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La Llorería, una cocina particular

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Hoy me he salido de mis límites, es decir, de Malasaña, pero poco —unos 60 metros aproximadamente— hasta la calle de San Lorenzo. He cruzado Fuencarral y me he sentido desorientada al traspasar el contorno de Malasaña y observar que hay un mundo por explorar más allá. Tras el mareo inicial de encontrarme fuera de mi territorio, algo turbada ante el descubrimiento de ese nuevo y extraño sector de la ciudad que podría denominarse Chueca y Salesas o aledaños de Malasaña, al final conseguí llegar a La Llorería y no lloré ni nada, estoy hecha un señor completo.

No se debe confundir el restaurante La Llorería con un espacio efímero abierto un fin de semana de octubre de 2021 en Malasaña denominado, también, La Llorería, para visibilizar la cuestión de la salud mental, recién salidos de la pandemia y con nuestra cabeza como unas maracas. La iniciativa estuvo bien, pues la publicitaron bastante y pusieron espacios propios para que la gente se hiciera fotos para Instagram recomendando ir al psicólogo y, si es necesario, llorar; si luego ha servido para algo yo ya no lo sé. Actualmente es todo muy curioso, por un lado, está mal visto llorar o quejarse en público y, por ello, eso de «A llorar a la llorería» y, por otro lado, ves en la TV a gente llorando por doquier y sin sentido, a deportistas porque han ganado o no han ganado un partido o una competición, a tertulianos del cuore porque les han dicho algo terrible como que no llevan la bisutería a conjunto con la ropa, a actores recibiendo premios o estrenando películas… es como lo de comer, tienes que ir todos los días a restaurantes, probar de todo y luego tienes que estar famélico. Estamos en un mundo algo contradictorio y difícil de afrontar de una forma razonable, de ahí nuestras cabezas (borradoras).

Bueno, algo de música y vamos con la crítica gastronómica. Tengo dos canciones adecuadas para la ocasión, «Cryin’» de Aerosmith y «Crying» de Roy Orbison, procedo con esta última, es más llorona. Ahora que lo pienso, también está «La llorona» en español y las que habrá, pues llorar es un acto bastante común y se relaciona con la tristeza romántica y esas cosas bonitas de las que hablan la literatura y las canciones.

El local es tipo trenecillo, con barra de un lado y mesas del otro. Hasta hace poco era un café, con oferta dulce y salada, creo recordar, de toda la vida y creo que el alicatado superior es el que tenía dicho establecimiento, el inferior ha sido renovado con unas bonitas baldosas verdes alargadas que recuerdan a las blancas típicas de los baños neoyorquinos. La zona de barra ha sido totalmente renovada con madera en la parte superior y un original acabado tipo Onduline metálico de aire industrial a conjunto con las lámparas y en contraste con los taburetes de terciopelo. Enfrente una gran pizarra con el menú y algunos de los vinos que ofrecen. También tienen un rincón con libros de cocina que nos hacen entender hacia dónde va la propuesta de este lugar: Lera, La guía de fermentación de Noma, El arte de la fermentación

Ah, se me olvidaba, tienen una puerta de entrada que se queda abierta, a veces, si la persona que entra o sale no se da cuenta de cerrarla, por lo que si toca noche de frío polar, los seres frioleros de mesas aledañas lo sufren terriblemente. En mi mesa había un friolero, M., y en la de al lado, otro, y estaban bastante agresivos con los olvidadizos. Tal vez deberían poner una puerta con un pequeño hall y la puerta que ya está, tipo café del norte antiguo, o tratar de que la puerta cierre inmediatamente, pues puede haber trifulcas por estas cuestiones si hay personas que sufren los fríos y, al mismo tiempo, les hierve la sangre, uh, una contradicción más.

