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La estación de esquí que aceleró la primera ola de la pandemia en Europa

Las esquiadoras Catharina Callson y Tobias Geissler bajan por una pendiente en la estación de esquí en Ischgl, Austria.

Philip Oltermann y Lois Hoyal

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Charlie Jackson discutió con su mujer la primera semana de marzo. Este experto en selección de personal de 53 años, de Pangbourne, Berkshire, se preparaba para un viaje “de chicos”. Debía tomar un vuelo a Innsbruck para pasar tres días en compañía de sus amigos y esquiar en los Alpes Tiroleses. Carol, su mujer, pensaba que Ischgl, la localidad donde el grupo de amigos pensaba alojarse, estaba demasiado cerca de las zonas del norte de Italia en las que se había decretado el confinamiento para impedir el avance de una misteriosa enfermedad parecida a la gripe. Sin embargo. Jackson decidió hacer caso omiso a la llamada a la prudencia: ya había puesto un depósito de más de 1.000 euros.

Ischgl, uno de los centros de esquí más conocidos de Europa, es lo que Jackson llama “un lugar para chicos”. De hecho, en los últimos nueve años él y sus amigos se habían desplazado hasta este pueblo situado en el valle de Paznaun, en Austria, en diversas ocasiones. De noviembre a mayo, la nieve polvo está garantizada. Se trata de un sitio en el que todos los servicios se encuentran a poca distancia y uno no necesita un coche para desplazarse. La estación de esquí está bien gestionada: Ischgl cuenta con 45 remontes de última generación [incluidos teleféricos, telecabinas, telesillas y algunos T-bars], tres de los cuales te llevan directamente desde el pueblo a la montaña.

En la localidad hay muchos bares après-ski, en los que Jackson y otros turistas pueden divertirse tras una dura jornada en las pistas. “Son como las discotecas de adolescentes, solo que llenas de cincuentones”, explica.

El 4 de marzo, después de su primera jornada de esquí, el grupo de ocho amigos se dirigió a una cabaña de madera en el lado este de la localidad llamada Niki's Stadl en honor a su difunto propietario, Niki Ganahl, un ex esquiador del equipo nacional austriaco que se hizo músico y que murió de un ataque al corazón en 2015, a la edad de 58 años. La cerveza y los chupitos de Jägermeister cuestan alrededor de la mitad de lo que cuestan al otro lado de la frontera en Suiza, y en el Niki's Stadl fluyen libremente desde las 3 de la tarde hasta la madrugada (el bar permanece abierto hasta que el último cliente se va). En una cabina situada en medio del bar, un DJ toca el sabor local del schlager pop, un flujo de ritmos tecno con tres sílabas pegadizas: “Oh Le Le”, “Bla Bla Bla” o “Saufi Saufi” (“Boozy Boozy”). A veces toda la pista de baile forma una conga y va al bar situado al otro lado de la calle.

Cuando hablamos cuatro meses más tarde, Jackson no puede sacar de su mente un recuerdo borroso de esa noche. “Tienen este enorme botón rojo junto a la cabina del DJ, como algo sacado de un concurso de televisión. Cuando lo pulsas, la música baja ligeramente de volumen durante 20 segundos y suena una sirena. Mi amigo Declan pulsaba ese botón compulsivamente. Estaba un poco borracho y pulsar el botón se convirtió en un juego para todo el grupo. Tal vez lo llegamos a pulsar más de 50 veces. Lo pulsabas con la palma de la mano, y al final de la noche el botón estaba empapado de sudor”.

Regresó a casa el 7 de marzo y tres días después, a Jackson le empezó a doler la espalda y las articulaciones, y perdió el sentido del gusto. Durante las siguientes cuatro semanas, se sintió totalmente agotado y no pudo trabajar, a menudo se acostaba por la tarde. Meses más tarde, una prueba de anticuerpos confirmó que había tenido COVID-19. “El virus no me mató, pero me encontré mal durante mucho tiempo”, dice.

Jackson es uno de los afortunados. Al menos 28 personas que visitaron Ischgl a finales de febrero y principios de marzo murieron de COVID-19. Cuatro de los ocho hombres del grupo de Jackson cayeron enfermos. Se cree que muchos miles más se contagiaron en el complejo turístico. A mediados de marzo, era evidente que los turistas que entraron y salieron del valle de Paznaun habían sido los principales aceleradores de la primera oleada del virus en el continente europeo.

