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COVID-19: Un descenso entre tinieblas

Personal sanitario atendiendo a un paciente ingresado en la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI) para enfermos de coronavirus / Glòria Sánchez - Europa Press

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Hace unos días fui a casa de un amigo a visitarlo. Hacía bastante tiempo que no nos veíamos. Es de esas amistades que se mantienen en el tiempo, a pesar de los largos periodos sin encuentros. Sin saber por qué, te alejas de alguna persona durante mucho tiempo, y no solo es porque  las circunstancias personales te acerquen o te alejen, como la existencia o no de hijos, sus edades, separaciones matrimoniales, cambio de domicilios etc. Quizás sea porque nos juzgamos con demasiada severidad, y, al no comprender las circunstancias del otro, emitimos rápidamente veredictos condenatorios sobre cualquier aspecto de la vida, que nos separan. Pero con los años sentimos que necesitamos al otro, buscamos en los recuerdos y aparecen detalles que nos acercan de nuevo a esa figura ausente, y pensamos ¿qué será  de él? En este caso lo que ocurrió fue que mi amigo enfermó gravemente de COVID-19, y ya había salido del Hospital,  así que le llamé porque tenía muchas ganas de verle y enseguida me invitó a tomar un café una tarde. Estaba muy delgado y desmejorado físicamente, pero tenía buen ánimo y conservaba el humor.

Comenzamos a hablar de cuando éramos vecinos, de cotilleos de los otros vecinos y de las vidas que había llevado cada uno. Su mujer, muy amable, sacó unas pastas muy ricas con el café y se excusó por tener que salir un momento a la compra. Al cabo de estar un tiempo solos se hizo el silencio. A mí me gusta, cuando estoy con una persona de confianza, respetar esos silencios de las conversaciones y esperar, porque casi siempre presagian la aparición de algo íntimo o más profundo de la otra persona. Dio un largo suspiro, fijó la mirada en la ventana y cambiando su semblante a una seriedad triste empezó a hablar: 

“Hoy hace dos meses que he vuelto a casa, y aunque al salir del Hospital me dijeron que con el tiempo se me irían borrando los recuerdos de los tres meses de hospitalización, de ellos dos en la UCI con respirador, la verdad es que no está siendo así. Quizás esté influyendo que vuelvo cada día al Hospital a hacer rehabilitación, para recuperar la movilidad y la fuerza en mi cuerpo. Cuando me quedo solo en casa, suelo acudir a esa ventana que tiene vistas al parque, y allí la mirada se me queda fijada en los árboles y en los pájaros y entonces comienzan las evocaciones de mis tres meses hospitalizado. Recuerdo los dolores físicos, la visión en la cama de mi cuerpo enflaquecido, la incapacidad para moverme, y la sensación de fragilidad personal que, juntos, me dan un intenso sentimiento de vulnerabilidad que no conocía anteriormente. Durante bastante tiempo de mi ingreso, los deseos que me obsesionaban se reducían a la añoranza de sensaciones físicas primarias, como notar el contacto del agua fresca en mi boca, o poder masticar algún alimento y tragarlo, y sobre todo sentir sobre mi piel el contacto de una mano humana que me acariciara sin plástico por medio. A todo eso quedó reducido mi universo. Deseé tanto terminar con aquel martirio de tubos y sondas dentro de mi cuerpo, que una vez pedí a mis cuidadores que me sedaran profundamente, que abandonaran sus cuidados y me dejaran morir en paz. Ya no veía ninguna separación entre la vida y la muerte. Todo lo que pasaba a mi alrededor, las palabras, los tonos de voz, los movimientos de cuidadores y familiares, tenía una repercusión enorme sobre mi ánimo. El día que me enseñaron en un teléfono móvil el video de una excursión que habíamos hecho días antes de enfermar, con el fin de levantarme el ánimo, fue demoledor. No pude soportar la visión de la persona que yo era antes porque se me hacía presente, de una manera angustiosa, todo lo que había perdido al enfermar. Mi experiencia me ha devuelto, como en un espejo, una visión devaluada de mí mismo. No soy la persona que creía ser, sino alguien más débil y con más necesidad de los otros para sobrevivir. He tenido que estar a punto de morir, para comprender la verdadera dimensión de los sentimientos en mi vida”. 

