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La COVID-19 y la llama del racismo

Trump cede a la polémica y mantiene su sala de crisis contra el coronavirus

Sònia Parella Rubio

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La crisis de la COVID-19 ha despertado nuestros miedos y ansiedades ante un horizonte plagado de incertidumbres. Una vez más en la historia de la humanidad se han producido manifestaciones de las fronteras grupales, de las barreras de hostilidad y animosidad hacia otros grupos fruto de prejuicios y patrones de dominio que ya estaban fuertemente anclados en nuestras sociedades. Su base son los atributos (físicos, mentales y morales) imaginados como inferiores y heredados. Hablamos, por supuesto, de racismo, de razas en el sentido de construcción social a partir de una ficción biológica y política.

Un andamiaje en gran parte creado por el dominio occidental (europeo) para justificar en el plano moral unas relaciones de poder basadas en la opresión, la explotación e incluso el exterminio del otro, del diferente, del construido como 'ser inferior'. Asistimos a procesos de racialización en la medida que las actitudes y acciones del ser humano producen lo racial en distintos contextos. Resulta paradójico, aunque no sorprendente, que a diferencia del virus, que no discrimina según raza, origen étnico o nacionalidad, los prejuicios y estigmas asociados a su propagación sí lo hagan.

Y es así como una parte de la respuesta a los retos que plantea el coronavirus ha encontrado en la racialización su mejor aliado, sobre todo por parte de líderes populistas que han explotado la retórica discriminatoria e irresponsable. Para Donald Trump, las referencias al virus con apelativos racistas (“Kung Flu” o “gripe china”) le han servido para desviar la atención de una parte de su electorado que, sin duda, va a encontrar respuesta en la animadversión hacia la comunidad asiática de los Estados Unidos y no va a cuestionarse la gestión del presidente en plena pre-campaña hacia su reelección. Por más que el presidente Trump y sus defensores hayan repetido hasta la saciedad que no entraña ningún problema atribuir un virus a una referencia geográfica, es evidente que tiene graves consecuencias para las personas señaladas.

En los países europeos, como Francia, Reino Unido, Italia o España también se han difundido actitudes racistas hacia ciudadanos chinos residentes y a hijos e hijas de migrantes chinos que se han convertido en el oprobio de la crisis. El principal transmisor de este tipo de señalamiento suelen ser los insultos de odio a través de las redes sociales y el gregarismo. También se han reportado casos de personas que han visto cómo se les negaban servicios o que han sido víctimas de violencia física.

La racialización de las personas asiáticas durante la pandemia no es en absoluto novedosa o casual, si tenemos en cuenta que ya en el siglo XIX se originó una metáfora racista de las personas orientales, el denominado “peligro amarillo” (en inglés, The Yellow Peril), en un contexto en el que Estados Unidos (y otros países) llevaron a cabo una intensa importación de mano de obra procedente de China que generó un fuerte rechazo entre la población local. Esta expresión adquirió popularidad durante el movimiento de derechos civiles en los Estados Unidos, en el que se generó un sentimiento de complicidad y solidaridad entre los afroamericanos y los americanos asiáticos, que dio lugar a la frase “Yellow Peril Supports Black Power”, (el peligro amarillo apoya el poder negro) como eslogan político.

Pero no solo los asiáticos han sido víctimas del virus de la racialización a raíz de esta crisis. En Chile, por ejemplo, la comunidad haitiana ha denunciado en las últimas semanas las intenciones de responsabilizarlos de la llegada del virus al país por una parte de las autoridades chilenas, tras la detección de un brote de COVID-19 en la comuna de Quilicura. Una muestra más de racialización, de referencias racistas cultivadas por la previa alterización que ha supuesto la llegada de inmigrantes extranjeros en Chile en los últimos años y que son mucho más “eficaces” si cabe cuando la población “diana” es afrodescendiente, tal y como sucede en el caso haitiano.

En España, sin ir más lejos, el pasado 8 de abril, con motivo del Día internacional del Pueblo Gitano, la comunidad gitana, de la mano de la Plataforma Khetane del Movimiento Asociativo Gitano del Estado Español, condenó los brotes racistas que está sufriendo en el marco de la Covid-19. El principal desencadenante fue una información periodística, posteriormente desmentida, según la cual la comunidad gitana de Haro, en La Rioja, supuestamente se había negado de forma violenta a seguir los protocolos de contención de la Covid-19 y se les atribuía el papel de foco emisor en varias localidades.

