Has elegido la edición de . Verás las noticias de esta portada en el módulo de ediciones locales de la home de elDiario.es.
La portada de mañana
Acceder
Israel amenaza con una guerra en Líbano
Moreno y Rueda piden que el Gobierno busque mayorías para los Presupuestos
Los problemas que no preocupan a los españoles. Opina Rosa María Artal

Vuelven las fiestas de San Isidro tras el COVID: el reducto castizo sobrevive en la capital global

Una pareja baila durante las fiestas de San Isidro 2022.

Víctor Honorato

Madrid —

0

A la sombra, un poco sudado tras la actuación, Paco Calvo, ‘Paquillo’, de 71 años, perfectamente vestido de chulapo, explica que la dulzaina castellana, al contrario que la valenciana, tiene llaves en los agujeros. Que los pasacalles de San Isidro vienen de las reboladas de Segovia, que no son muy distintas de las kale-jiras vascas. A su lado, Íñigo Niharra, de 32 años, más sudado aún, acaba de dejar aparcado el cabezudo, uno de los cuatro que han bailado por la Plaza de la Villa. “Es un año raro”, explica, aún hay cierta precaución por el coronavirus y no van a desfilar por la pradera. Los ocho gigantes que sacan a pasear se han quedado en cuatro, además. En el espectáculo no todo es chotis; ha sonado hasta una muiñeira, aunque, advierte Paquillo, “todo esto tiene un protocolo”. Vuelve San Isidro y decenas de vecinos, de turistas y funcionarios municipales esperan al pregonero. Los políticos, tras otra semana de gran bronca, se afanan por sonreír, se sacan fotos desde el balcón. Asoma por la ventana Antonio Resines, actor. “La audiencia grita: ¡Antonio, Antonio!”.

En la plaza aguardan al pregón una veintena de médicos madrileños de bata blanca, en huelga contra la temporalidad de los contratos de los hospitales públicos. La mitad larga de la plantilla lleva años encadenando contratos, décadas en algunos casos. Resines, que pasó un COVID complicado en el hospital, viene defendiendo en su convalecencia la necesidad de reforzar el sistema sanitario, y los huelguistas confían en otro espaldarazo. “¡Esa sanidad pública! Muchas gracias”, dice el pregonero a los congregados, pero no dirá mucho más al respecto. El actor empieza emulando al Pepe Isbert de Bienvenido Mr. Marshall, en recuerdo a Berlanga, pasa a recordar su infancia en el barrio de Ibiza, sus correrías de juventud, sus primeros rodajes con Fernando Trueba. Se pone campechano, dedica refranes, pide mesura en las celebraciones. “Viva Madrid y viva España”, termina, y entre algunos de los médicos hay una cierta decepción. Dos oftalmólogas en bata, las dos se llaman María, dicen que esperaban más. “No le habrán dejado”, se oye. El alcalde, José Luis Martínez-Almeida, sigue sonriendo. En las redes sociales del Ayuntamiento, la breve referencia a la sanidad desaparece del vídeo del pregón. Luego alegan que era un resumen.

El pistoletazo de salida a la Feria de San Isidro, tras dos años de parón impuesto por precaución epidémica, abre una serie larga de celebraciones, bailes y conciertos por la ciudad, con epicentro en la pradera de San Isidro, en Carabanchel. El viernes por la tarde empiezan a asomar por allí los madrileños, los claveles en solapas y orejas, no tanto los vestidos de chulapo y chulapa, porque ya empieza a hacer calor y tampoco son los tejidos más ligeros. A ambos lados de la cuesta central asfaltada, que desemboca en el escenario, están dispuestas las casetas de comida y bebida. Nubes de fritanga van y vienen a merced del viento.

Gallinejas contra ‘vegalomo’

Sentado en una silla plegable descansa Antonio Pardo, de 65 años, a escasos metros de planchas y parrillas en las que se preparan butifarras, beicon, chorizo y todo tipo de vísceras. Aquí hay gallinejas y entresijos, ni rastro de los platos internacionales del Madrid de la turistificación. Pedir un ‘poké bowl’ sería buscarse un problema. “Eso son mierdas. Pan para hoy y hambre para mañana, como comerse un cuadro, con lo ricas que están las gallinejas”, critica. Pardo el es el jefe, pero el nombre de la carpa es Cervecería Laura, que es el nombre de su hermana, de 76 años. En su infancia fue “la típica niña que iba con la cesta de los churros a repartir por los bares”, hoy sigue correteando entre planchas y mesas. En el despliegue feriante participa toda la familia: hijos, yernos, nueras, sobrinos, según va señalando Antonio con el dedo. 

