¿Por qué llora María Magdalena?
Hay olores que llenan el ambiente durante Semana Santa. La canela y la leche caliente de las torrijas pueden ser los dos aromas que nos transportan a esta época del calendario litúrgico y festivo con más facilidad. Pero hay otros, como el incienso que, junto al ruido de los tambores, nos lleva a las procesiones. Esas performances religioso-culturales en las que las cofradías toman las calles con sus pasos, todos ellos protagonizados por una imagen que refleja algunos de los momentos de la pasión, muerte y resurrección de Cristo. Aquí, en Logroño, contamos además con una imagen cuya solemnidad se transmite a la procesión silenciosa y doliente en la que es la única protagonista: la de María Magdalena.
Esta, de autor anónimo relacionado con el taller de Gaspar Becerra en el siglo XVI, que recuerda a la Magdalena penitente realizada para la casa profesa de los jesuitas de Madrid, durante un viaje que Pedro de Mena realizó de Granada a la corte a mediados de los años sesenta del siglo XVII, nos muestra una mujer en acto de penitencia, vestida con tela de saco y largos cabellos. Contempla una cruz con expresión de dolor en el rostro, mientras lleva su mano a su pecho. Y llora.
No es extraño que las imágenes de María Magdalena se parezcan entre sí. De hecho, en general, la iconografía de todos los santos y santas está pensada como un medio para que el espectador reconozca con un solo vistazo a quién se está representando. En el caso que nos ocupa, las Magdalenas penitentes suelen ser representadas como mujeres semidesnudas, cubiertas con tela de saco o solo con su larga cabellera, con una cruz en una mano y con rostro apenado, doliente. Y lloran.
La visión de estos atributos nos dice, a primera vista, que se trata de María Magdalena. Pero ¿por qué llora? Puede que la respuesta automática sea “porque es una penitente”, “porque se arrepiente de sus pecados”. Podría ser válida, y no pienso negarlo en este momento. Sin embargo, no solo las penitentes aparecen llorando. Cuando se representa la escena en la que María lava los pies a Jesús en casa del fariseo Simeón también está bañada en lágrimas. Esto es lo que vemos, por ejemplo, en un magnífico lienzo de la catedral de Santo Domingo de la Calzada.
En estos casos el llanto de la Magdalena tiene un sentido narrativo: “Entonces una mujer de la ciudad, que era pecadora, al saber que Jesús estaba a la mesa en casa del fariseo, trajo un frasco de alabastro con perfume; y estando detrás de él a sus pies, llorando, comenzó a regar con lágrimas sus pies, y los secaba con sus cabellos; y besaba sus pies y los ungía con el perfume” (Reina Valera 1995, Lucas 7, 37-38). Simeón, escandalizado porque el mesías dejase que una mujer de esta calaña le lavara los pies, se lo echa en cara. La respuesta, muy apropiada para la imagen de Jesús que nos regalan los evangelios, dice “¿Ves esta mujer? Entré en tu casa y no me diste agua para mis pies; pero ella ha regado mis pies con lágrimas y los ha secado con sus cabellos. No me diste beso; pero ella, desde que entré, no ha cesado de besar mis pies. No ungiste mi cabeza con aceite; pero ella ha ungido con perfume mis pies. Por lo cual te digo que sus muchos pecados le son perdonados, porque amó mucho” (Reina Valera 1995, Lucas 7, 44-47).
¿Han visto algo raro en este pasaje? Efectivamente, en ningún momento el Evangelio según san Lucas nos dice que esta mujer sea María Magdalena. Y a pesar de ello, siempre la representamos llorando, repitiendo una y otra vez la escena y asociándola a ella. Convertida en pecadora arrepentida, llora a los pies de Cristo, llora a los pies de la Cruz, y llora cuando huye al desierto para hacerse ermitaña o penitente.
¿Por qué hemos hecho esto? La respuesta es bastante sencilla: Gregorio Magno, en su homilía número 25, identificó a esta mujer como María la de Magdala. Y con esta identificación sembró la idea de que se trataba de una pecadora, una prostituta que queda redimida por Jesús, pero que siempre aparecerá llorando a nuestros ojos.
¿Siempre llora? No, no siempre. Hay otro conjunto de representaciones artísticas en las que no suele aparecer sumergida en su propio llanto, y que además nos muestra un pasaje bíblico en el que se nos indica claramente que se trata de María Magdalena. Se trata del Noli me tangere, “No me toques” (Juan 20, 17). Hablamos del momento en el que María ve a Jesús resucitado, siendo la primera persona a la que se presenta. Pueden buscar en internet algunas de las más hermosas muestras de estas representaciones, como la de Fra Angelico, Corregio o Alexander Ivanov. Hay algunas mucho más dramáticas, como la de James Tissot, con María postrada a los pies de Cristo. Salvo estas excepciones, las Magdalenas representadas en estas escenas aparecen felices, exultantes, emocionadas. No hay dolor en sus rostros, ni pena, ni arrepentimiento.
Nos surge ahora otra pregunta, que a su vez abre la puerta a muchas otras. Si no hay ninguna evidencia de que la pecadora de la casa de Simeón sea María Magdalena, pero tenemos claro que ella fue la primera persona en ver a Cristo resucitado, ¿por qué ha triunfado la imagen de la Magdalena doliente, la que llora? Buena parte de la culpa la tendrían Gregorio Magno y todos los autores eclesiásticos (varones en su amplísima mayoría), que han repetido machaconamente esta asociación. Y ello nos lleva a preguntarnos si podía existir un deseo implícito en la interpretación de este pasaje por parte del Padre de la Iglesia. No en vano, la Iglesia tardoantigua tenía menos remilgos que la medieval, moderna y contemporánea con el hecho de que las mujeres ocupasen puestos de poder en su jerarquía.
Tal vez, y solo tal vez, Gregorio Magno interpretaba que la Magdalena y la pecadora eran la misma mujer como forma de restar importancia al personaje que, por otra parte, había visto al resucitado antes incluso que su propia madre. La cercanía que debió existir entre ambos, si atendemos a esta última narración, debió ser muy estrecha (y no, no voy a entrar en especulaciones sobre un posible matrimonio, porque como historiadora no tengo ninguna prueba fehaciente que lo pueda afirmar). Ello, a su vez, abría la posibilidad a las mujeres a ocupar altos cargos de la jerarquía eclesiástica. Y puede que esto no gustase demasiado y se hiciera necesario convertir a esta mujer en un personaje secundario, que con el tiempo se asoció al pecado y la penitencia, dos ideas ligadas a la visión sobre lo femenino de estos hombres. En otras palabras: convertirla en la mujer que llora.
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