El COVID-19, la “neumonía viral de causa desconocida” que las autoridades chinas dieron a conocer por primera vez en Wuhan el 3 de enero, ha transformado nuestro modo de vida, ha puesto patas arriba la geopolítica y ha precipitado una crisis económica de proporciones históricas. También ha revelado una cepa de puritanismo entre las personas que se creían progresistas y tolerantes: el virus se extiende cuando hay contacto social y nada nos ha enfurecido más durante el confinamiento que ver a la gente divirtiéndose en masa.

En Europa, ningún lugar ha despertado más indignación que Ischgl, apodada la “Ibiza de hielo”. Los brotes en el norte de Alemania, Dinamarca, Suecia, Noruega e Islandia se han rastreado hasta los esquiadores que regresaron a casa desde el valle de Paznaun, y es probable que el alcance devastador del grupo de Ischgl sea considerablemente más amplio: un abogado austríaco que está preparando una demanda colectiva contra la región del Tirol, alegando que ésta no cumplió con sus obligaciones en materia de salud pública, ha reunido las firmas de más de 6.000 turistas de 47 países que creen haber contraído el virus en Ischgl, entre ellos personas del Canadá, Camboya y Zimbabwe. Alrededor de 180 firmantes son ciudadanos británicos, que llevaron el virus a Londres, Manchester, Birmingham, Norwich y Brighton.

En Alemania, que abastece a Ischgl con la mayoría de sus visitantes, el brote ha sido objeto de un batalla diplomática dialéctica entre políticos austriacos y alemanes, que se acusan mutuamente de negligencia, y ha protagonizado numerosas portadas. El miedo a ser tildado de “próximo Ischgl” ayudó a imponer los cierres en toda Europa central, tal es el estigma que se le atribuye al nombre del complejo turístico.

Mientras tanto, los propietarios de negocios en Ischgl dicen que han sido chivos expiatorios y que los informes de escenas orgiásticas son burdas exageraciones. En una columna en el Daily Mail, el columnista Jan Moir condenó a los esquiadores que supuestamente habían estado jugando una variante del beer pong, en la que se escupe una pelota en un vaso de cerveza, con varios jugadores usando la misma pelota. Pero ninguna de las personas que entrevisté para este artículo puede recordar este juego. Hasta cierto punto, la gente que trabaja en Ischgl tiene razón. Poner el punto de mira en una supuesta escena frenética de fiesta ha servido como cortina de humo para decisiones clave que se tomaron o no se tomaron entre bastidores, las advertencias fallidas y una pregunta clave: ¿las autoridades priorizaron los factores económicos en detrimento de la salud de los residentes y de los visitantes?

El 4 de marzo, Jackson y sus amigos ya habían salido a trompicones del Niki's Stadl y se habían ido a la cama cuando llegó un correo electrónico al cercano hotel Nevada. A las 23.45 horas, una turista islandesa informó que ella y dos miembros de su familia que se habían alojado en el hotel la semana anterior habían dado positivo en un test de COVID-19 a su regreso a Reykjavik. La mujer añadió que no sabía si cuando visitó Ischgl ya era contagiosa, y que era posible que hubiera contraído la enfermedad en el viaje de regreso a casa. Su aerolínea le había dicho que su grupo volaba en el mismo avión que un hombre con el virus que había estado esquiando en Italia.

La mujer había estado con tres grupos de turistas islandeses, 25 personas en total, que se conocían entre sí y se alojaban en dos hoteles y un conjunto de apartamentos, del 22 al 29 de febrero. Varios eran médicos, por lo que el grupo había estado siguiendo las noticias sobre el nuevo coronavirus con más atención que otros turistas.

Después de que uno de los turistas islandeses desarrollara síntomas el 26 de febrero y otro comenzara a sentirse mal en el vuelo de regreso a casa, el grupo estaba en alerta máxima. Haraldur Eyvinds Thrastarson, un experto en tecnología de la información al que le preocupaba contagiar a más de 600 compañeros de trabajo, se hizo un test a su regreso a Reykjavik. “En Islandia, permitimos que los médicos tomaran el relevo de los políticos durante unas semanas”, dice: “Eso realmente marcó la diferencia”. Islandia comenzó a ofrecer pruebas de COVID-19 a fines de enero, y en los meses siguientes personas que presentaban o no presentaban síntomas se las hicieron, lo que le dio la mayor tasa de pruebas per cápita al comienzo de la pandemia.

