe de la ONU de 2019, la naturaleza está disminuyendo a nivel mundial a un ritmo sin precedentes en la historia de la humanidad, con una aceleración del ritmo de extinción de especies. ¿Alcanza entonces con mantener los recursos del suelo que quedan o deberíamos buscar recuperarlos? Para responder esa pregunta está la agricultura regenerativa.
En pocas palabras, es un sistema de principios y prácticas agrícolas que busca rehabilitar y mejorar todo el ecosistema del campo al otorgar una gran importancia a la salud del suelo con atención a la gestión del agua, el uso de fertilizantes y más. Un método de cultivo que intenta mejorar los recursos en lugar de destruirlos o agotarlos. En los lugares donde se aplica este método, los productores dicen que además resulta buen negocio. Que aumenta la rentabilidad por la baja en los costos de materiales y también la productividad, que se refleja por ejemplo en la población máxima de animales a la que el ecosistema le puede dar sustento, o en la ganancia en peso de vacas. Un documental estrenado a finales de septiembre en Netflix, llamado Kiss the Ground, puso el foco sobre la agricultura regenerativa y su potencial, ya no solo para restaurar los suelos sino también para actuar frente al cambio climático. Recorriendo países y mostrando ejemplos exitosos, la película reúne voces de científicos y agricultores dedicados a regenerar el suelo que pisamos, cultivamos y en el que vivimos. Está disponible a nivel global y ya cuenta con miles de visitas.
El Savory Institute es ya una gran estructura que difunde su metodología por el mundo acreditando “hubs” o nodos en distintos países. En América Latina se encuentran en Argentina (Ovis21), Chile (Efecto Manada), Brasil (Agropecuaria Fleta) y Colombia (Las Carolinas). Sin importar el país, los nodos reportan una demanda cada vez más alta, capacitando a decenas de productores todos los meses.
En Argentina, Ovis21 fue fundado en 2003 por Pablo Borelli y Ricardo Fenton. Comenzó su trabajo en la patagonia en el sector ovino, luego se extendió a la ganadería y ha logrado más de 600 mil hectáreas con manejo holístico en las provincias de Buenos Aires, Corrientes, Córdoba y Santa Fe. Tienen una escuela para productores donde este año, a pesar de la pandemia y usando herramientas online, capacitaron a 200 personas de diferentes países de América Latina. Vaticinan un boom del modelo regenerativo.
“Antes los productores estaban de brazos cruzados esperando que nos vaya mal, ahora nos escuchan y nos hacen preguntas. Es otro momento”, dice Juan Pedro Borelli, hijo de Pablo, y parte del equipo de Ovis21. De todos modos, reconoce también las dificultades porque la mayor parte de los campos de Argentina están alquilados y quien lo alquila busca sacar el máximo provecho en el menor tiempo posible, lo que lleva a no priorizar la naturaleza. Además, los productores jóvenes, quienes muchas veces están de acuerdo con el manejo holístico, son vetados por sus padres que llevan décadas produciendo ganado de la misma manera.
Fernando y Mariano García Llorente, hermanos, son productores que se acercaron a OVIS21. Administran el campo ganadero Santa María del Recuerdo en Saladillo, provincia de Buenos Aires. Un campo que solía ser propiedad de la Compañia de Jesús (Jesuitas) y en 1970 fue vendido a la familia Llorente, por lo cual se lo conoce como “estancia de los curas”.
Durante muchos años fue un lugar de producción ganadera convencional, hasta el año 2016 cuando llegaron los hermanos García Llorente y todo cambió. Aunque sus padres no tuvieron interés por incorporar prácticas, ellos decidieron hacerlo igualmente. Leyeron los libros de Savory, sin parar. Se capacitaron con OVIS21. Implementaron las prácticas regenerativas y así hoy cuentan sus éxitos: aumentaron productividad, bajaron el uso de insumos y su empresa creció tanto que hoy exporta carne a la Unión Europea.
