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The Guardian en español

Los activistas colombianos temen que las bandas criminales acaben por exterminarles

Desde que los acuerdos de paz han estado sobre la mesa para su firma y ratificación, las cifras sobre personas defensoras asesinadas ha aumentado © Agencia Prensa Rural

Joe Parkin Daniels

Bogotá —

Enrique Fernández no es capaz de recordar la última noche que durmió tranquilo. Es alto y fuerte, no parece de los que se asustan fácilmente, pero mientras se sienta en su humilde casa en el oeste de Colombia, sus ojos se mueven nerviosos de un lado a otro al tanto de posibles amenazas.

Cualquier momento podría ser el último, dice. Cuando se acerca un vendedor de helados adolescente a la puerta principal, Fernández corre ansioso a un cuarto trasero. Llega a estar convencido de que el joven es un cómplice de un intento atentar contra su vida.

No se trata de una paranoia. Fernández, líder de la tribu indígena Nasa e importante defensor del medio ambiente, sabe que han puesto precio a su cabeza desde hace meses.

En febrero, dejaron una bomba frente a la casa de su familia. El explosivo fue desactivado por el Ejército, pero el mensaje era claro: tenía que irse. El mes pasado, una oleada de llamadas telefónicas y mensajes de texto le amenazaron de nuevo: “No descansaremos hasta que en Colombia no quede ni un comunista como tú”, decía uno de los mensajes. “Mandamos nuestras condolencias a tu familia”.

Desde principios del años 2016, año en el que se firmó el acuerdo de paz con las FARC, han sido asesinados 311 activistas y líderes comunitarios, según la oficina nacional de derechos humanos.

Al menos 123 de esos asesinatos tuvieron lugar en los seis primeros meses de ese año, algo que para Fernández es un “exterminio”. Se suponía que con el acuerdo alcanzado en 2016 se cerraría un capítulo de guerra civil que se ha cobrado 220.000 vidas y dejado a siete millones de personas desplazadas. Pero mientras que las bajas en el bando militar disminuyen drásticamente, los activistas y los líderes sociales –los que implementan la paz desde las bases– viven con un temor constante.

El presidente Iván Duque, que asumió el cargo el 7 de agosto, ha prometido intensificar los esfuerzos para proteger a los activistas. Pero dada su estrecha alianza política con el expresidente Álvaro Uribe –que está siendo investigado por crímenes relacionados con los escuadrones de la muerte formados a finales de la década de los 90– los líderes en el Cauca son escépticos.

Esta provincia andina es en la que más líderes sociales han sido asesinados o amenazados de toda Colombia. Muchos de ellos pertenecen a las comunidades indígenas y afrocolombianas, que constituyen el 50% de la población de la provincia.

Una zona fértil muy deseada

La tierra fértil del Cauca y los yacimientos de oro sin explotar han provocado a menudo feroces conflictos por la tierra. Pero las condiciones en la provincia también son perfectas para el cultivo de coca –el ingrediente base de la cocaína– lo que convierte al territorio en una zona muy apetecible para los grupos criminales.

Ahora la provincia se prepara para ser el escenario de una nueva serie de conflictos entre los disidentes de las FARC que se niegan a desarmarse, grupos rebeldes más pequeños y bandas criminales que surgieron de las milicias paramilitares de derecha. Los civiles han quedado en medio de todo esto.

“Con esto convivimos”, explica Ana Lucía Velasco, esposa de Fernández. “Nos están asesinando poco a poco”.

Tras el atentado fallido con bomba, Fernández y su familia huyeron a Toéz, una reserva indígena en las montañas, donde ahora vive bajo la protección de un grupo de guardaespaldas indígenas. Cuando sale de la reserva, siempre le acompañan.

“Hay un precio por mi cabeza”, dijo Fernández. “Y cada día es más alto”.

