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Vivir y morir frente a la máquina de coser: trabajo esclavo en Argentina

Las ONG calculan que hay unos 3.000 talleres ilegales de costura en Buenos Aires. / F. L. A.

Natalia Chientaroli

Buenos Aires —

Orlando y Rodrigo Camacho tenían 7 y 11 años. Iban cada mañana a una escuela pública de Buenos Aires. Hace unos días murieron en el incendio que se produjo en el taller textil ilegal en el que malvivían con sus padres. Encontraron sus cuerpos abrazados en una de las camas de la pocilga en la que decenas de inmigrantes bolivianos hacían jornadas de 16 horas frente a la máquina de coser por un salario mísero y casi sin poder salir al exterior.

El fuego comenzó con una vela. Pero las ventanas y puertas del inmueble, salvo una, estaban tapiadas para ocultar una ilegalidad más que evidente.

Tan evidente que ya hay más de 200 denuncias judiciales de trabajo esclavo y trata de personas en estos talleres que funcionan en pleno corazón de la capital argentina, una ciudad de casi tres millones de habitantes con el segundo ingreso per cápita más alto de América Latina. Incluso hay un mapa en el que se señala su ubicación exacta.

El papa Francisco ha mostrado públicamente su pesar por la muerte de los dos pequeños en Flores, el que fue el barrio de su infancia, aunque no es la primera vez que ocurre un hecho semejante. El propio Bergoglio ofició en 2006 una misa delante de otro taller clandestino en el que habían fallecido –también en un incendio– un hombre, una mujer y cuatro menores, todos de nacionalidad boliviana.

A partir de entonces el problema se hizo más visible, pero paradójicamente no hizo más que multiplicarse. Se calcula que ya son unos 3.000 en la capital y sus alrededores. Detrás, un negocio que crece al mismo ritmo desaforado: La Salada, la feria denunciada por Estados Unidos y la Unión Europea como “el mercado negro más grande del continente”, tiene unos 40.000 puestos que venden ropa y zapatos a precios bajos, muchos de ellos falsificaciones de marcas conocidas. La Confederación Argentina de la Mediana Empresa (CAME) calcula que el sector de las prendas ilegales factura al menos 22 millones de euros al mes, y que hay otras 539 saladitas en 119 ciudades del país. 

El peso económico de La Salada es tal que el Gobierno argentino ha llevado incluso a sus representantes a viajes oficiales de carácter comercial. Pero este inmenso mercado de falsificaciones no es el único que se nutre de los talleres ilegales. O al menos es lo que denuncia el legislador porteño Gustavo Vera. La asociación que preside, La Alameda, ha elaborado una lista con más de 100 grandes marcas que subcontratan la confección de sus prendas a empresas que a su vez derivan esa producción a talleres clandestinos.

En la lista figura la española Zara, que ha desmentido la acusación. La Alameda filmó con cámara oculta cómo un proveedor oficial de la empresa de Amancio Ortega retiraba prendas de una vivienda en la que trabajaban hacinadas varias personas indocumentadas. Según la Ley argentina de Trabajo a Domicilio, fabricantes e intermediarios son solidariamente responsables de las condiciones laborales de estas personas. La ONG presentó en 2013 una denuncia judicial contra la empresa que aún no se ha resuelto.

Una habitación para todo

Las imágenes muestran una habitación hacinada repleta de bolsas, retales y bobinas de telas. Una instalación eléctrica deficiente y a la vista en paredes descascaradas, ventanas clausuradas, un solo baño en pésimas condiciones, varias camas mugrientas que sirven para descansar unas pocas horas o para sentarse a comer, porque no hay ni siquiera mesa. Entre las máquinas que trabajan sin cesar de la mañana a la noche vagan niños pequeños, respirando el nocivo polvo que desprenden los tejidos. Es uno de los talleres en los que logró colarse La Alameda con una cámara oculta. Y ni siquiera es el peor en el que han estado.

“La mayoría llegan a Argentina engañados. Les dicen que les van a pagar en dólares y cuando llegan acá les dan 200 pesos [20 euros] y encima les cobran el billete y el alquiler”, cuenta un hombre que solía trabajar en estos talleres y que ahora colabora con La Alameda. Se dedica a infiltrarse para documentar las condiciones infrahumanas en las que viven miles de personas y recoge testimonios que luego ayudan a sustentar las denuncias. Ya hay más de 200 en los juzgados.

Pero las instituciones no operan a la misma velocidad que las organizaciones ciudadanas. De hecho, el taller en el que murieron Orlando y Rodrigo ya había sido denunciado, como otros que funcionan en la misma calle, en el mismo barrio. Los vecinos lo saben, las asociaciones lo llevan a la justicia, pero los procesos son demasiado lentos, y la pelea jurisdiccional –poder judicial, autoridades nacionales, Gobierno de Buenos Aires– acaba en inacción. 

Repunte de la tuberculosis

Una investigación realizada por el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas (CONICET) ha relacionado el fenómeno de los talleres clandestinos con un repunte de la tuberculosis en la ciudad de Buenos Aires y sus alrededores, donde se producen más de la mitad de los casos del país.

El responsable del estudio, Alejandro Goldberg, concluye que las situaciones de riesgo en este tipo de establecimientos provocan el aumento de casos de tuberculosis y generan otros problemas respiratorios, posturales y visuales. “La mala alimentación, el hacinamiento, la inhalación permanente del polvillo que despiden las telas al trabajarse, las situaciones de violencia cotidiana y las condiciones precarias de subsistencia de estos trabajadores pueden provocarles una baja en las defensas que los expone a la infección, el contagio y el desarrollo de la tuberculosis”, explica.

En los barrios de Flores y Floresta, donde se concentra buena parte de los talleres clandestinos, se registró una incidencia de 198 casos cada 100.000 habitantes, una tasa muy superior al promedio de 37,5 casos en la ciudad y a la media nacional argentina, que es de 26 casos cada 100.000, según datos del Ministerio de Salud.

“Un día de lluvia fui a un taller en la zona de Mataderos. Ahí vivían 20 personas. Los cuartos eran muy pequeños, divididos con cortinas; el techo estaba casi a la misma altura que una cucheta [litera]”, ha explicado a la prensa el extrabajador infiltrado de La Alameda, que pide ocultar su identidad para seguir realizando esta labor. “Ahí jugaban los nenes en una habitación con los cables por el suelo”. Unos niños como Orlando y Rodrigo, presos de la pobreza de sus padres, de la codicia de los explotadores y de la lentitud y la ceguera de las instituciones.

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