Visitar Santa María del Recuerdo es llegar a un campo como el de Magdalena, en Uruguay. Son 30 hectáreas con 500 vacas que pastan apacibles a la sombra de una plantación de álamos de tres metros de altura que les dan sombra.
Fernando y Mariano opinan que cada vez más productores van a seguir el mismo camino en Argentina, aunque a largo plazo. Porque reciben cotidianamente a compradores europeos, sorprendidos con las prácticas regenerativas y la calidad de la carne, pero no ven el mismo interés en los consumidores argentinos. No ven en el mercado local ni la predisposición ante un nuevo modelo ni la posibilidad de pagar más del doble de lo que hoy pagan por carnes en los supermercados. “Al carnicero se le pide carne buena y barata —dice Fernando—. El consumidor en Argentina no quiere pagar más por la huella ambiental como quizás ocurre en Estados Unidos o Europa. Son atributos difíciles de aplicar al precio de la carne en Argentina”.
Con un total de 53,9 millones de vacas, Argentina es el tercer país con mayor stock bovino del mundo, luego de Estados Unidos y Brasil. Son más vacas que personas, en un país con 44 millones de habitantes. Argentina produce tres millones de toneladas de carne vacuna por año y exporta 900.000, principalmente a China, que representa el 75% de la demanda. De todas las carnes, la vacuna es la más consumida en Argentina, con un promedio de 60 kilos por persona por año. ¿Llegará el día en que este país sudamericano, famoso por sus carnes, pueda servir y vender bistecs que no dañen tanto al planeta, que sean más justos? Interrogantes similares aparecen del otro lado de la Cordillera de los Andes. Allí vive Isidora Molina. Es veterinaria y trabajó muchos años en el Instituto de Desarrollo Agropecuario (INDAP). Hasta que un día un compañero de trabajo le compartió una presentación de Powerpoint con los conceptos de manejo holístico. Quedó tan sorprendida que renunció a su sueldo fijo para sumarse al trabajo en el campo con José Manuel Cortázar, quien introdujo el manejo regenerativo en Chile. Finalmente, en 2014 decidió empezar su propio emprendimiento y fundó Efecto Manada, que es algo así como una escuela a domicilio porque Isidora visita campos de todo el país para dar asesorías personalizadas, capacita a productores, dicta cursos de evaluación de pastizales, monitoreo ecológico y planificación de la tierra
Isadora vive en el sur de Chile, en la región de Araucanía. No nació allí pero la visitaba cada año, era el lugar de sus vacaciones porque ahí residía su tío, agricultor de pequeña escala. Luego de renunciar a su puesto en el estado, Isadora se mudó a una casa de esa Araucanía que solía ser de sus padres, y en el jardín realizó sus primeras prácticas de manejo holístico.
Hizo trueque con una vecina, a quien pidió prestadas sus ovejas para fertilizar el suelo a cambio de devolverlas gorditas. Fue un proceso de aprendizaje, que finalmente llevó a Efecto Manada, aunque recuerda un inicio difícil, portazos en la cara cada vez que ofrecía sus conocimientos. “Yo no voy a dejar que una mujer más joven me venga a decir que hacer”, le dijo hace años un productor. Pero, años después, Isadora sigue viajando por todo el país y capacitando a productores. Ha asesorado a la mitad de los 40 productores que actualmente aplican el modelo en Chile.
“Lo que yo aprendí en la universidad y en la industria de la agricultura no tenía sentido —explica—. Ganas dinero, pero lo haces de una forma muy camuflada porque todos los costos son altos: están ocultos los efectos secundarios de la contaminación, de la pérdida de biodiversidad y problemas para la salud humana, tanto para los trabajadores que aplican los fertilizantes como para todos nosotros que además nos comemos ese alimento contaminado. Tampoco hay emoción en los animales que estás criando, todo es bajo un sistema muy extractivo”.
No es ningún secreto que la ganadería industrial es un desastre para el planeta. Ni que las vacas criadas para carne son particularmente problemáticas.
