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Folclore milenial en la Huerta de Murcia

Vegetación de ribera junto a frutales de huerta
12 de marzo de 2024 06:01 h

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Hace ya tiempo que el folclore no es cosa de abuelas. Que te guste una copla de la Rocío Jurado o que sepas preparar un buen plato de lentejas, de las de toda la vida, sin chía, ni curry, ni arroz basmati, mola. Parece que los jóvenes estamos empezando a echar de menos la raíz. Como si justo cuando estuviéramos a punto de despegarnos del suelo hubiéramos tomado conciencia del peligro del desarraigo. Menos mal.

Esto no es nuevo. Quizás el escenario musical sea el que ha puesto en evidencia de forma más clara esta realidad. Corría 2018 cuando la Rosalía ya hizo saltar la liebre con su segundo álbum, El Mal Querer, empleando una iconografía castiza que saltaba a los ojos de todo aquel que se parara un poco a mirar: toros, flamenco, cruces y nazarenos mezclados con iconos urbanos como el skate o el chándal. A ella la siguieron muchos, claro. Grupos que se sumaron al carro de la transgresión y el llevar por bandera la tradición: Califato ¾, unos andaluces que mezclan la idiosincrasia flamenca con géneros modernos, Rodrigo Cuevas que une tradición y vanguardia asturiana, Baiuca, una suma de gallego y tecno… No estoy hablando de un estilo que haya surgido en los márgenes, lo independiente o lo underground.

Además de que la Rosalía es probablemente la artista contemporánea más claramente reconocida en nuestro país, ¡las Tanxugueiras, unas pandeireteiras originarias de Galicia, estuvieron a punto de representarnos en Eurovisión!

A esta necesidad de recuperar nuestro identitario más tradicional se le ha querido incluso poner nombre. Quizás nombrar es la manera más instintiva que tenemos de aterrizar algo, de materializarlo, palparlo, hacer que exista. Así han sido muchos los que han intentado acuñar términos como folclore milenial, folklore futurista o folkotrónica, para referirse a un nuevo género músical, si así pudiéramos considerarlo, que trae la tradición al panorama sonoro más actual.

Pero estas denominaciones creo que intentan identificar algo que va mucho más allá de una tendencia o un estilo musical. Diría que estamos ante una necesidad de recuperar algo que nos vino dado, que siempre estuvo ahí, que nos aburrió porque estaba demasiado cerca y a ratos creímos que corríamos el riesgo de que nos dejara caspa en la rebeca. Puede que incluso nos generara rechazo porque no conectábamos con esas músicas, esas prácticas, esos sabores, esas palabras de toda la vida. Nos hablaban en un idioma que nos aburría porque no era el de nuestra generación. No había nada actual, ni vanguardista, ni novedoso que nos hiciera burbujear, chispear. Pero algo ocurrió. Algo que ha salpicado, como adelantaba al inicio, a muchos más ámbitos y atmósferas.

Este sentimiento ha dejado su huella en la literatura, la gastronomía, los lenguajes, la música, la moda, la orfebrería, el arte, de muchos puntos de la geografía de nuestro país. Pero una vez más, Murcia se ha perdido en el mapa. Ni un roce, ni un churrete, limpia, clara, casi pulcra. Si nos ha manchado, el lamparón ha sido tan pequeño que no llega ni a la categoría de salpicadura.

¿Dónde están en Murcia los artistas que han sacado pecho con nuestros iconos, que han puesto en valor las bandurrias, los trajes de huertana, las arracadas o las jarras de la novia?, ¿qué película que transcurra entre limoneros y cañas ha llegado a la gran pantalla? Díganme, ¿qué televisión pública, qué reportero, habéis escuchado hablando con acento murciano en lugar de camuflarlo detrás de un castellano neutro?, ¿cuál es el motivo de que grandes marcas como Mahou le dediquen una campaña publicitaria al deje andaluz, mientras que nuestro habla tenemos que corregirlo? “Sacarnos la mierda de la boca si queremos llegar a ser alguien” , le dijo un profesor universitario a Juan Soto Ivars. Juan Soto Ivars, un aguileño que está reconocido como uno de los mejores columnistas de nuestro país, afeado por hablar como se hablaba en su casa. ¡Vaya crimen! Sobre todo cuando el reproche lo lanzaba un profesor que, por cierto, era cordobés. Además, déjenme reparar en ese: “Ser alguien”, porque, por supuesto, ser murciano es sinónimo de no ser.