Jesús Bacca, miembro de la guardia indígena del norte del Cauca, la vigila desde fuera de la casa. Bacca está armado solo con un palo y una radio, pero dice que está bien entrenado para desarmar a personas mejor equipadas. “Hemos detenido a hombres antes, los hemos desarmado y los hemos entregado a las autoridades”, asegura. “Si hay gente que arriesga su vida para luchar por nuestros derechos, debemos mantenerlos a salvo”.

Las últimas amenazas contra Fernández por mensaje de texto provenían de las Autodefensas Gaitanistas de Colombia, una de las miles de bandas que ahora se adentran en el territorio abandonado por las FARC cuando sus 10.000 combatientes depusieron las armas.

“Es posible que las FARC hayan abandonado el campo de batalla, pero otros grupos han ocupado su lugar”, dice Eduin Marcelo Capaz, coordinador de derechos humanos de la Asociación de Consejos Indígenas del Norte del Cauca. “Y estos grupos no tienen ideología política”.

Las AGC, como muchos otros grupos en todo el país, tienen su origen en las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), una federación de grupos paramilitares creada para eliminar a los miembros de la guerrilla con tácticas brutales que el Estado no podía utilizar.

Las AUC se disolvieron entre 2006 y 2008, pero muchos de sus combatientes siguen aterrorizando a la gente del campo, ganando dinero con la extorsión, el narcotráfico y la minería ilegal.

“Sus nombres pueden haber cambiado, pero son las mismas personas con las que hemos vivido toda nuestra vida”, dice Capaz. “Es la misma gente que llevó a cabo las masacres de hace años”.

Creían que el terror era cosa del pasado

Fernández sobrevivió a una de esas masacres en abril de 2001, cuando los combatientes de las AUC llegaron a su aldea por el río Naya, en el noroeste del Cauca. Los paramilitares acusaron a los pobladores de colaborar con la guerrilla y masacraron a 10 de ellos con machetes y motosierras. A dos más les dispararon. A otro lo decapitaron y nunca se encontró su cabeza.

Las víctimas de la guerra de Colombia esperaban que el terror quedase relegado a algo del pasado, pero los asesinatos continúan. Cada tres días, un líder social es asesinado en Colombia. Algunos son secuestrados y torturados antes de ser eliminados. Otros mueren tiroteados por asesinos montados en motocicletas. Muy pocos casos son investigados.

“Pensábamos que con el acuerdo de paz cambiaría el estado de ánimo. Todavía estamos dispuestos a perdonar a los que nos dañaron en la guerra”, añade. “Pero todo se ha puesto del revés. Algunas personas no quieren la paz”.

Capaz asegura que la paz habría tenido un mejor desarrollo en la zona si se hubiera involucrado a los líderes sociales. “Conocemos mejor esta tierra”, explica. “Así que cuando las FARC se fueron, ¿cómo es que el Gobierno no nos pidió que les ayudásemos a tomar el control?”

Ahora los líderes comunitarios centran todos sus esfuerzos en seguir vivos.

A unos 25 kilómetros al oeste de Toéz, se halla el pueblo de Suárez entre las montañas y el sinuoso río Cauca. Hace pocas tardes, un convoy de todoterrenos blindados se apostó frente a una casa de madera. Un grupo de guardaespaldas en vaqueros y camisetas vigilaba al frente con sus pistolas ocultas.

Dentro, los activistas más importantes de la región habían convocado una reunión de emergencia después de que Ibes Trujillo –un activista local que había hecho campaña contra una presa hidroeléctrica– fuera secuestrado y asesinado.

Héctor Marino, amigo y compañero activista, sigue desesperado. “Han matado a mi hermano”, dice con una voz cargada de dolor y rabia. “Él me enseñó el camino de la lucha, de la resistencia y de la perseverancia”.

“El único crimen que hemos cometido es defender nuestra tierra y nuestros derechos”, dijo Marino, que asegura que ha perdido la cuenta de las veces que han amenazado con matarle. “Fuimos objetivos militares durante el conflicto y ahora lo seguimos siendo”, protesta. “En otros países seríamos respetados y protegidos. En Colombia nos dejan morir”.

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