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The Guardian en español

El miedo y la violencia originan una nueva ola de refugiados procedentes de Afganistán

El portavoz de la guerrilla talibán, Zabiullah Mujahid (delante), en las montañas de la provincia afgana de Helmand.

Emma Graham-Harrison

Incluso hace seis años estas ya eran palabras huecas: “Hemos conseguido frenar a los talibanes”, señaló el general británico Adrian Bradshaw durante una rueda de prensa celebrada en el edificio de la OTAN en Kabul ante un grupo de periodistas que no parecía creer la afirmación.

En Afganistán la violencia no paraba de aumentar, de forma gradual y lenta, pero evidente. Sin embargo, Estados Unidos y sus aliados tenían que dar esa guerra por terminada, ya que 2014 era la fecha señalada para la retirada, y el repliegue de los soldados ya había comenzado. Fue así como la realidad pasó a un segundo plano porque no coincidía con el calendario fijado por Washington.

A finales del año pasado, tras numerosas muertes, atentados y el avance de los talibanes, el máximo responsable del Ejército de Estados Unidos en Afganistán afirmó ante otra sala repleta de periodistas, probablemente más incrédulos que los anteriores –si bien en esta ocasión yo no me encontraba en la sala–, que “ahora son las fuerzas de seguridad afganas las que tienen el control y los talibanes no pueden ganar”.

Uno de los aspectos más trágicos de la cobertura de la guerra en Afganistán durante prácticamente una década es que se trata de un conflicto difícil de abordar. Tras 17 años, Occidente parece seguir convencido de que si destina más dinero y recursos militares, la victoria será suya, mientras que los talibanes están seguros de que pueden expulsar a la OTAN y a sus aliados.

“Los días de los invasores bárbaros en el suelo puro de nuestro país han llegado a su fin, por voluntad de Alá, gracias a los sacrificios y a la yihad de los últimos trece años”, explicaron los talibanes a sus combatientes en un comunicado de 2014.

Y si bien ambas partes han sopesado la idea de entablar conversaciones de paz, parece que su prioridad no es facilitar el diálogo, sino ganar poder para tener más fuerza en las negociaciones.

Los civiles afganos son los principales perjudicados, y miles de ellos mueren en el fuego cruzado. También los combatientes de ambos lados que luchan en el campo de batalla y cuya muerte no genera menos dolor simplemente porque hayan decidido apuntarse a la guerra.

La intensidad de los ataques y la naturaleza de los objetivos están minando la esperanza de la población, un elemento clave para lograr la paz y fortalecer la maltrecha economía del país.

La pérdida de esperanza en el futuro

Los que tienen dinero para abandonar el país lo hacen y marchan a Turquía o India o arriesgan sus vidas para llegar a Europa. Cada vez quedan menos afganos competentes que puedan participar en la reconstrucción del país y, por otra parte, los que se quedan tienen cada vez menos oportunidades. Muchos jóvenes optan por luchar, en uno u otro bando, simplemente para poder mantener a sus familias.

“Si durante todos estos años has vivido en Afganistán te das cuenta de que esto no mejora”, indica Borhan Osman, un analista que trabaja para International Crisis Group, un grupo que promueve la paz desde Kabul.

“Ahora veo una nueva ola de personas que está saliendo del país, en especial personas jóvenes y preparadas, y no tiene tanto que ver con las dinámicas de la seguridad del día a día, sino más bien con una pérdida generalizada de la esperanza en el futuro, la falta de confianza de que se pueda alcanzar la paz”, añade Osman.

Cuando llegué a Afganistán en 2009 se libraban intensos debates sobre corrupción, muertes de civiles y otros problemas de la guerra, en parte porque los ciudadanos tenían la sensación de que, si los afganos y sus aliados corregían sus errores, podían encontrar la forma de poner fin al conflicto.

El presidente actual, Ashraf Ghani, en parte logró la victoria porque cuando era profesor universitario escribió un libro que trazaba un manual para levantar el país, con el título Fixing Failed States (reconstruir estados fallidos).

Tras su victoria, quedó sumido en amargas disputas políticas y frenado por una economía débil, una corrupción estructural y la escalada de la violencia. A pesar de todo ello, incluso cuando la guerra se extendió a lo largo y ancho del país y los talibanes fueron ganando posiciones, la capital parecía estar relativamente a salvo. Se producían episodios violentos pero eran lo suficientemente esporádicos como para que millones de habitantes tuvieran una sensación de normalidad.

Era una normalidad muy militarizada, forjada con muros y miedo, pero los jóvenes podían ir a la escuela y la universidad, y se abrían nuevos negocios. Los países occidentales todavía mandaban a casa a los solicitantes de asilo con el argumento de que la capital y otras zonas del país todavía eran seguras.

Más ataques, más presencia militar

En el último año la frecuencia de los ataques ha ido en aumento, y el mes pasado 200 personas murieron en tres atentados. Esto ha puesto fin a la falsa sensación de seguridad y ha provocado las protestas de los afganos, que se preguntan si pueden seguir confiando en un gobierno que ni siquiera es capaz de proteger la capital del país.

En el atentado de las fuerzas insurgentes contra el hotel Intercontinental murieron pilotos y otros trabajadores de una aerolínea nacional, paralizando así una herramienta de transporte nacional fundamental . Los vuelos de Kam Air son a menudo la única forma de viajar entre las distintas ciudades del país que están separadas por territorios bajo control talibán o de ISIS. 

También han atentado contra la prestigiosa y respetada American University de Afganistán, un centro cultural y la sede de Roshan, la principal compañía de telefonía móvil del país. Una potente bomba que estaba escondida dentro de una ambulancia también mató a cien personas.

Osman indica que el caos y la desesperación que se ha apoderado de la ciudad podría ser precisamente una de las razones por las que los talibanes decidieron atacar Kabul. Consiguieron demostrar su poder en un contexto en el que tienen que hacer frente a una creciente presión en las zonas rurales.

Desde que el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, decidió desplegar a más soldados sobre el terreno, las fuerzas afganas y sus aliados occidentales han respondido al avance de los talibanes y de ISIS intensificando los ataques y los bombardeos aéreos. Con ello han conseguido matar a algunos de los líderes y limitar el poder de los insurgentes.

El control de Estados Unidos sobre el espacio aéreo afgano hace que sea imposible para los talibanes impulsar un ataque militar convencional sobre Kabul. Sin embargo, si algo demuestran todos y cada uno de los años de esta guerra, el hecho de que Occidente refuerce su presencia militar en Afganistán no garantiza la paz en la capital o el resto del país.

Incluso en ciudades como Londres y París, los servicios de inteligencia no han podido evitar que se cometan atentados, y Kabul tiene muchos más habitantes por metro cuadrado, está situada relativamente cerca de los feudos de las fuerzas rebeldes y cuenta con habitantes que apoyan o simpatizan con los talibanes.

Si Estados Unidos asume el compromiso de quedarse y los talibanes mantienen su determinación a expulsarlos, los afganos solo pueden aspirar a seguir inmersos en una guerra que los ha estado azotando, en sus distintas variables, durante cuarenta años. No debería extrañarnos que hayan perdido la esperanza y estén huyendo a otros países.

Traducido por Emma Reverter

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