En la noche del 3 de marzo, se confirmó que Thrastarson era uno de los 16 casos positivos del grupo. Poco antes de la medianoche del 4 de marzo, la máxima autoridad sanitaria de Islandia envió un mensaje a su homólogo de Viena a través del Sistema de Alerta Temprana y Respuesta (EWRS), una plataforma en red que conecta a las autoridades de salud pública de toda la UE. En la mañana del 5 de marzo, Islandia declaró a Ischgl como destino de alto riesgo, en la misma categoría que Wuhan e Irán. Ese mismo día, se convocó una reunión de emergencia del grupo de trabajo sobre la crisis del coronavirus en Ischgl para las 13:00 horas, y las autoridades sanitarias de la región del Tirol estudiaron los casos islandeses en una reunión.

A pesar de todo ello, cuando el responsable de salud pública del Tirol envió un comunicado de prensa más tarde ese mismo día, no fue para poner a la región en alerta máxima, sino para provocar el pánico. En el comunicado, que todavía se puede consultar en Internet, el director médico del estado, Franz Katzgraber, dijo que era probable que los turistas islandeses hubieran contraído el virus en el avión de Munich a Reykjavik: “Desde el punto de vista médico no parece muy probable que los contagios se produjeran en el Tirol”. La respuesta de toda una región se apoyaba ahora precariamente en media frase final del correo electrónico del turista islandés: la idea de que un esquiador italiano podría haber sido el foco del contagio.

El sábado 7 de marzo, Jackson y sus amigos dejaron el hotel. El personal limpió sus habitaciones, cambió la ropa de cama y se registraron los huéspedes que iban a quedarse esa semana.

Ischgl no es sólo un destino para juerguistas; es un destino para juerguistas con dinero. Hay tiendas de marcas de diseño y hoteles de cuatro y cinco estrellas, restaurantes que venden hamburguesas de carne wagyu y botellas de champán de 600 euros. En las calles, los carteles anuncian los conciertos de Top Of The Mountain con estrellas de primera fila como Rihanna y Elton John. Uno de cada tres euros ganados en el Tirol proviene directa o indirectamente del turismo, predominantemente de turistas alemanes e italianos, que todos los años se gastan unos 8.400 millones de euros en esta región.

La accesibilidad es una parte importante del atractivo, y este eficiente flujo de visitantes contribuye a la rentabilidad de Ischgl en comparación con otros centros turísticos. Un tren parecido al que une las distintas terminaciones de un aeropuerto transporta a los turistas a través de un túnel de un lado a otro de la localidad. Pero el motor económico clave son los remontes, utilizados por 17 millones de personas cada año.

“Somos, de lejos, la empresa de remontes con mayor volumen de negocio en Austria”, señala Alexander von der Thannen, de 49 años, que dirige la Asociación de Turismo de Ischgl Paznaun. “Nuestro teleférico gana más de 80 millones de euros - el siguiente después es Kitzbühel con 60 millones de euros.” Incluso en la temporada 2019/2020, que ha sido más corta, la compañía de teleféricos ha tenido un volumen de negocios de 58,5 millones de euros. Como suele ser habitual entre los empresarios locales, Von der Thannen tiene varios trabajos: es también el portavoz de la Cámara de Comercio de Tirol para el turismo, director gerente del hotel de cinco estrellas Trofana Royal y es propietario de un bar donde se reúnen los esquiadores por la tarde, el Trofana Alm.

Von der Thannen explica que las personas que vienen a Ischgl, “no sólo esquían, también consumen”. Cree que Europa ha culpado a Ischgl en parte por el resentimiento ante su éxito comercial. “Tal vez lo que estamos viendo es también la cultura de la envidia: somos demasiado grandes, crecimos demasiado rápido. Hemos polarizado la opinión, deliberadamente. Trajimos megaestrellas a Ischgl - como Robbie Williams, Katy Perry, Tina Turner, Rod Stewart - que dieron conciertos en la cima de la montaña. Tal vez no a todos les gustó ver lo que hacíamos”.