De primero nos ofrecen dejarnos llevar por una propuesta adaptada a nuestras alergias y/o manías, pero no somos muy dados a dejarnos llevar y tampoco tenemos alergias, tal vez manías, sí, manías sí. Así que el chico que nos atiende, muy amable, nos pregunta por el vino, de qué tipo nos apetece: mineral, salino. Y nos propone un Tricó (5 €/copa) y, aunque su color amarillo pajizo un poco radioactivo no hacía prever nada bueno, sí estaba bueno, y era lo que buscábamos, salinidad, acidez, manzana verde, limón, ¡muy agradabilis! Y la etiqueta cuenta, como se puede ver en la foto a continuación, que «tricó», en gallego, hace referencia al último hijo en nacer, ese que llega con gran diferencia de edad respecto a los anteriores y muchas veces de forma inesperada, y el cual se queda, después, a cuidar de los padres. Curioso término, no sé si en el resto de España hay algo similar, normalmente la terminología para hijos, en el norte, se consagra al primogénito, al «hereu».

De primero nos ponen un delicioso aperitivo con pan de Panic y yema curada con sal y pimienta que, como bien señala M., recuerda, al untarla sobre el pan, a una carbonara. Es curioso, la textura está a medio camino entre la crema de una carbonara y una mantequilla en su punto de temperatura y, con el tratamiento previamente mencionado, el sabor del huevo se potencia increíblemente. Es como si uno comiera un concentrado de huevo, riquísimo.

Muy buen comienzo.

La denominación de los platos se presenta de una manera curiosa y moderna, con guiones separando sus principales ingredientes. De primero nuestra elección es: Ostra – Escabeche – Jalapeño (4,80 €/unidad). El escabeche es, creo recordar, de alitas de pollo. La salsa creada con dicho escabeche es suave, gelatinosa y levemente untuosa, tiene un ligerísimo aroma a pollo guisado y un agradable matiz picante. Esa salsa contrasta con la textura fresca y el sabor a agua de mar de la ostra creando un conjunto tierra-mar —y aire, considerando que son alitas de pollo— muy curioso, sabroso y diferente. Recomendable.

Ahora toca Tomate – MisoNoisette (1/2 ración – 11 €). Además, llevaba canónigos y papadam —ese pan finito indio crujiente que se parece al pane carasau sardo y a todos los panes primitivos, sin levadura—, en este caso de lentejas. El miso es un fermentado de soja o cereales con sal marina y un hongo (kōji), que según la duración de la fermentación resulta diverso en cuanto a sabor y tiene diferentes denominaciones y colores (más oscuro cuanto más tiempo se desarrolle la fermentación); es tradicional de la cocina japonesa, aunque también se usa en la china y, actualmente, está bastante extendido en todas las, nuevas, cocinas. Dicen, además, que tiene excelentes propiedades a nivel de salud, es un probiótico, es decir, ayuda a mantener la flora intestinal, reduce el colesterol y un poco de todo. Sea como sea, es un condimento intenso, por lo que a veces puede resultar chocante, especialmente en frío, elaboración en la que mejor conserva sus características saludables. Bueno, vaya rollo, sigo, por su parte la noisette —o mantequilla avellanada— es una mantequilla que se deja cocer durante una hora o más, removiéndola de vez en cuando, y queda color de avellana, de ahí su denominación.

El conjunto es sabroso, aunque tal vez el miso aporte un umami descontrolado que se manifiesta con un toque de salado excesivo, pero la mantequilla da un amable matiz lácteo suavizándolo todo junto a los canónigos. En realidad los tomates son lo de menos, pues el miso es el que aporta el saborón a todo, y luego el papadam proporciona un agradable punto crujiente.

Luego, es el momento de la Corvina – Ají amarillo – Pak Choi (1/2 – 15 €). La salsa amarilla perdida es por el ají amarillo y su tersura se debe a que ha sido realizada con las espinas y la piel de la corvina, que aportan colágeno, gusto a pescado y sedosidad. La corvina no tiene un gran sabor pero la salsa está estupenda, también gracias a un toque de cacahuete, y el pak choi, un tipo de col china muy común actualmente en España, al horno le va fenomenal como guarnición. Es un conjunto suave, meloso, agradable, donde el pescado no es el protagonista, sino todo los ingredientes que aportan un leve picante, tersura, delicado aroma a cacahuete y fresco verdor, como los prados de Asturias, pero en modo oriental.