Antonio y familia llevan la carpa de la asociación de vecinos del Alto de San Isidro. En otros tiempos se encargaron de la de algún partido político, pero no es tan buen negocio, explica el hombre, porque muchas veces “pasa uno con hambre, lo que ve le gusta, pero como es del partido que no es el suyo, no para”. Enfrente de las parrillas de Antonio, por ejemplo, está la de Ciudadanos, que luce carteles de la vicealcaldesa, Begoña Villacís, en vestido de primavera, sonriente, sobre fondo floral con la leyenda “Felices fiestas de San Isidro”. Las demás carpas de los partidos también abundan en los clichés con los que se los asocia, rayando en la caricatura. La de Más Madrid, anuncia en carteles: “¡Hay hamburguesas veganas!”. También ofrece “vegalomo” y “productos sin gluten”. La formación escindida Recupera Madrid avisa, con tipografía mayúscula, que su carpa es un “espacio libre de partidos políticos”, la misma semana en que el Tribunal Supremo la ha expulsado del grupo mixto municipal por falta de entidad como formación política. El PP de Carabanchel se limitó a subcontratar la carpa y colocar dos discretos carteles con el nombre del partido.

Sin cerveza en Las Vistillas

Cae el sol cuando empieza en el jardín de las Vistillas, más céntrico, el concierto del grupo de rock Belako, que canta principalmente en inglés. Lleno total, abundan las camisas de estampados floreados. Era habitual en este parque que se instalasen por San Isidro barras al aire libre para la venta de alcohol, pero este año el Ayuntamiento dijo que no. Los accesos están vallados y la policía controla que nadie pase con botellas. Las estrategias para esquivar la prohibición, como entrar mucha gente al mismo tiempo, solo tienen éxito parcial. El resultado es que las aceras de la calle Bailén, antes de la barrera, están atestadas de gente, que entra y sale del parque conforme le da la sed. “Chavales, llevamos 80.000 litros, estamos locos o qué”, se pregunta un integrante de un grupo que intentaba un desembarco masivo. Iván, repartidor de Glovo en bicicleta, dice, en cambio, que el negocio no es muy diferente al de cualquier día. Precisamente acaba de traer un pedido de alcohol, pero es el primero. Suspira, da la mano, sube el piñón, arranca a pedalear. 

Al fondo del parque, relativamente cerca del escenario, pero lejos de la muchedumbre, unas 10 personas observan al gentío con cierta displicencia. Hay aquí instaladas unas cuantas tiendas de campaña. Florin, repantingado sobre una silla, dice que lleva ocho años durmiendo en el lugar y que no le preocupa la algarabía porque “a las 12.00 se van”. “Estamos acostumbrados”, apunta. Florin vive de pedir, cuenta que con siete u ocho euros que saque al día le llega, el precio de una cerveza en los bares a la entrada del parque. Él se la compra a “los hindús” a un euro. El hombre está un poco abotargado y en unos minutos estará durmiendo. Más activo está Jorge, que dice que está de visita, que la música le parece “una mierda”, y que en el parque de San Isidro hoy todo estará todo muy bonito pero que hay que ver cómo se pone el lugar un día normal “a partir de las diez de la noche”.

“Esto se acaba con mi generación”

María José Gallardo y Joaquín Villares tienen 75 años y son miembros de la Agrupación Castiza De Madriz al Cielo. En este colectivo no valen apaños, al advenedizo se le reconoce enseguida. “Palpusa, babosa, safo, chopín, chupa, alares y calcos” son las prendas de rigor del traje masculino, según enumera María José, contenta de volver a la pradera a bailar, aunque preocupada por la falta de relevo. “O se anima la gente joven o esto se acaba con mi generación”, lamenta. Aprieta el sol el sábado al mediodía, y María José y Joaquín descansan un rato al lado de la pista del baile del vermú, aunque no hay donde pedir un vermú en 100 metros a la redonda, porque los puntos de venta están tasados. Suena el ‘Pichi’, por supuesto, o ‘La chica del 17’, en voz femenina acompañada de teclado. Marita y Carlos, que son de Ávila, también se atreven a bailar, a pesar de la falta de galones. Confiesan que los trajes son alquilados, pero al menos no van “de andaluza”, como afea una purista que ve pasar a una joven más rociera que del Manzanares. La culpa es del mercado, viene a decir esta voz crítica: “Es que los disfraces que venden…”.

Etiquetas
stats