Pero a principios de la segunda semana de marzo, el temor de que la mala gestión de un brote pudiera dañar permanentemente la reputación de la localidad estaba en la mente de altos funcionarios y empresarios de Ischgl. El sábado 7 de marzo, día del cambio de estación, un noruego de 36 años se convirtió en la primera persona que dio positivo en el test de COVID-19 en la localidad, después de experimentar síntomas leves y dolor de cabeza. Trabajaba como barman en Kitzloch, frente al Niki's Stadl, donde los islandeses también habían pasado dos tardes. “Se especulaba con que acababa de regresar de unas vacaciones en Italia”, dice Bernhard Zangerl, gerente de Kitzloch. “Eso no era cierto. No se movió de aquí”.

Desinfectaron el interior del bar de inmediato y se ordenó el aislamiento de 22 de los contactos cercanos del barman. Sin embargo, el domingo, las autoridades sanitarias del Tirol insistieron en que era “improbable, desde el punto de vista médico” que los trabajadores de la estación pudieran haber transmitido el virus a los turistas. A las 15:53 horas del lunes 9 de marzo, una agencia de noticias austriaca anunció que 15 personas que habían estado en contacto con el barman de Kitzloch también habían dado positivo. Siete minutos más tarde, el padre de Zangerl, Peter, propietario de Kitzloch, recibió un mensaje de texto: “Querido Peter”, decía: “Por favor, llámame o cierra tu bar - o serás el culpable del final de la temporada en Ischgl y posiblemente en el Tirol.”

El texto, que más tarde se filtró a un blog austríaco, procedía de Franz Hörl, jefe adjunto de la Cámara de Comercio de Tirol, portavoz de la asociación de operadores de telearrastres y miembro del partido popular austríaco (OVP), de tendencia conservadora. Poco después, Hörl envió un segundo mensaje: “Todo el país tiene a tu bar en el punto de mira”, decía, advirtiendo que el Tirol podría ser añadido a la lista de zonas de alto riesgo del Ministerio de Asuntos Exteriores alemán. “Por favor, sea razonable”, le rogó Hörl a Zangerl, terminando con una promesa: “Después de una semana [o] 10 días el furor se habrá calmado y podrá decidir qué hacer”.

A las seis de la tarde, el bar Kitzloch había cerrado sus puertas. Los abogados que ahora presentan una demanda colectiva contra Ischgl argumentan que la estación de esquí debería haber seguido el ejemplo. Uno de ellos, Peter Kolba, que también es presidente de la Asociación Austriaca de Protección al Consumidor, subraya: “Si Ischgl hubiera decretado la cuarentena una semana antes, miles de turistas no se habrían contagiado. Y el virus no se habría extendido por Europa”.

Cuando Nigel Mallender llegó a Ischgl la tarde del martes 10 de marzo, se dirigió directamente al bar Schatzi. El lugar, donde chicas con trajes cortos bailan en las mesas, estaba tan lleno que recuerda haber tenido que caminar de lado para moverse por el bar. “Estaba abarrotado”, dice el banquero jubilado, de 56 años, de Farnborough, Hampshire, que se reunía con sus amigos para pasar unos días esquiando y de fiesta. Ese mismo día, las autoridades regionales habían ordenado que todos los bares de Ischgl cerraran “con efecto inmediato” pero el martes por la noche todavía no se había implementado la medida. Algunos bares, incluyendo Schatzi y Trofana Alm, propiedad de Von der Thannen, mantuvieron sus puertas abiertas y estaban más ocupados debido a los otros cierres. “La sensación era de absoluta normalidad”, dice Mallender, que pasó unas cinco horas en Schatzi.

La policía comenzó a pedir el cumplimiento de la prohibición al día siguiente, pero los restaurantes y bares de los hoteles permanecieron abiertos el miércoles y el jueves. Los remontes mecánicos continuaron llevando a los turistas a la montaña a la mitad de su capacidad. En el caso del mayor remonte de la estación, el Piz Val Gronda E5, esto significaba que hasta 75 esquiadores a la vez pasaban seis minutos dentro de una cabina cerrada. “No teníamos la sensación de tener que entrar en modo pánico”, dice Mallender. “Los austriacos estaban tranquilos y parecía que lo gestionaban con sensatez”.