Pues vale. Lo que el cordobés diga. Pero yo también digo. Digo que Murcia tiene historia, talento, esencia, costumbre y folclore para dar y regalar. Los murcianos pueden hacer lo de Panza de burro, uno de los fenómenos editoriales del 2020 que destacó por estar escrito con las expresiones autóctonas de un barrio de Tenerife. Miguel Ángel Hernández ya lo demostró con una novela ambientada en la huerta murciana y os aseguro que no es el único capaz de defender nuestros paisajes desde las letras. Tenemos también en nuestra Región ilustradoras gráficas y me estoy refiriendo concretamente a Ilu Ros, que han sido capaces de poner la floración de Mula en el mapa con una sensibilidad y una belleza admirable, exacta, diana, blanco, gol. Hay cineastas murcianos, como es el caso de Luis López Carrasco, que han conseguido un Goya narrando uno de los episodios más destacados de nuestra historia contemporánea: la quema de la Asamblea Regional. Todo sin un sólo céntimo, ni un gramo de apoyo, ni tan siquiera una palmadita en la espalda, de ninguna de nuestras administraciones públicas.

Van con este tres ejemplos, pero podría continuar enumerando. Y lo voy a hacer:

Preguntaba antes por los creadores que utilizan Murcia como punto de partida.

Están aunque no se les atienda como a los tres iconos de los que no hay manera de sacarnos. Porque, sin desmerecer a Ruth Lorenzo, Xuso Jones o Carlos Alcaraz, me gustaría recordarles a los organizadores de semanas temáticas, espacios municipales, y actividades culturales en todas sus formas y vertientes, que hay más gente aquí dentro.

Está mi amigo Santos Martínez, que acaba de escribir un libro, Ropasuelta, en fase de edición y del que puedo desvelar poco, pero auténtico como él solo y plagado de palabras autóctonas y referencias a nuestra forma de vivir, tratarnos, rozarnos, expresarnos. Están también los hermanos de Maestro Espada, que llevan años creando su música utilizando las jotas, las parrandas, los trovos o el canto de los auroros como referencia. Hasta han incluido entre sus instrumentos castañetas hechas con sus propias manos, aprendiendo de huertanos de toda la vida. O está Maestro Cascales, un dibujante que ha conseguido hacerse viral en redes sociales y que habla de temas sociopolíticos en los que se cuelan palabras y expresiones propias de Moratalla, el pueblo del que procede. Tenemos incluso adoptados como el toledano Carlos Jiménez Cenamor, que después de ser devorado por grandes ciudades como Madrid o Londres, encontró en Puente Tocinos (¡en Puente Tocinos!) el lugar desde el que crear sus proyectos artísticos. Proyectos que no son poca cosa, sino que seducen a importantes marcas internacionales. ¿Sabían ustedes que los galardones de los reconocidos premios gastronómicos Soles Repsol los crea este artista en una antigua fábrica de Puente Tocinos?

Lo que quiero decir es que talento hay. Sensibilidad a nuestra tradición, vínculo, raíces. Lo tenemos. Eso y el atino para transmitirlo. ¿Qué falla entonces? Muchas variantes que no me atrevería a analizar sola, pero de entre todas ellas creo que hay dos puntos clave: las apuestas y por tópico que suene, los complejos.

En Murcia no se nos permite la transgresión porque vivida desde la inseguridad rápidamente se confunde con la burla. No se apuesta con todas, sino con canguelo. No se nos da libertad para probar, experimentar, metamorfosear, travestir, mezclar; intentarlo. Nos ponen frenos: tradición con todas sus letras o nada. Si no es que no sabes hacerlo. O peor: lo haces mal.

Aquí, o te apuntas a una cuadrilla o poco permiso tienes para versionar una malagueña. O te vistes de huertana, bien, con todas sus piezas en su sitio y bien puestas, o te tuercen el morro. Te castigan, si pudieran con pena de cárcel, por usar zaragüelles y no refajo. El carácter conservador murciano no nos deja jugar a ponernos un corpiño apretao’ y alterarlo, transfigurarlo y convertirlo en una prenda atractiva, distinta. O popularizar las cruces huertanas. Nos tapan los oídos. Nos cansan. Nos alejan. Y al final el único contacto que tenemos con nuestro folclore es a través de un refajo comprado en el Eroski que terminamos arrastrando el día del Bando de la Huerta entre vomiteras y restos de Estrella Levante.

Mira lo que hemos conseguido.

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