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Murcia y aparte es un blog de opinión y análisis sobre la Región de Murcia, un espacio de reflexión sobre Murcia y desde Murcia que se integra en la edición regional de eldiario.es.

Los responsables de las opiniones recogidas en este blog son sus propios autores.

¿Y yo de qué hablo?

Mujeres hablando en un café | Freepik

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A las mujeres nos da miedo expresar nuestra opinión. Está claro que estoy hablando en términos genéricos. Pero es un hecho más que estudiado: las mujeres son menos propensas a hablar en reuniones, o a tomar la iniciativa en discusiones grupales. Los factores son múltiples: la percepción de que sus opiniones pueden ser menos valoradas o el temor a ser percibidas como demasiado agresivas o dominantes, cuentan entre algunas de las innumerables razones que justifican este temor.

Nos da apuro. No nos creemos en el derecho de compartir con el mundo la idea “tonta” que se nos ha pasado por la cabeza. Porque, por supuesto, antes de lanzarla, en la mayoría de ocasiones hemos sido nosotras mismas las primeras en tildarla de potencialmente estúpida o poco sustentada.

Claro está, estos patrones pueden variar, y lo hacen, según el ambiente cultural, el grupo demográfico u otros factores. Pero me parece de una ceguera colosal negar su existencia. Vamos, digo yo, que en pleno 2024, cuando hasta la Barbie está defendiendo desde la gran pantalla la voz de las mujeres, nos encontramos en un escenario capacitado para aceptar ecuaninamente que el criterio femenino ha sido relegado, apagado, reprimido e ignorado durante siglos. Ahora que empezamos a darnos la oportunidad de expresar nuestro punto de vista, es lógico que lo hagamos cargadas de dejes, herencias y patrones que nos lastran y obstaculizan. Y para muestra un botón, que diría el refranero español y que en este caso, perdonen la licencia autobiográfica, sería yo misma.

Hace unas semanas me llegó la propuesta de comenzar a publicar un artículo de opinión mensual en este diario. Leí el whatsapp, me permití un segundo de emoción vocacional y de seguido comenzó un diálogo interno que decía algo parecido a esto: “¿Yo?, ¿opinar?, ¿de qué? Además, no en un diario, sino en el Diario. Y yo, que además de joven, soy inexperta, porque de periodista tengo poco más que el título y la vocación, al menos en el sentido estricto de la palabra. Porque sí, unas prácticas aquí, unas prácticas allá, una radio local, y ya pasé al periodismo institucional y ahí periodista, lo que es periodista, tampoco ¿Y yo por qué?, ¿de qué hablo?, ¿qué voy a contar yo?”.

Aplaqué el discurso catastrofista, le di un valium a las voces derrotistas con las que convivo, como cualquier mortal, más de lo que me gustaría y acepté una reunión para escuchar la propuesta.

Llegué al Café del Arco sin tiempo de haber pensado mucho más al respecto y me encontré con una persona que poco se parecía a las figuras imponentes, elevadas y superiores a las que ya había dado por hecho que me enfrentaría al otro lado de la mesa de cualquier ámbito laboral. Otro deje. No me había parado a pensar en ello, pero a fuerza de referencias culturales y experiencias (por pocas y contadas que hubieran sido), había asumido sin ningún esfuerzo que este sería el prototipo único de personas con cierto poder o rango profesional. Como si se tratara de una condición sine qua non, o quizás, como si adquirir estos matices se volviera una herramienta vital para poder manejarte en estos ambientes ¿Os explico por qué o a estas alturas se hace innecesario?

La cuestión es que di las gracias internamente al carácter afable al que me enfrentaba, me relajé y en lugar de un poleo menta, pedí una caña. Eso sí, sin alcohol. Tampoco había que pasarse.

Comenzamos a hablar y la conversación fluyó natural, espontánea, rítmica, hasta divertida. He aquí otro de los aspectos que también forman parte de las múltiples variables que citaba al comienzo: el contexto. No, no es indiferente.

Las mujeres son más propensas a hablar en ambientes donde se sienten seguras y valoradas, lo que sugiere que el entorno social puede influir significativamente en la expresión de opiniones. De ahí, que en un clima laboral, liderado en su mayoría por hombres con posiciones de poder, la mujer no se sienta lo suficientemente cómoda o, en su defecto, demasiado tensa a la hora de expresar abiertamente su parecer. Y a quien no le guste, que se lo revise, ya lo siento.

Imagino que por eso precisamente, porque me encontré ante alguien que no cumplía canónicamente los requisitos, que me trataba como a un igual y que era capaz de crear una atmósfera amable, me enredé a hablar y de forma casi involuntaria conté de todo. Mi vida, vaya:

Que había crecido en Alguazas, que cuando era adolescente conviví con el sentimiento de ser de pueblo como un impedimento, que después maduré y me di cuenta de que mis raíces me conectaban a una cultura más auténtica y que aprendí a valorarlas. Le hablé de cómo y por qué me hice periodista y confesé mi temor a no serlo nunca más, a haber tirado la toalla por un temprano agotamiento. Que tras una etapa en periodismo político, en lo que algunos llaman las cloacas, sentí mucho desencanto hacia la vida. Que ni siquiera podía ver series como Succesion, que me conectaban con la cara más amarga del humano. También hablamos de espiritualidad, de maternidad, de feminismo, del mundo rural, de cine, de fotografía. Del documental que había hecho sobre la Cárcel Vieja de Murcia y de lo que sentí al entrevistar a presos políticos en sus últimos años de vida. También del que estoy luchando por finalizar ahora, sobre la Algameca Chica, un poblado desconocido y extraño de las afueras de Cartagena y de cómo me llena sentir que con mi cámara, mis letras; mi trabajo, puedo formar parte de algo más grande y contribuir de forma activa a que la vida pase y sea de otra manera.

Cuando acabó la conversación, mi interlocutxr, permítanme por respeto no revelar su identidad, clausuró la conversación diciéndome que sentía que mi voz tenía muchísimas cosas que contar y que en esa recién nacida conversación que acabábamos de mantener y de la que nos llevábamos miles de matices pendientes de seguir comentando, veía temas por todas partes.

Yo, incrédula, pero sintiéndome mucho más segura que al comienzo del encuentro, le di dos besos, le hice prometer que habría otra caña (esta sí, con alcohol) y me fui a casa. Hoy publico este artículo. Porque las mujeres tenemos un miedo heredado a opinar de los temas, problemas y recelos con los que nosotras convivimos. Porque nuestro piloto automático nos dice que no, no son importantes, ni importan. Pero pese al temor a la burla o la indiferencia, algunas lo hacemos y debemos seguir haciéndolo. Cuantas más, mejor.

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