La ilusión de que el aire alpino limpio de alguna manera inocularía a la gente de una pandemia global no se disiparía hasta las 2.15 pm del viernes, cuando Mallender recibió una llamada de su hotel: “Ahí fue cuando comenzó la típica película mala de desastres”. En una conferencia de prensa 15 minutos antes, el canciller austriaco, Sebastián Kurz, había anunciado que todo el valle de Paznaun sería puesto en cuarentena “con efecto inmediato”. Se aconsejó a los turistas que dejaran el valle “rápidamente” y volvieran a casa.

Mallender, que se alojaba en el pueblo cercano de Galtür, bajó corriendo la montaña, metió sus pertenencias en una maleta e intentó reservar un taxi, sin éxito. Asustado, se dirigió rápidamente al centro y consiguió subirse a un autobús que lo llevó a Landeck, donde pudo coger un tren a Innsbruck, la capital del Tirol. “Para cuando el autobús llegó a Ischgl, sólo había espacio para estar de pie y el autobús se movía a paso de tortuga en medio de un atasco”. La repentina evacuación masiva significó que el autobús, con unos 25 pasajeros a bordo, tardó siete horas y media en llegar a Landeck, normalmente un viaje de 40 minutos.

El viernes por la noche, Mallender se despertó empapado de sudor y con dolor de espalda en un hotel de Innsbruck. Hizo todo lo posible por distanciarse de los demás pasajeros del avión y se aisló en cuanto llegó al Reino Unido el domingo. Once días más tarde, lo llevaron al hospital; para entonces, no conseguía pronunciar tres palabras sin que le faltara el aliento. Hablando por teléfono desde Hampshire, su voz se estremece cuando recuerda haber dejado atrás a su familia, sin saber si volvería a verlos.

Mallender decidió unirse a la demanda colectiva porque cree que la forma en que las autoridades gestionaron el brote hizo que el virus llegara con facilidad a otros países. “Cuando las autoridades ordenaron que todos los turistas se fueran de golpe, no hicieron más que empeorar la situación. Cualquier pasajero que se hubiera subido al autobús sin el virus ya lo tenía al final del viaje. No creo en la cultura de la culpabilidad pero la gestión en el valle de Paznaun recuerda la del alcalde de Amity Island en Tiburón. Si ha habido muertes porque se priorizó el negocio en detrimento de la salud, entonces debe cuestionarse este comportamiento. No quiero sacar dinero de esto, pero es necesario que se investiguen los hechos”.

Otros turistas explican que tuvieron problemas similares para salir del valle. Lisa Busby, de 54 años, de Brighton, y cuatro amigas se alojaban en un hotel en Saint Anton, en el valle contiguo. Después de que su hotel les informó de la evacuación, no pudieron conseguir un taxi ni subirse a los autobuses llenos de gente. “Todos los turistas se apresuraban a salir porque temían quedarse atrapados en la localidad durante la cuarentena”, dice. “Estábamos completamente atascados”.

Las amigas se sintieron muy afortunadas cuando un turista alemán les ofreció llevarlas hasta Munich. Al final del viaje, intercambiaron números. Dos días después, Busby y sus amigas comenzaron a encontrarse mal. El 22 de marzo, el conductor alemán envió un mensaje para decir que había dado positivo en el test de COVID-19. Cuando hablé con Busby a principios de agosto, aún no había recuperado su sentido del gusto o del olfato, y estaba segura de que tenía el virus, aunque ni ella ni sus amigas se habían hecho la prueba.

Johann Friedrich, un austriaco deportista de 68 años que vive cerca de Viena, llegó a Ischgl con cuatro amigos para una semana de esquí el 7 de marzo. Su compañero de habitación del hotel, Hannes Schopf, de 72 años, periodista, recibió una llamada de su mujer hacia el final de sus vacaciones, diciéndoles que salieran lo antes posible. Ellos también se subieron a un autobús lleno de gente. Friedrich más tarde sólo experimentó síntomas leves, pero su amigo tuvo menos suerte. El 10 de abril, Schopf murió en el hospital, sin haber visto a su mujer. Friedrich cree que es bastante probable que su grupo se contagiara en el autobús.

