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Buscando el rastro de la Primera República a 150 años de su proclamación

El pueblo alrededor del Palacio de las Cortes

Luis de la Cruz

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Las Cortes españolas declararon el 11 de febrero de 1873 la Primera República española (que moriría pronto, el 29 de diciembre de 1874). Siglo y medio redondo contempla ya aquella primera experiencia que, dentro del Sexenio Democrático, tuvo cuatro presidentes en once meses tras la renuncia de Amadeo I de Saboya, y permanece hoy olvidada dentro de los libros de texto y la memoria colectiva.

Algunos de los recuerdos que quedan en Madrid de la Primera República hay que buscarlos detrás de las tapias del cementerio civil, donde queda el recuerdo de un momento, ya lejano, donde los prohombres que dirigieron la República tuvieron un mayor predicamento social del que luego merecieron, durante gran parte del siglo XX.

 Allí encontramos algunos mausoleos notables, normalmente pagados por suscripción popular a finales del siglo XIX o principios del XX. Es el caso del de Estanislao Figueras y Moragas (primer presidente, durante cinco meses), cuya tumba se puede encontrar junto a la del socialista Pablo Iglesias. A la derecha de esta encontramos el mausoleo del republicano federal Francisco Pi y Margall, un impresionante conjunto con escalinata también levantado por suscripción popular y realizado por el arquitecto Francisco Roca. Como nota republicana, hay que destacar la cabeza alada que corona el monumento con el característico gorro frigio.

El de Nicolás Salmerón se encuentra justo al lado del anterior (al que le sucedió durante mes y medio en el cargo), con una glosa de primer ministro francés Georges Clemenceau y la contundente frase “dejó el poder por no firmar una sentencia de muerte”.

Pero el monumento funerario más presente en nuestra ciudad es el dedicado a Castelar en la glorieta homónima del Paseo de la Castellana, que para algo estaba en el ala conservadora del movimiento. Realizado por Mariano Benlliure, se erigió en 1905 tras una gran suscripción nacional y un concurso público. Con una estatua de bronce de Castelar en actitud de orador, el conjunto contiene otras figuras, como Cicerón, Demóstenes, una mujer desnuda (alegoría de la Verdad ) u otras tres que, subrayando el hilo rojo del republicanismo en la ciudad, lo son de la terna Libertad, Igualdad y Fraternidad. Es reseñable también que el conjunto contiene un relieve de bronce en favor de la abolición de la esclavitud en las antiguas colonias españolas –algo por lo que el político se destacó–, que recoge la figura de varios esclavos levantando sus cadenas rotas.

El callejero madrileño, fuente principal de la toponimia celebratoria de la ciudad, no es particularmente pródigo en recuerdos del periodo. Alguna de las calles que se pusieron en la época subsisten, como la dedicada a José Echegaray en 1888 o la que Estanislao Figueras tiene dedicada en Argüelles desde 1886, pero otras han quedado por el camino, como las tres en honor a Nicolás Salmerón que se suprimieron después de la guerra civil (hoy son la de la Iglesia en Vicálvaro, la de Topete en Tetuán y otra en Puente de Vallecas). Además, la actual Plaza de Cascorro, que había adquirido su nombre en 1913, lo perdió en 1939.

Más suerte corrió durante el franquismo la memoria de Emilio Castelar, como hemos dicho, que nombró la conocida glorieta de la Castellana en 1940. Antes, en 1899, se habían visto frustrados los intentos de rebautizar dos calles importantes de la capital en su honor: Arenal y San Bernardo.

Manuel Becerra, sempiterno ministro (durante el reinado de Amadeo I, la Primera República, el reinado de Alfonso XII y la Regencia de María Cristina) perdió y, luego recuperó su privilegiado espacio junto a la calle de Alcalá. Fue nombrado así en 1905 (antes se llamaba Plaza de la Alegría) y entre 1961 y 1980 fue la plaza de Roma, antes de volver a su ser. Una placita menor también recuerda en el barrio de Universidad a Cristino Martos, cuya oratoria fue protagonista en las horas previas a la proclamación de la República y cuyo papel en la misma daría para un artículo entero.

En la última parte del siglo XX asistimos a cierta recuperación de los nombres más olvidados del periodo, que se refleja también en el callejero. Salmerón vuelve a tener calle a partir de 1993 (en Pueblo Nuevo), lo mismo que Pi i Margall, que en su momento nombró nada menos que el segundo tramo de la Gran Vía y tiene hoy, de nuevo, presencia en el callejero con una vía dedicada en el barrio de Valdelafuente (Hortaleza).

Por lo demás, no se encuentran demasiados recuerdos en la toponimia madrileña tampoco en los servicios públicos.  El colegio público de la plaza del Dos de Mayo recuperó ya en democracia su nombre, Pi i Margall, que le había sido hurtado por el franquista general Sanjurjo; y Nicolás Salmerón tiene a su nombre un centro cultural en Manoteras. Seguro que nos dejamos más –el conservador general Serrano pasa por ser el último presidente de la I República, aunque más bien la finiquitó–, pero el rastro del primer periodo republicano es, sobre todo en sus vertientes más escoradas a la izquierda, ciertamente difuso en Madrid.

Sin embargo, cabe buscar el recuerdo de la República, y más concretamente de su proclamación que ahora cumple años, en los lugares sin nombrar donde se jugó aquella partida política entorno al 11 de febrero de 1873. Sobre todo, en nombre de la multitud anónima y protagonista durante esas horas.

Se podría delinear el rastro de aquellos días desde el Palacio Real, de donde salió Amadeo de Saboya, hasta la embajada italiana antes de irse de Madrid (estaba en el número 113 de la calle de Fuencarral). En los lugares de tertulia, como los de los federales en la calle Huertas, los radicales de Ruiz Zorrilla en la de Carretas, o en los círculos republicanos (Huertas, Antón Martín…). En el congreso reunido en sesión permanente y rodeado por los madrileños desde el día 10, mientras los prohombres debatían en el interior; por todas las calles del centro, donde grandes grupos reunidos portaban banderas rojas y gritaban ¡Viva la República! En el campanario de la iglesia del hospital de Monserrat, en Antón Martín, donde las crónicas dicen que apareció la primera de muchas banderas republicanas. En el Ayuntamiento (el de la Plaza de la Villa) donde también salieron a colocar la bandera tricolor, en los barrios populares, donde las ventanas se poblaron de trapos rojos, en las siluetas de madrileños subidos a las estatuas, a las puertas del círculo conservador de la calle Clavel (donde una muchedumbre cantaba el himno de Riego)…Casi todo ello antes de que, a las tres de la madrugada, saliera del congreso Castelar y la gente le llevara en volandas hasta su casa en la noble calle de Serrano (los domicilios de los políticos eran lugares relevantes de la política decimonónica).

Este aniversario tan redondo, 150 años, da la medida de la importancia que le damos a una experiencia breve pero central en la genealogía democrática de España (un caso excepcional, prácticamente único en su época exceptuando a Suiza). Una experiencia que llegó de sopetón, se encontró con una guerra colonial en Cuba, otra civil (carlista) y la revolución cantonal. Que acabaría con un golpe de Estado que daría al traste con el proyecto federal y, a las finales, traería de vuelta la monarquía de toda la vida. Por el momento, este fin de semana se ha celebrado siglo y medio de la proclamación de la Primera República y no parece que la sociedad española se haya enterado demasiado.

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