“Nací óptico y moriré óptico”
Con el mismo aplomo y seguridad con que sabe conversar, Ramón comunica (como pocos) con su mirada la pasión por su profesión. No hace falta conocerle para saber que habla por los ojos sin tener que despegar los labios desde el primer momento en que nos estrechamos la mano con un saludo cordial, como de toda la vida. Apenas nos hace esperar unos minutos hojeando unas revistas entre el trasiego de clientes. Menos tiempo del que nos hemos retrasado en la cita. Gajes del oficio que entiende asintiendo con una sonrisa de complacencia una vez que baja la escalera con su porte característico y elegante. Se dirige a nosotros con amabilidad profesional pero con cercanía. Y ese ambiente inspira su local en San Antón esquina Gran Vía cuando atravesamos el quicio de la puerta del negocio, en el que si uno es algo avispado se da cuenta de que no hay ofertas entre el mar de gafas, porque Ramón vende (y lo hace como nadie) “cercanía” y también “calidad”. Éste ha sido su buque insignia. Una seña de identidad que ha llevado al éxito a nuestro particular Alan Afflelou.
Y aunque no hace falta que lo diga (de viva voz) lo primero que nos hace saber es que “sin saber porqué” desde pequeño tenía claro que “nacía óptico y morirá óptico”. A partir de ahí construye su vida personal siempre entrelazada con su vida profesional. Tanto es así que a lo largo de la entrevista sus dos hijas, Elena y Elisa, ópticos de profesión como él, interrumpen en la sala para realizar algunas consultas a su padre. Todo familiar y de nuevo con ese halo de proximidad. De tú a tú. De sentirse en buenas manos.
Se percibe pronto el gusto de Ramón por la anécdota en una atmósfera de confianza saltando de una a otra en la conversación. Del antes al después y en ese juego de observar su vida desde un prisma más personal que profesional, recuerda el día en que descubrió que su abuelo, natural de Calahorra, vendía gafas graduadas enviando la receta a los oftalmólogos de Barcelona. Todo esto en un flashback tras el paso por la consulta de sus hijas hace unos minutos. Orgulloso y satisfecho de que así sea. De que todo quede en casa. Porque eso es su Óptica aunque cambie con el paso del tiempo.
Desde su recién estrenado nuevo despacho, pulcro y blanco (blanquísimo) nuclear, observamos un pasillo casi futurista y repleto de aparatajes con las últimas tecnologías, que al principio de nuestra conversación Ramón se apasiona en contarnos. Entre ellas, una máquina auténticamente del futuro, capaz de detectar cuáles serán los problemas de nuestra vista en dos décadas para poder erradicarlos en el presente. Contrastan “estas novedades reconocidas por los más importantes profesionales europeos” con las fotografías que nos ha buscado y a través de la que nos hace su retrospectiva: “soñaba llegar tan lejos”, pero no siempre los sueños se alcanzan o al menos no podía imaginarlo todo en 1978 cuando se instaló por primera vez en Gran Vía. Ese fue su primer local en Logroño. Del que nos cuenta que se mudó porque era un espacio pequeño y los clientes tenían que esperar fuera y hacer una larga cola en la calle para ser atendidos. Ahí empezó el éxito de su personalidad. Una personalidad que reconoce “ambiciosa, elegante y coqueta”. De nuevo me viene a la mente el meteórico ascenso de su colega francés, Afflelou, del que se jacta de ser amigo y de haber acudido a una de sus muchas y fastuosas fiestas parisinas. Encuentros en los que uno coquetea con el glamour de la fama, pero manteniendo los pies en su tierra (riojana).
Ramón, buen interlocutor, se dejó asesorar por el visionario francés en una de aquellas fiestas, pero él siempre tuvo las ideas muy claras, tanto como las líneas de su negocio: Marketing. Saber vender y vender (se) el producto. Por supuesto, siempre en sus manos y bajo su control, a pesar de que le han ofrecido “cantidades de dinero muy altas algunas cadenas internacionales”. Pero, claro, entonces ya dejaría de ser Ramón Óptica, y eso es lo que no quiere.
