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ANÁLISIS

Qué significa y qué no el pulso de Prigozhin a Putin

Una camiseta con el emblema del grupo Wagner junto a otras con las caras de los Beatles en una tienda de Moscú este mayo.

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Como en tantas otras ocasiones es más fácil determinar lo que no ha sido el pulso que acaban de sostener el jefe mercenario, Yevgueni Prigozhin, y el presidente ruso, Vladímir Putin.

Al menos en principio no ha sido un golpe de Estado; no solamente porque pretender derribar a un presidente tan experimentado con un movimiento de tropas a más de 1.000 kilómetros del Kremlin está condenado de antemano al fracaso, salvo que eso hubiera provocado una movilización general de las fuerzas armadas rusas a favor de los amotinados. Tampoco ha sido el arranque de una guerra civil, entendiendo que no existen dos bandos mínimamente definidos, por mucho que desde aquí elucubremos sobre el peso real de la ciudadanía crítica que se atreve a desafiar el castigo de un régimen represor y de que haya militares descontentos con el desarrollo de la guerra en Ucrania y con sus altos mandos. Tampoco ha podido ser un montaje Putin-Prigozhin para despistar a los ucranianos y a Estados Unidos o para darle a Putin- que ya ha demostrado en muchas ocasiones que no las necesita- una disculpa para defenestrar a los responsables militares y de los servicios de inteligencia por el fiasco en el que se está convirtiendo la guerra en Ucrania, aunque solo sea porque el coste político que supone para el propio Putin la imagen de debilidad e incompetencia mostrada neutraliza cualquier posible beneficio a corto plazo.

Un órdago

Lo que hemos visto es más bien un órdago de protesta lanzado por uno de los competidores (Prigozhin) por los favores del jefe supremo (Putin) contra el tándem formado por Serguéi Shoigú, el ministro de Defensa, y Valeri Guerásimov, jefe del Estado Mayor de la Defensa y comandante en jefe de las fuerzas desplegadas en Ucrania, percibidos por el primero como corruptos, mentirosos y burócratas desconectados de la realidad de la guerra, además de como rivales políticos. Un choque, en definitiva, cuya responsabilidad última cabe asignar al propio Putin, primero por jugar a alimentar una disputa que creía que podría beneficiarle en la medida en que debilitaba a todos los contendientes, imposibilitando que cualquiera de ellos pudiera llegar a ser lo suficientemente fuerte para intentar derribarlo, y, posteriormente, por tardar demasiado en tomar partido para evitar un espectáculo tan negativo para su propia imagen y la de Rusia como un Estado funcional.

Lo que buscaba Prigozhin, por tanto, no era eliminar a su propio presidente- al que siempre había mostrado fidelidad perruna-, sino forzarlo a colocarse de su lado. En términos más concretos, lo que pretendía era evitar el desmantelamiento de su grupo Wagner, derivado de la orden emanada del despacho de Shoigú, por la que, a partir del próximo 1 de julio, todos los “voluntarios” adscritos a grupos armados tienen que suscribir un compromiso de subordinación al ministerio de defensa. Cumplir dicha orden supondría para Prigozhin quedarse sin su principal activo militar, político y económico. Más allá de eso también cabe imaginar que soñaría con la defenestración de Shoigú y Guerásimov y hasta con una mayor influencia en los pasillos del Kremlin.

Es cierto, al menos de momento, que no parece haber logrado todo lo que pretendía. Pero interpretar lo ocurrido como una derrota resulta igualmente un juicio muy aventurado, si damos por real el acuerdo supuestamente alcanzado con la mediación del presidente bielorruso, Aleksandr Lukashenko. Putin se compromete a retirar la causa penal contra Prigozhin y sus leales por rebelión armada y este último acepta retirarse a Bielorrusia y replegar sus fuerzas a sus bases (sin que nadie pueda confirmar de qué bases se habla). Pero, a cambio, Prigozhin parece haber logrado que los miembros de Wagner no tengan que subordinarse formalmente al Ministerio de Defensa, reconvertida en una fuerza regular más.

Lo que de ahí se deduce de inmediato es que Putin queda en una posición muy delicada, tanto si cumple lo aparentemente acordado- porque demostraría que cuando es presionado acaba cediendo-, como si no lo hace- porque demostraría que su palabra no vale nada. Más todavía, queda por ver si finalmente Prigozhin decide fijar su residencia en la vecina Bielorrusia, por cuánto tiempo y hasta qué punto cedería el mando de sus combatientes a un sustituto decidido por el Kremlin. Igualmente, queda la duda de qué hará el Ministerio de Defensa si los miembros de Wagner deciden no amoldarse mansamente a las directrices de unos altos mandos que consideran incompetentes y que incluso han ordenado ataques contra ellos.

El simple hecho de que Putin haya contravenido su propio manual, no aniquilando a quien ahora se ha convertido en un enemigo, es una clara señal de sus problemas. No puede prescindir de Wagner- no solo por su significativo papel en Ucrania, sino también en los países africanos donde Rusia ha logrado ganar influencia en estos últimos años. Pero, una vez llegados a este punto de desconfianza, tampoco le va a resultar fácil reconvertirlo en un perro fiel, dispuesto a olvidarse de su propia agenda.

Jesús A. Núñez Villaverde es codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria (IECAH)

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