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Una isla judía ultraortodoxa en Nueva York: sarampión, pobreza y fundamentalismo

La epidemia de sarampión en Filipinas alcanza los 11.450 casos y 189 muertes

Carlos Hernández-Echevarría

¿Cómo puede estar una ciudad como Nueva York en alerta por una enfermedad erradicada hace veinte años? Un brote de sarampión afecta a la comunidad ultraortodoxa de judíos hasídicos y muchos se preguntan cómo puede alguien no vacunar a sus hijos en pleno 2019. La respuesta es complicada, como casi todo lo que rodea a este grupo religioso y a su muy particular forma de ver el mundo.

Si un viernes por la tarde visitamos el barrio de Williamsburg, en Brooklyn, al caer el sol escucharemos el sonido de las sirenas de bombardeo. No llegan los cazas rusos, pero sí vemos calles desiertas y algún judío ultraortodoxo que se ha despistado y va corriendo a casa cargado de bolsas de la compra. Las sirenas alertan de que empieza el Shabbat, el día sagrado de los judíos, y que hay que estar en casa. Las calles de Williamsburg quedan vacías de sus principales vecinos: hombres vestidos de oscuro con grandes sombreros, barbas y tirabuzones. Mujeres rapadas con peluca y vestidos largos, tirando de carritos. Y muchos, muchísimos niños.

A una parada de metro de Manhattan, los judíos hasídicos crearon ya hace décadas un mundo aparte. Uno donde la normalidad son los matrimonios concertados entre veinteañeros, las parejas con ocho hijos, la educación segregada para niños y niñas, y el idioma más habitual en las aceras no es el inglés ni tampoco el hebreo, sino el yiddish. Es un mundo de tiendas kosher, de cibercafés con un internet convenientemente “limitado” y donde se usan teléfonos móviles pero no televisión. Una isla de religiosidad y tradición en mitad de la ciudad más moderna del mundo.

Los supervivientes llegan a Brooklyn

Dentro del enorme desastre que fue el Holocausto para los judíos, a los hasídicos les fue todavía peor que al resto. Los líderes de sus comunidades, numerosísimas en Europa del Este a principios del siglo XX, aconsejaron a sus fieles que no huyeran a América ni a Israel, que no aprendieran la lengua de sus países y que no abandonaran su forma tradicional de vestir. En parte también por esto, los judíos hasídicos fueron una presa fácil para la barbarie nazi y sufrieron enormes pérdidas.

En hebreo, las palabras “sagrado” y “separado” tienen la misma raíz. Dentro de las diferentes ramas del judaísmo hasídico, estar “aparte” de la sociedad y mantener la unidad de la comunidad siempre ha sido un valor fundamental. Incluso si la persecución de los nazis fue más efectiva contra ellos por esa separación, en las escuelas judías ultraortodoxas de Estados Unidos aún se enseña que el Holocausto fue un castigo de Yahvé por excesiva la asimilación de los judíos en las sociedades europeas. Un error que en Williamsburg nadie quiere repetir.

La comunidad tiene su propia policía desarmada, el Shomrim, y también tienen su sistema de escuelas o Yeshivás. Funcionan con su propio horario escolar que respeta el Shabbat y el estudio de los textos sagrados de la Torah ocupa casi todo el tiempo, sobre todo para los estudiantes varones. Un alumno puede no saber escribir su nombre en inglés hasta la secundaria y desde luego que no se le mencionará la teoría de la evolución, pero además muy pocos llevarán su educación más allá del instituto. Esto es en parte para evitar un ambiente peligroso para la moralidad hasídica (la universidad), pero también por una falta de necesidad: los judíos hasídicos trabajan fundamentalmente en negocios de la propia comunidad, para los que no se les exige gran preparación académica. En cierto modo, el sistema educativo cerrado es un éxito: el resto de ramas del judaísmo en EEUU pierde miembros, mientras que los ortodoxos aumentan por su natalidad y porque el abandono es mucho menor.

Si a la falta de formación y empleo cualificado le unimos que las familias pueden tener 14 o 15 miembros, esto se traduce en pobreza. Los vecindarios judíos ultraortodoxos están entre los más pobres del país, aunque las estadísticas de renta no se traducen en personas sin hogar o mendicidad callejera. Williamsburg es un barrio destartalado, pero el fuerte sentido de comunidad y de la familia, además del papel de la economía sumergida, evita la peor cara de la miseria.

Poder político para proteger la segregación

Los judíos hasídicos son una comunidad muy activa políticamente y han hecho valer su enorme influencia en muchísimas ocasiones. Barrios como Williamsburg están a la cabeza entre los que más subvenciones reciben de todo el país. En parte es porque así lo justifica su nivel de renta, pero también porque la comunidad hasídica tiene muy bien estudiado desde hace décadas el sistema de concesión de ayudas públicas a la vivienda y a la alimentación. En los años 90, uno de cada tres habitantes del barrio recibía algún tipo de ayuda. Además, en una ciudad donde los demócratas son mayoría, los hasídicos son un sólido bloque conservador que siempre acude a votar y que tiene una cúpula muy clara con la que negociar.

La comunidad ha sido muy hábil en el manejo de las ayudas pero también protegiendo su autonomía. Una de sus batallas políticas más habituales es la de preservar su sistema educativo, ya que la ley de Nueva York exige que en las escuelas privadas se obtenga un nivel educativo “equivalente” al de las públicas. En palabras de un rabino hasídico “el estudio de los textos religiosos judíos no es solo equivalente, sino superior, ya que el Talmud contiene un alto nivel de historia, ciencia, cultura, lengua, matemáticas...” Son muchos los que discreparían de este argumento, pero de momento los ultraortodoxos han vencido: uno de sus senadores llegó a bloquear el presupuesto de todo el estado (158.000 millones de euros) hasta que recibió garantías de que no se tocaría a las Yeshivás.

Los políticos ni siquiera han legislado contra algunas de las tradiciones más polémicas de la comunidad hasídica. El mejor ejemplo es el ritual milenario en el que, tras circuncidar a un recién nacido, un religioso absorbe con la boca la sangre de la herida en el pene. Según las autoridades de la ciudad, el riesgo de una infección grave por herpes en un bebé se triplica cuando se le realiza esa práctica y ha habido incluso algunas muertes, pero no se ha prohibido. Las estimaciones más conservadoras dicen que pasan por ello unos 3.600 niños al año.

De no vacunarte contra el sarampión, por cierto, ni la Torah ni el Talmud ni la tradición hasídica dicen nada. Más bien al contrario, la mayoría de los rabinos afirman que hacerlo forma parte del precepto de “defender la vida”. Sin embargo, en un grupo relativamente aislado y que desconfía fácilmente de las autoridades, los bulos antivacunas encuentran un caldo de cultivo muy fértil. Los líderes religiosos y seculares están intentando concienciar a la comunidad, pero de momento el sarampión sigue disparado entre los (muchos) niños de Williamsburg.

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