Tras sus gafas hay un principio fundamental y es que “lo bueno hay que pagarlo” y “lo bueno es calidad” y es moda, una palabra que trufa la conversación constantemente y que argumenta en un ejercicio de autoconvencimiento. Aunque para qué engañarnos, la moda la vemos en la calle. En él mismo, en cada detalle y en cada mirada que nos dirige defendiendo que hoy por hoy “el hombre tiene tanto derecho como la mujer a estar elegante”.
Y es que Ramón presume (le gusta) de haber sabido adaptarse a los tiempos, porque las gafas ya “no son algo ortopédico ni es un disgusto llevarlas”. Y a mí me sorprende, y hasta me hace sentir anticuado, no saber que “el último grito en moda sea llevar gafas con lentes sin graduar”. Con todo tipo de montura. Nos enseña unas más que atrevidas, forradas en terciopelo (azules y violetas) que esa misma mañana se ha llevado un chico de Madrid fascinado al verlas en su escaparate. Me las prueba. E insiste en el concepto de la moda, de lo que buscan los clientes. Tanto el que ve como el que no ve. Fácil para una persona que cada mañana hace de sus gafas un complemento. Imprescindible para quien como Ramón las cambia regularmente, casi a diario, en función de su camisa, su americana o sus pantalones.
No en vano guarda “en la cómoda de su habitación veinte gafas ponibles distintas para cada momento”. Y esta tarde no se siente del todo a gusto con las monturas naranjas y el tono azulado de su camisa. En este rato uno aprende verdaderamente a apreciar todo lo que un par de gafas pueden decir de alguien. Me hace gracia porque Ramón explica hierático, pero con un lenguaje sencillo, que llevar gafas es “una parte más de nosotros mismos”, es como “la señora que se arregla para ir a la boda de su hija y después de salir de la peluquería y ponerse el mejor vestido se deja puestas unas gafas de hace quince años”. Y tanto ha cambiado la moda que en muy poco tiempo el hecho de llevarlas supone que “uno esté más guapo o menos guapo por el colorido, las líneas, etc”. En otras palabras, Ramón previene, revisa y regula la vista, pero también enseña a llevarla con estilo.
Y aunque no nos cuenta quién, porque nadie le gana a discreción lo mismo que a elegancia, “hay un personaje relevante que acude regularmente” a Ramón Óptica para renovar su colección de gafas con lentes sin graduar. Y será porque “a cualquiera le gusta verse guapo Y darse un capricho”, que en sus manos han caído personalidades del mundo político, como “diputados nacionales o el mismo Pedro Sanz”. No nos da más nombres, porque cuando uno trabaja “hay que tener amigos de un lado y de otro”.
A estas alturas de su carrera y de su vida cuando sus negocios en Logroño, Calahorra y Pamplona crecen, una idea ronda la cabeza de Ramón: “un servicio único, que hasta ahora no se ha visto”, cuenta incrédulo pero visualizando el éxito. Se refiere a Madrid, a uno de sus mejores barrios. Trasladar hasta allí, a una de las lujosas calles de Serrano, Lagasca o Juan Bravo “un servicio exclusivo”, para “gente de alto standing”, “con vigilante de seguridad en la puerta”. Una óptica para atender a la alta sociedad, “al Rey, por ejemplo”, dedicando “el tiempo que sea necesario en una salita privada”. Se sorprende y se pregunta a sí mismo “cómo a nadie se le ha ocurrido antes”, “¡en la capital!”.
Es uno de sus sueños, de los pocos sueños pendientes de Ramón, de un visionario del mundo de la óptica, que sigue soñando con los ojos abiertos, detrás de unas lentes que han sabido ver más allá del negocio.
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