Mis razones para el optimismo en 2017
Para todos aquellos cuyas ideas les ubican en el pensamiento político no mayoritario, este descanso de Navidad debería ser un momento de aceptación. El Brexit va a ocurrir. La globalización se va a derrumbar. La libertad de circulación va a dejar de ser un derecho incondicional dentro de la Unión Europea. La idea de que Occidente es el defensor y en ocasiones también el encargado de hacer cumplir los derechos humanos en el mundo está, en el mejor de los casos, en suspenso.
No escribo estas líneas con un espíritu pesimista sino optimista. El optimismo de creer que, si adaptamos nuestra forma de pensar a la nueva realidad lo suficientemente rápido, podremos seguir luchando por las políticas sociales y por los derechos humanos en nombre de esa generación que se pasa la cena de Navidad mirando apática su pantalla. Pero ese “si” es un condicionante difícil.
En estas vacaciones les garantizo que van a escuchar muchas veces a sus familiares mayores pronunciar la palabra “nunca”. “El Reino Unido nunca dejará la Unión Europea”. “Donald Trump nunca será presidente”. “El fascismo nunca regresará a Alemania y a Austria”.
La negación es la primera fase del dolor. Es comprensible que la gente la use para sobrevivir al Brexit o al Día del Empaquetado (se celebra el 26 de diciembre en Reino Unido y suele asociarse a la necesidad de deshacerse de los envoltorios de los regalos). Cuando ocurren hechos que cambian el mundo, el instinto de negación es más fuerte: la mayoría de la gente racional había construido sus principios a partir de la realidad en la que vivía.
Por ejemplo, las instituciones europeas que garantizan la libertad de circulación. Llegaron a representar el principio, aceptado por muchos, de que las fronteras debían ser lo más abiertas posible. No importaba que la libertad de circulación en Europa dependiera de una valla de alambre de tres metros entre Marruecos y Melilla. La parte referida a la “libertad” parecía abarcar un principio general.
En el futuro, tendremos que separar nuestros principios de las instituciones que alguna vez los representaron.
Lo mismo sucede con otro principio definido de manera aún más vaga: el europeísmo. Yo no conocí Estados Unidos hasta que tuve 40 años. Para ese momento ya había viajado por toda Europa a pie, en avión, en tren y en coche. Estaba convencido de que Europa era un parque cultural inagotable, el lugar de donde surgían todos mis valores, mientras que la mayor parte de Estados Unidos me parecía simplemente “un país para ver desde al aire”.
Las nuevas generaciones de británicos que pasan las vacaciones de su infancia en el Disney World de Florida y organizan sus despedidas de solteros en Riga o se toman años sabáticos en Tailandia van a ser menos europeístas que la mía. Pero, por otro lado, la visión global del mundo de esta generación se formó bajo la idea de que París y Berlín eran lugares cercanos para pasar el fin de semana, donde bastaba con mostrar el pasaporte a una amigable patrulla fronteriza.
Esta forma de pensar también debe cambiar. Para evitar que el Brexit nos sumerja en la catástrofe del PIB adelantada por el Ministerio de Economía, tenemos que ir en busca de dos resultados: primero, minimizar la ruptura con el mercado único de la Unión Europea. Si eso no funciona, maximizar la ruptura dejando de lado los sentimientos.
Para los que se aferran a su instinto de negación, el objetivo de minimizar la ruptura es fácil de aceptar, aunque no tengan los medios para hacerlo. La forma en que se alcanza un “Brexit blando” es a través de negociaciones difíciles y autoreferenciales que ponen en primer lugar el interés nacional del Reino Unido. Si fallamos, debido a que Europa es un caos gobernado por una élite que niega sus propios errores, lo lógico sería buscar una reconfiguración total de nuestro comercio, nuestra base industrial y nuestra actitud frente a la globalización. Incluso aquellos que como yo luchan por lograr el Brexit más blando posible deberían empezar a plantearse cuáles serán las políticas sociales en caso de un Brexit “duro”.
En cuanto al equilibrio de poder mundial, las personas elegidas por Trump para su gabinete dejan en evidencia sus intentos de alterarlo. Por primera vez en una generación, el sector israelí de derecha propenso a la retórica más violenta contra los palestinos no tendrá un freno de Washington. Por primera vez en una generación, los defensores de los derechos humanos en Rusia tendrán que dejar de considerar como aliados al Departamento de Estado y a la CIA, que se convertirán en una especie de conducto informal hacia Vladimir Putin y sus servicios secretos.
Todos estos cambios se deben a que el sistema mundial se está convirtiendo en un juego de suma negativa. Durante más de tres generaciones, fue un juego de suma positiva. Es como la diferencia entre el Great British Bake Off (Un programa donde se elige al mejor repostero) y el juego de pasar el paquete. En el Great British Bake Off, aunque solo gana una persona, siempre hay más tartas al final que al principio. En el juego de pasar el paquete, todos pierden excepto el ganador, y lo que hay dentro del paquete siempre es una desilusión.
La globalización era un juego de suma positiva a pesar de que apenas fue positivo para las antiguas poblaciones industriales de Occidente. Duró tanto la globalización que la gente empezó a creer que la economía del juego de pasar el paquete se había vuelto imposible. Estamos a punto de descubrir que nos equivocamos. Podemos seguir luchando por las políticas sociales, por la redistribución de la riqueza y por los derechos humanos en un mundo de suma negativa, pero no podemos hacerlo aferrándonos a “principios” que creíamos generales cuando no lo son.
Ya que la libre circulación como derecho absoluto desaparecerá cuando abandonemos la UE, yo reconfiguraría la política de emigración para que provea la máxima justicia social para dos grupos de personas: el grupo de los que ya viven en el Reino Unido, entre los que se incluyen tres millones de ciudadanos de la UE; y el de los refugiados, que deberían tener el derecho absoluto a pedir asilo en el país.
En el mundo globalizado, la “competitividad” era una carrera hacia abajo: salarios bajos y un estado de bienestar reducido. En el mundo en el que todos pierden, la competitividad es una pelea por encontrar trabajos bien remunerados y altamente especializados en el Reino Unido y no en otro lado. Las armas para lograrlo deberían ser una política industrial activa, exenciones tributarias, un gasto de bienestar alto y educación universitaria gratuita y financiada por el Estado.
Lo primero que tenemos que pensar es que el Reino Unido es un país con armamento nuclear cuyo principal aliado en los últimos 70 años está repentinamente gobernado por un cleptócrata impredecible y con una deuda moral con el Kremlin. Durante al menos cuatro años, Reino Unido debe manejar las relaciones diplomáticas por su cuenta. Debemos dejar de albergar la ilusión de que nosotros solos tendremos la capacidad de salvar a la revolución siria, de impedir que Israel ataque nuevamente a Gaza o de hacer que Abdel Fattah al Sisi deje salir de prisión a los periodistas. Debemos seguir intentándolo, por supuesto, pero no esperemos tener demasiado éxito.
Estos hechos alarmantes harán que la izquierda y el movimiento climático se enfrenten a elecciones difíciles, las mismas que tendrán que enfrentar los políticos liberales de centro. Como le dijo Churchill al Congreso de Estados Unidos el Día del Empaquetado en 1941, lo único que podemos hacer es “empuñar la espada por la libertad y deshacernos de la funda”.
Traducción de Francisco de Zárate