Rápidamente se generó un amplio revuelo en las redes sociales dirigido contra las personas gitanas, expresión del histórico y arraigado racismo antigitano en Europa, con manifestaciones tan dramáticas como el genocidio al que fue sometida la población gitana europea durante el régimen nazi.

Pero resultaría simplista atribuir en exclusiva el origen de estos patrones de racialización a las jerarquías de dominación y explotación occidentales. La historia nos ha mostrado innumerables ejemplos de regímenes y gobiernos autoritarios que, en momentos de crisis o de situaciones que ponen en peligro su continuidad, utilizan la exacerbación de las diferencias entre grupos para distraer el foco de atención o para legitimar una determinada unidad política. De ahí que podamos afirmar, de acuerdo con la tesis que Franscico Bethencourt que el racismo no es exclusivo del mundo occidental.

La crisis del coronavirus también nos ofrece muestras de estrategias racializadoras, cuya lógica va más allá de la herencia de las categorías raciales inauguradas por la colonización europea desde finales del siglo XV. La población negra residente en la provincia de Guangdong, en China, se ha visto afectada durante las últimas semanas por un auge del racismo y la discriminación ante el temor de los contagios “importados”. El nivel de exclusión y humillación al que ha sido sometida ha alcanzado tal extremo que tanto diversos países africanos como el consulado de Estados Unidos han intervenido para defender los intereses de sus ciudadanos, lo que ha provocado algunas tensiones diplomáticas con el gobierno chino.

Las portadas de algunos medios de comunicación africanos han recogido el testimonio de compatriotas angustiados, que describían la situación que estaban viviendo en China como “un auténtico infierno” y pedían ser rescatados. Son numerosos los vídeos y denuncias en redes sociales que muestran la expulsión violenta de los africanos de los hoteles y de sus viviendas habituales, así como el impedimento para poder entrar en algunas tiendas y restaurantes. Se ha llegado al extremo de que incluso la cadena McDonald’s tuvo que pedir disculpas después de que uno de sus restaurantes en China se negara a admitir a personas de “raza negra”.

Se trata de una africanofobia previamente instalada, cuyo origen, en buena parte, puede atribuirse a la imagen negativa a partir de la cual se ha construido la inmigración africana en China en los últimos años, a pesar de los fuertes vínculos económicos que el país ha tejido con el continente africano. Durante la última década, un flujo importante de africanos se ha desplazado hacia zonas industriales del país, como Guangzhou, si bien las restrictivas políticas migratorias de China los mantiene como indocumentados y sin visado.

Esta situación de irregularidad administrativa, unida a la persecución policial, habría contribuido a construir el prejuicio de que las personas africanas son delincuentes, que se ha ido alimentando a partir de la exacerbación del sentimiento de pureza y superioridad racial.

Todas estas retóricas racistas que se han ido desencadenando a lo largo de las últimas semanas para nada pueden considerarse una consecuencia de la pandemia. Ni siquiera se trataría de un efecto colateral. La alarma social y el miedo, convenientemente instrumentalizados, alientan aquellas reacciones que son expresión del racismo estructural y de actitudes prejuiciosas, más o menos contenidas e invisibilizadas (sobre todo cuando no se consideran políticamente correctas), que ya existen y que las preceden. Es por ello que, llegados a este punto, cabe preguntarnos si el racismo en nuestros días es realmente atribuible a la “banalidad del mal”, tal y como sostuvo Hannah Arendt.

Cabe preguntarnos si es sostenible seguir pensando que la incorporación de los esquemas y criterios de alterización desde un fundamento racial se debe a una ausencia de pensamiento en base a creencias irracionales. No solo por la rotundidad científica en torno al hecho de que la especie humana es una sola y no admite la existencia de razas. El trágico y abominable legado de nuestra historia común como seres humanos, en la que se han ido sucediendo enfrentamientos, extorsiones y exterminios en nombre de atributos imaginados ya no admite atenuantes ni otra reacción que no sea apelar a nuestro sentido de la responsabilidad.

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