Ni él ni Schopf habían estado en un bar durante sus vacaciones.

A principios de julio, el manto de nieve de las montañas que flanquean Ischgl se ha derretido y ya solo quedan unas manchas finísimas. El cielo es azul y el sol golpea sobre las verdes praderas. La mayoría de los bares, cafés y restaurantes están cerrados; sólo unos pocos ciclistas y excursionistas pasan por la localidad. Los carteles siguen anunciando fiestas para después de esquiar y bailes eróticos, pero reina el silencio. Durante la temporada baja, la calma no es nada fuera de lo común. Sin embargo, la sensación de inquietud que transmite sin querer el eslogan turístico de Ischgl que se puede ver en los bancos del parque, los carteles y los remontes mecánicos - “Relájese”. Si puede...“ - parece más apropiado que nunca. Los lugareños son reacios a entablar una conversación, y mucho menos a conceder entrevistas.

Entre bambalinas, se está preparando la próxima temporada turística que comienza en noviembre: se limpian las terrazas y los operarios llevan a cabo tareas de mantenimiento de los remontes. El bar Trofana Alm fue demolido y en noviembre levantarán otro en el mismo lugar. “Todo será nuevo, más moderno, con un nuevo sistema de ventilación”, señala Von der Thannen, mientras toma el café de la mañana. “Habrá más espacio para una cocina de mayor tamaño, pero aparte de eso todo seguirá igual”. Presentó la solicitud para el permiso de obra en diciembre, mucho antes de que nadie hubiera oído hablar de la pandemia de COVID-19. El cierre le ha supuesto a Ischgl alrededor del 25/30% de su facturación anual, pero Von der Thannen se muestra optimista y cree que la reputación de la estación de esquí no se verá empañada de forma permanente por su vínculo con el virus.

Kolba lo ve de una manera completamente diferente. En la querella, presentada en junio ante la Oficina Federal Económica y Anticorrupción de Austria, insta al fiscal del estado a que analice las razones por las que establecimientos como el bar de Von der Thannen cerraron tan tarde, y el papel que desempeñaron en la propagación del virus.

En el documento legal de 36 páginas se nombran 21 propietarios de bares y funcionarios locales como posibles sospechosos, aunque Kolba dice que la querella se dirige en última instancia contra el gobierno austríaco y su “exportación calculada” del virus. Mientras el fiscal de Innsbruck sigue recabando pruebas, Kolba tiene previsto iniciar una demanda civil a modo de prueba a principios de septiembre.

Si tiene éxito, el gobierno austriaco se vería obligado a pagar indemnizaciones por valor de cientos de millones de euros a los firmantes, entre los que se encuentran Charlie Jackson, Johann Friedrich, Nigel Mallender y Lisa Busby.

Independientemente de la impugnación legal, es probable que Ischgl cambie. En el futuro, dice Von der Thannen, la localidad tendrá que ser más cautelosa con el público que los visita: “Hay ciertos tipos de huéspedes que ya no queremos ver aquí”. Son demasiados los turistas que se dirigen directamente a los bares, sin llegar a pasar por las pistas de esquí: Von der Thannen sugiere que a los visitantes se les proporcione un ticket de aparcamiento sólo si también compran un abono de esquí, que en temporada alta cuesta 58 euros al día. “Las personas que vienen a esquiar, que han reservado una habitación de hotel, son bienvenidas”, dice.

Y, como apunta Von der Thannen, esquiar te mantiene sano. A finales de abril, un grupo de virólogos fue al valle para hacer pruebas masivas a la población y descubrió que mientras más del 40% había desarrollado anticuerpos frente al virus, sólo el 15% había tenido algún síntoma. Von der Thannen señala que un científico afirmó que se trataba de “personas fuertes, muy resistentes”. “Casi todos los lugareños esquían con regularidad. Somos activos y estamos al aire libre. Nuestros padres y abuelos trabajaron en el campo, y tal vez heredamos sus genes. ”Se han escrito muchas cosas sobre Ischgl que no son ciertas. Nos han insultado y se han burlado de nosotros. ¿Puede una localidad de este tamaño contagiar al mundo entero? ¿a diez millones de personas? La respuesta es un no rotundo“.

Traducido por Emma Reverter

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