Pedimos otra copa, ahora toca Nvde (5,70 €), un vino de Tarragona de uva macabeo (viura en La Rioja, porque las uvas son así, se llaman como quieren donde quieren), con fermentación en huevos de cemento. Es un vino cítrico, salino, en el que la fermentación en cemento parece aportar un frescor y una elegancia especial.

Es agradable, sofisticado y de un color amarillo fuertecito, también este, aunque algo menos que el otro. 

Es el momento de otro plato: Col – Cebolla – Yema  (16 €). Un plato riquísimo. La salsa oscura de cebolla (típica de carne guisada) baña la col horneada, bajo la cual se encuentra yema encurtida, picatostes y pimientos del piquillo creando todo ello una mezcla ganadora. Al sabor fresco y levemente ácido de la col le sienta fantásticamente la salsa dulce, intensa y melosa de cebolla con aires cárnicos y contrasta muy bien con los pimientos y el pan, la yema se pierde un poco por el camino. Un plato delicioso, una reinterpretación de un plato tradicional como son las perdices con chocolate y guarnición de col, que hacía mi querida tía, y también de muchos platos nórdicos y centroeuropeos a base de col y carne guisada.

Y seguimos con Canelón – Pato – Manzanilla (1/2 – 8 €). Excelente canelón de pato, con ligero aroma a ¿hierbabuena? y a ¿pimienta de Sichuán? con bechamel de manzanilla (vino) que le proporciona acidez frente a un interior sabroso de carne de pato, ligeramente fresco por las especias previamente mencionadas, con cacahuetes tostados, creo recordar, encima. Realmente sabrosón, están volviendo los canelones alocadamente, lo cual me congratula, ¡soy fan!

Y finalizamos con: Coco – Frutos Rojos – Haba Tonka (7 €). Una pana cotta de coco con delicada textura gelatinosa, ligero sabor a coco y frutos del bosque macerados con hibisco y haba tonka (una semilla de un árbol que nace a orillas del río Orinoco, América del Sur), con lo que se crea un almíbar delicioso y perfumadísimo. Un postre elegante, suave, aromático, te deja la boca como si te hubieras enjuagado los dientes con un perfume floral ¡una maravilla! Ese almíbar es un lujo total.

Este establecimiento tiene una oferta de calidad, para una cena un poco diferente en pareja, para degustar los platos con tranquilidad, sin prisas, para recrearse en sus aromas y sus propuestas con algo de tradicional, algo de nórdico, algo de mexicano, una cocina fusión agradable, bien hecha.

Hoy me he salido de mis límites, es decir, de Malasaña, pero poco —unos 60 metros aproximadamente— hasta la calle de San Lorenzo. He cruzado Fuencarral y me he sentido desorientada al traspasar el contorno de Malasaña y observar que hay un mundo por explorar más allá. Tras el mareo inicial de encontrarme fuera de mi territorio, algo turbada ante el descubrimiento de ese nuevo y extraño sector de la ciudad que podría denominarse Chueca y Salesas o aledaños de Malasaña, al final conseguí llegar a La Llorería y no lloré ni nada, estoy hecha un señor completo.

No se debe confundir el restaurante La Llorería con un espacio efímero abierto un fin de semana de octubre de 2021 en Malasaña denominado, también, La Llorería, para visibilizar la cuestión de la salud mental, recién salidos de la pandemia y con nuestra cabeza como unas maracas. La iniciativa estuvo bien, pues la publicitaron bastante y pusieron espacios propios para que la gente se hiciera fotos para Instagram recomendando ir al psicólogo y, si es necesario, llorar; si luego ha servido para algo yo ya no lo sé. Actualmente es todo muy curioso, por un lado, está mal visto llorar o quejarse en público y, por ello, eso de «A llorar a la llorería» y, por otro lado, ves en la TV a gente llorando por doquier y sin sentido, a deportistas porque han ganado o no han ganado un partido o una competición, a tertulianos del cuore porque les han dicho algo terrible como que no llevan la bisutería a conjunto con la ropa, a actores recibiendo premios o estrenando películas… es como lo de comer, tienes que ir todos los días a restaurantes, probar de todo y luego tienes que estar famélico. Estamos en un mundo algo contradictorio y difícil de afrontar de una forma razonable, de ahí nuestras cabezas (borradoras).