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Controlar el cuerpo de las mujeres: la batalla por el aborto

17 de octubre de 2025 12:33 h

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No es casualidad que cada vez que se avanza en derechos reproductivos emerjan nuevas argumentaciones pseudocientíficas para frenarlos. La más reciente es el llamado “síndrome post aborto”, una invención sin respaldo en la comunidad científica internacional que viene a reactualizar una vieja estrategia: convencer a las mujeres de que su propio cuerpo es su enemigo.

Para entender esta batalla, conviene echar la vista atrás, y para eso tenemos este espacio. En la Roma antigua, el aborto era una práctica frecuente y, sobre todo, legal. Las decisiones sobre la reproducción recaían fundamentalmente en el pater familias, no en cuestiones morales abstractas. El Derecho Romano no castigaba el aborto porque consideraba que la vida del feto no era vida humana en el sentido jurídico: la potestas paterna sobre la familia incluía decisiones reproductivas. Lo que preocupaba a los legisladores romanos no era la moral reproductiva femenina, sino la propiedad patrimonial.

Durante la Edad Media, la Iglesia fue construyendo gradualmente un discurso condenatorio, pero incluso entonces la realidad era más compleja que la doctrina. Se debatía cuándo entraba el alma en el feto (la famosa “animación”), y en muchos lugares la práctica continuaba, especialmente en los primeros meses de embarazo. Así, los sucesivos concilios en los que se trató el tema incidieron en la pena de excomunión para aquellas mujeres que interrumpieran su embarazo, hacia quienes les ayudasen… Y para los clérigos que administraban remedios abortivos. Ya en la Edad Moderna se equiparó, desde el punto de vista moral, con el homicidio. 

Lo interesante de este recorrido histórico es lo que revela: el cambio en la valoración moral del aborto coincide exactamente con transformaciones en la organización económica y social que hicieron necesario controlar más estrictamente los cuerpos y la reproducción de las mujeres. La acumulación de capital requería mano de obra. El aborto, permitido en contextos donde la reproducción era una cuestión privada o familiar, se criminalizó cuando el Estado necesitó asegurar poblaciones útiles para sus propósitos.

En el siglo XIX, cuando el movimiento feminista comienza a organizarse en torno a los derechos reproductivos, emergen argumentaciones sobre los supuestos daños físicos y mentales del aborto. Estas “pruebas científicas” eran tan sólidas entonces como lo es hoy el síndrome post aborto: inexistentes. Sin embargo, servían al mismo propósito: patologizar las decisiones de las mujeres sobre sus propios cuerpos.

Lo que se ha presentado recientemente como una “investigación” sobre el síndrome post aborto es precisamente eso: una estrategia discursiva sin fundamento. Las organizaciones de salud mental internacionales, la Academia Americana de Psiquiatría, la Organización Mundial de la Salud, ninguna respalda esta categoría diagnóstica. Los estudios rigurosos muestran que las mujeres que abortan no experimentan secuelas psicológicas diferentes a las de mujeres que llevan el embarazo a término, excepto en contextos donde el estigma, las restricciones legales o la falta de apoyo psicosocial crean verdaderos problemas emocionales.

Lo nuevo no es la ciencia presentada, por ejemplo, en Madrid: es la audacia de inventarla sin molestarse en disimular.

Porque eso es lo que está en juego: la capacidad histórica del patriarcado para presentar como naturales, biológicas e inevitables las restricciones que impone sobre los cuerpos y las decisiones de las mujeres. Primero fue la “naturaleza femenina” que nos confinaba al hogar. Luego fue la “inestabilidad emocional” que nos impedía votar. Ahora es el “síndrome post aborto” que nos impide decidir sobre nuestras propias vidas reproductivas.

La estrategia es siempre la misma: medicalizar lo que es esencialmente una batalla política. Convertir en “problema de salud” lo que es un conflicto de poder. Así se consigue algo valioso: que la restricción de derechos aparezca como un cuidado médico responsable, y que quienes se resisten aparezcan como irresponsables o negacionistas.

Pero la historia enseña. La antigüedad romana se preguntaba por la propiedad y el patrimonio. La Iglesia medieval se preguntaba por la salvación de almas. El siglo XIX se preguntaba cómo asegurar poblaciones. Hoy, en pleno siglo XXI, seguimos preguntándonos lo mismo de siempre: cómo controlar la sexualidad y la capacidad reproductiva de las mujeres. Cuando vemos emerger nuevas “pruebas científicas” precisamente en los momentos en que se avanzan derechos, no estamos ante ciencia: estamos ante política disfrazada. Y cuando vemos que esas “pruebas” contradicen la evidencia de organismos internacionales de salud, lo que vemos es un interés que va más allá de la medicina.

Solo que ahora lo hacemos con más sofisticación discursiva. Y eso, quizá, es lo más peligroso.

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