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Murcia y aparte es un blog de opinión y análisis sobre la Región de Murcia, un espacio de reflexión sobre Murcia y desde Murcia que se integra en la edición regional de eldiario.es.

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Sin preguntas ni respuestas

Castillo de Hamlet, en Elsinor

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Nej! Vi är inte läkaren! -Chori trata de aclarar que no somos médicas-. Vi kommer från Spanien och vi talar inte svenska… Only a few words. Sorry!

Una señora acaba de dislocarse el brazo al dar un traspié en la escalera. Sus acompañantes buscan ayuda en cubierta.

El barco que cubre el traslado entre Helsinborg y Elsinor nos recibe con una fiesta a bordo. En el primer piso, acristalado, han montado una discoteca con música en directo. Los intérpretes tocan versiones de Elvis, B52 y de Tina Turner. Cada vez que la batería percute, vibra la sala entera. Un grupito de damas septuagenarias ha asaltado la pista. En la barra de la entrada, atendida por un par de camareros, no dan abasto. En cubierta, hay otra barra y varias mesas centrales con bancos corridos ocupados por grupos de gente trasegando vino blanco y cerveza. Las mesas están repletas de vasos y de barquetas de fish&chips, köttbullar y hot dogs. En los laterales hay mesas altas para quienes se quedan de pie, con espacio para encajar botellas y vasos.

-Están de tura -me explica Lady Chor, que así es como le gusta presentarse en Escandinavia-. A lo largo de la tarde, la gente se dedica a beber, charlar y fumar a bordo. De aquí no se baja nadie, ya verás. Tienen todo el día de mañana para recuperarse de la resaca.

En una de las mesas centrales, una sexagenaria grande y rubia como una valquiria, con pinta de estar muy ebria, se pone a horcajadas de un tipo calvo vestido con pantalones blancos y camisa hawaiana. Yo desvío la vista, agarro a Lady Chor de la mano y, como el resto, nos empezamos a hacer selfies.

-Varsågod -repite continuamente a la gente que va y viene zarandeándonos.

Desde el mar podemos ver el Sofiero, la antigua residencia real a las afueras de Helsinborg, Kärnan, la torre fortificada en el promontorio del centro, la tropical beach y toda la fachada marítima, moderna y funcional. La ciudad, calurosa y hospitalaria, parece de fiesta. Una embarcación de cuatro pisos que cubre el mismo trayecto nos cruza a muy poca distancia en la rada del puerto. Sobre los diques ondean los pabellones de un montón de naciones.

- Por cierto, ¿qué tal el viaje? -me pregunta Chor.

-Pues mira, en las tres horas del vuelo entre Oporto y Copenhague he descubierto tres espantos.

- ¿Tres espantos? ¿Uno por hora?

-Más o menos… Quitando las Rías Baixas, que fue lo mejor, en el resto del trayecto reconocí la balsa de lodos rojos de Cervo (la mariña lucense) y una mina a cielo abierto en la costa de Bretaña.  

-Sí, sí, la balsa de Alcoa se ve perfectamente desde el aire ¡87 hectáreas llenas de residuos tóxicos! No sé qué van a hacer con ellos.

-Lo más loco es que por un efecto óptico, ese rojo se extendía hasta las instalaciones de la piscifactoría de al lado.

- ¡No quiero ni pensarlo!

-Ya. La mina bretona también está pegada al mar, frente a la isla de Groix. Tiene cinco balsas verde agua que me recuerdan las del monte Neme (A Coruña). He buscado el emplazamiento en Google Maps. Queda cerca de Lorient. Se trata de una mina de caolín, aunque también extraen andalucita y otros minerales. En la página web de la minera todo es sostenibilidad y buenos propósitos.

- ¡Como la de Alcoa!

-En cambio, desde el aire bien que se aprecia la magnitud del expolio. Es como si un gigante se hubiera puesto a rastrillar la tierra, como un niño en la arena de la playa, hasta dejarla en piedra viva.

De nuevo, nos pasa muy cerca un crucero descomunal, de seis pisos, que por unos instantes nos oculta la vista de Helsingborg. Al este, a unos veinticinco kilómetros, descubrimos la silueta con forma de ovni de la torre de agua de Landskrona.

De repente, un tipo a mi lado suelta un salivazo por la borda. Así, sin más: una ofrenda dedicada al Estrecho de Orend. La mujer que conversaba a nuestro lado le dedica una ojeada y un comentario lleno de asperezas, antes de volverse de nuevo. Yo agarro del brazo a Lady Chorima y la llevo hacia otro extremo del barco. Él sigue en la misma posición, cabizbajo, alejado del grupo con el que se supone que viaja. Es un tipo pequeño, el pelo cortado al cero, colorado por el sol y con ojos color cardenillo, que se dedica a bajar vasos de cerveza durante todo el trayecto.