Estudios científicos estiman que la ganadería, incluidos los cultivos para alimentar al ganado, producen el 14.5% de las emisiones de gases de efecto invernadero mundiales. Las vacas son el principal culpable del cambio climático porque su proceso digestivo genera grandes cantidades del potente gas metano. Criarlas y reproducirlas también requiere una enorme cantidad de espacio: alrededor del 70% de todas las tierras agrícolas del planeta. Esto conduce a la deforestación, que libera enormes cantidades de emisiones a la atmósfera.
Sin embargo, los impulsores de las prácticas regenerativas aseguran que, de un modo diferente, la ganadería podría combatir al cambio climático en vez de causarlo. No es la vaca, es el cómo, dicen.
Porque los organismos y microorganismos que habitan el suelo usan los residuos de plantas y animales como alimento. Es decir, los excrementos de las vacas fertilizan: a medida que los residuos se descomponen, liberan nutrientes como nitrógeno, fósforo y azufre, los cuales le dan vida a la tierra y son aprovechados por las plantas. Esto es lo que busca incentivar la agricultura regenerativa: al tener a las vacas concentradas en una parcela, se aprovechan todos sus residuos para llenar el suelo de nutrientes.
El cambio climático es causado por la liberación de gases de efecto invernadero a la atmósfera, entre ellos el carbono, uno de los principales componentes del suelo. Ese gas entra al suelo a partir de residuos de cultivos y raíces, estiércol y abonos orgánicos, luego de ser removido de la atmósfera por las plantas a través de la fotosíntesis. Pero las prácticas convencionales de la agricultura, con el arado intensivo, la falta de rotación de cultivos y las vacas que pasan más tiempo en los corrales de engorde que en el campo, han hecho que los suelos hayan perdido entre el 50% y 70% de su stock original de carbono. Sin carbono ni otros microbios críticos, el suelo se convierte en mera tierra sin vida, un proceso de deterioro que se ha extendido por el mundo.
¿Podemos revertirlo? ¿Cómo llevar otra vez al suelo ese carbono que está en la atmósfera? Muchos científicos dicen que las prácticas agrícolas regenerativas pueden lograrlo, en un proceso que se conoce como “captura de carbono”.
Y el concepto trasciende a la ganadería. Porque el reconocimiento del papel vital que juega el carbono del suelo podría también marcar un cambio en la discusión sobre el cambio climático, que se ha centrado en gran medida en reducir las emisiones de combustibles fósiles.
“Es cierto que hay emisiones de gases de efecto invernadero por la carne, pero esto está acotado al corral de engorde y a malas prácticas de pastoreo. La vaca no es la culpable, es parte de la naturaleza,” sostiene Isadora Molina desde Chile. “Si logras imitar a la naturaleza y no echas contaminantes, las praderas terminan siendo secuestradoras netas de carbono. Terminas secuestrando más emisiones de lo que pueden emitir las vacas”.
Los informes científicos más citados en relación a las prácticas regenerativas son los del Instituto Rodale de Estados Unidos, el mayor centro de investigación en el tema. Un reporte del 2014 resaltó que, con un cambio a prácticas regenerativas en todo el mundo, se podrían secuestrar más del 100% de las emisiones anuales de dióxido de carbono actuales.
No todos están de acuerdo. Especialistas en cambio climático también han cuestionado que los beneficios de las prácticas regenerativas sean tan extensivos como se suele afirmar desde el sector. Por ejemplo, un informe sobre el futuro de los alimentos del World Resources Institute (WRI), una organización sin fines de lucro, concluyó que el potencial de captura de carbono en el suelo es limitado. Tim Searchinger, autor del informe, sostiene que mejores técnicas de gestión de la ganadería regenerativa pueden ser útiles, pero no tanto como muchos piensan. Otro estudio de la Food Climate Research Network del Reino Unido encontró que una mejor gestión del ganado solo captura carbono bajo algunas condiciones e incluso entonces puede ser temporal y no necesariamente lo suficientemente grande como para compensar el impacto negativo de la crianza de los animales.