Saliendo de la casa de mi amigo, me vino a la memoria un dialogo de La Divina Comedia en el que Francesca, cuya alma desciende a los infiernos, le dice a Dante: “No hay mayor dolor que rememorar el tiempo feliz en la desdicha”. Las palabras de mi amigo me han hecho comprender, profundamente, a las personas que quieren poner fin a su vida, cuando están postrados por una enfermedad incurable, e incluso a las personas enfermas que, con un futuro incierto, no soportan por más tiempo el sufrimiento, y ven en la muerte la liberación del dolor. Nunca he entendido, y ahora menos que nunca, la utilización de metáforas belicistas que tratan de presentar la convivencia con una enfermedad maligna en términos de lucha y combate contra un enemigo al que hay que vencer. Los que las emplean creen que ayudan, pero ignoran que esos planteamientos conllevan a responsabilizar a la persona enferma de su enfermedad, aumentando su sufrimiento. Pienso no solo en la dimensión individual de la pandemia, sino también en la dimensión universal, en los millones de enfermos y muertos, así como en las terribles consecuencias sociales y económicas que está teniendo.

No nos ha salvado el vivir en uno de los supuestos países avanzados, con servicios públicos que creíamos de gran calidad. Cierto que la falta de conocimientos sobre el virus, y lo que se nos venía encima, nos hizo perder tiempo al principio de la pandemia, pero, considerando lo que nos sigue sucediendo ahora, ha quedado demostrada la falta de procedimientos de protección suficientemente desarrollados en el sistema sanitario de nuestro país, con una Atención Primaria infradotada por los recortes presupuestarios de las políticas neoliberales de los últimos años. Experimenté un sentimiento de decepción al ver en mi país esas deficiencias y, sobre todo, al ver a formaciones políticas, intentando apropiarse de los muertos sin ningún pudor, para culpabilizar a los contrarios, y jaleando las protestas callejeras entre sus seguidores, contra el estado de alarma y el confinamiento, que eran las medidas más seguras para atajar la extensión de la enfermedad y las que seguían casi todos los países.

La intensidad de la crisis ha golpeado la confianza en que los gobiernos quieran y puedan afrontar los riesgos actuales de la existencia, de manera eficaz e igualitaria, pero no hay que olvidar, que los riesgos compartidos pueden ser un factor de unidad, en un mundo en el que todos estamos amenazados, y, por eso, necesitamos fortalecer la tendencia hacia un mundo de bienes comunes, un mundo más integrado en estructuras supranacionales. Estamos viendo que los avances científicos que se han experimentado durante la pandemia no nos eximen de tener que lidiar con las incertidumbres que tenemos todavía, y por tanto tenemos que hacerles frente y aprender a gestionarlas.

Cuando el presente se enmaraña, las palabras del pasado pueden sonar nítidas. Leí una vez que el emperador romano Marco Aurelio,  enfrascado en campañas militares para expandir el imperio, y con el ejército asolado por la peste, se refugiaba por las noches en su tienda y escribía un diario, Meditaciones, en el que, para no embrutecerse ni desmoronarse, buscaba fortaleza, guía, y refugio en la filosofía. En la continuación de la escena de La Divina Comedia evocada anteriormente, Dante, indagando en las causas de la condenación de Francesca, le pregunta cómo le surgió el extraordinario amor que le unió a Paolo, y que acabó llevándola a la muerte, y al segundo círculo del infierno. Entonces, ella siente su compasión, y en la piedad de Dante, ve la única luz posible en la oscuridad del inframundo, y comienza a relatar su trágica historia de amor, que ha conmovido a tantas generaciones. Es mejor tratar de fijarse en las luces que todo tiempo oscuro alberga. Conversar con nuestros muertos nos puede infundir lucidez y sosiego.

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