- ¿Y el tercer espanto? -pregunta Chor.

-Las estaciones eólicas offshore que sobrevolamos antes de llegar a Dinamarca. Dos parques de unos sesenta generadores cada uno. Desde el aire parecían cruces blancas sobre el mar. Era como un cementerio. Después no vi nada más por culpa de las nubes.

- ¡Qué mala suerte! ¿Bajamos un rato a la pista de baile?

La llegada a Elsinor por mar es sobrecogedora: nos recibe la ciudadela del Kronborg, el castillo de Hamlet, en cuyo extremo descubrimos una playa y una escultura que representa a media docena de serpientes (o dragones) en actitud de ataque. En el muelle vemos atracadas dos embarcaciones, una antigua e imponente, la otra es un velero de tamaño mediano. Llevo un buen rato pensando en Nastacha, la rusa que cruzamos en este puerto a finales de diciembre, cuando el muelle estaba cubierto de nieve y de las gárgolas del castillo colgaban afiladísimos carámbanos. He recordado a veces nuestra conversación previa al estallido de la guerra en Ucrania, el ámbar de sus ojos, su hospitalidad e intransigencia cuando criticamos a Putin.

Chor me arrastra entre los grupos de gente para bajarnos.

- ¿No volviste a ver a Nastacha? -le pregunto.

-Ya te he dicho que no.

-Me pregunto qué pensará de la invasión rusa contra Ucrania.

-No preguntes -me dice en actitud distraída- porque no hay respuestas.

Originaria de Kaliningrado, ese fragmento de Rusia aislado entre Lituania y Polonia, con salida al mar, Nastacha trabaja como comercial de una empresa de transporte. Antares se llama su velero, que era también su casa y su despacho. Hago un barrido del puerto, pero no veo rastro de Antares.

Elsinor en sábado, a las cinco de la tarde, ofrece una estampa muy distinta a la que recordaba. En la parte de atrás del Museo del Mar hay un amplio almacén, perteneciente al antiguo astillero, donde han instalado un mercado gastronómico. De las paredes cuelgan fotografías a escala real de los antiguos trabajadores. Son imágenes en blanco y negro. Hay una sala decorada con mesas y sillones de todos los estilos, todos reciclados, donde puedes sentarte a comer y beber en unos sillones estilo biedermeier o conversar en los típicos sofás de polipiel ochenteros. En un estrado, hay dos barcas convertidas en bancos para que jueguen los niños. Me gusta que tanto suecos como daneses destinen siempre lugares para la infancia: en los museos, en los supermercados y hasta en las iglesias.

Más tarde, deambulando por las calles del centro, todo piedra y ladrillo, llegamos a lo que parece una comunidad de vecinos y nos sentamos en un patio infantil, con columpios, castillos y otros juegos. El lugar está desierto pero hay árboles donde descansar la vista. Mientras echo un vistazo en torno me doy cuenta de que se trata de una escuela: un patio de escuela del que se entra y sale libremente y sin horarios, ni barrotes ni portones. Nos hace mucha gracia la cancha de fútbol, pequeña y encerrada en una especie de jaula.

-No me acostumbro a llamarte Lady Chor.

-Pues aquí me llaman por ese nombre. No saben pronunciar Chorima.

- ¿Y piensas quedarte el próximo año?

-Los chicos ya están matriculados, está claro que nos quedamos por varios años. El final de la primaria ya lo van a hacer aquí.

-No sabía que tuvieras planeado estar tanto tiempo aquí.

-No son planes, son decisiones que voy tomando cada día. Si en España no tengo posibilidades, no hay más vuelta de hoja. Tengo un buen trabajo. No puedo rechazarlo.

Regresamos en el barco de las siete y media. En la discoteca continua la música en directo, el ambiente está caldeado, la gente baila con los brazos en alto. Ya no cabe un alfiler a bordo. En la cubierta volvemos a ver las mismas caras y los mismos tipos de antes, rostros congestionados, mujeres con miradas perdidas, rojo de labios y rayas de ojos deshechos, torsos hercúleos, camisas remangadas, barbas, bigotes y profusión de tatuajes con motivos florales, soles, símbolos y runas, nombres... Tatuajes en brazos, piernas y pantorrillas de pieles curtidas. Tatuajes en cuellos, pechos y espaldas de pieles tersas. Todos con su vaso de vino o su botella de cerveza, cuando no ambas cosas. Ninguna intención de bajarse hasta la hora del último barco, ni del lado sueco, ni del danés. El atardecer en el Orend es un espectáculo.

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