Aun cuando se extiende el uso de prácticas regenerativas, muchos se preguntan si será suficiente para reducir los impactos de la ganadería al ambiente y al cambio climático. Preocupa lo que vendrá, el futuro.
Porque el consumo de carne está aumentando a nivel mundial: un informe de la ONU estima que crecerá un 76% para 2050, el mismo momento en el que las emisiones globales deberían acercarse a cero para que el mundo frenase los peores impactos del cambio climático (algo que se vislumbra casi imposible). Para satisfacer esa creciente demanda, los agricultores continúan talando bosques en toda América Latina, con números récord de deforestación durante las últimas décadas en Argentina, Brasil, Bolivia y Paraguay.
Que el ganado sea criado bajo prácticas regenerativas, en alianza con la naturaleza, puede ayudar a combatir el cambio climático al recuperar el carbono que se perdió por la agricultura convencional y volver a darle vida al suelo. Pero no sostiene la demanda actual de carne ni mucho menos la demanda futura, que va en aumento, especialmente en países con una clase media que pide carne y más carne, como China e India. Por ello diferentes especialistas y organizaciones ambientalistas como Greenpeace aseguran que no alcanza con cambiar la producción ganadera, también hay que reducir el consumo de carne y pasar a una dieta con más frutas y verduras. Sin cambiar de manera masiva nuestra relación con los alimentos, el planeta difícilmente pueda evitar las elevadas subidas de temperatura que tantos informes científicos anticipan.
Mientras tanto, las vacas que crecen semi libres en pastizales bucólicos son todavía un producto de muy limitado alcance, sólo accesibles para consumidores que pueden pagar su alto precio.
La carne regenerativa es todavía incipiente en América Latina, con un grupo reducido de productores y un mercado claro: Europa, Estados Unidos y China, donde hay consumidores dispuestos a pagar hasta el doble por un producto generado respetando a la naturaleza y sin emisiones contaminantes. Un bistec, un corte, una carne que tenga la valiosa certificación “EOV” (Ecological Outcome Verification), es decir el sello del Savory Institute, que garantiza al consumidor que se siguieron ciertos parámetros ambientales en el campo y al productor le permite vender a precios más altos.
En Uruguay, Magdalena Urioste vende toda su producción a consumidores locales y siempre se queda con las manos vacías por la fuerte demanda. Reconoce que la carne cuesta el doble que la producida de manera industrial pero no la considera cara: “Si alguien osa decir que es caro le digo que piense que barata es la chatarra que compra en el supermercado''.
Su planteamiento no es superficial. Es siempre extraño pensar que construimos un sistema económico en donde llamamos barato a algo que implica pérdida de fertilidad del suelo, cambio climático, sufrimiento de los animales y deterioro de la vida en general. Mientras consideramos caro a lo que regenera, lo que cuida, lo que hace que algo sea posible. Comer una hamburguesa con carne producida en un corral de engorde, con vacas alimentadas a grano en poco tiempo, tiene un costo que a veces parece escondido pero siempre existe. Se trata del costo para el suelo, que se queda cada vez con menos nutrientes; para el planeta, en camino a un aumento de temperatura con consecuencias impredecibles para todos; y para nuestra salud, comiendo carne de menor valor nutricional.
Ante este complejo escenario aparece la ganadería regenerativa como propuesta de una manera distinta de hacer las cosas, en alianza con la naturaleza. Pero no es suficiente, al menos hoy. Son pocos los productores con prácticas holísticas y millones las personas con una dieta que pide cada vez más carne. No es posible —al menos por ahora— compatibilizar ese modelo con una idea de soberanía alimentaria que garantice a todos productos sanos y de buena calidad para toda la población.
No podemos esperar a ver si efectivamente la ganadería más ecológica se masifica. Tenemos que preguntarnos también hoy, en 2021, cómo producir alimentos sanos que cuiden la tierra y lleguen a una mayor parte de la población. Que pueden ser carne, o no.
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